Al socaire

Blog personal de Angel Arias. La mayor parte de los contenidos son [email protected], aunque los dibujos, poemas y relatos tienen el [email protected] del autor

  • Inicio
  • Sobre mí

Copyright © 2021

Usted está aquí: Inicio / Archivos paracuento de otoño

Cuento de otoño: El sutra del opositor cultivado

19 diciembre, 2013 By amarias2013 Dejar un comentario

Gaoxuan fue un patriarca chino del que no se conocía nada en absoluto hasta que el año pasado, al remover tierras en la periferia de Chengdu para construir un supermercado, se descubrió un Sutra firmado con su nombre. Ese relato ejemplar, que lleva por título El opositor cultivado, ha sido ya traducido a todas las lenguas del mundo y puede encontrarse fácilmente en internet, en su versión más completa, que ofrezco aquí de forma resumida, ya que el Sutra en cuestión es el de mayor extensión conocida hasta la fecha, pues está escrito en una cinta de Möbius, sin principio ni fin.

Según refiere la historia que allí se cuenta, cuando varios discípulos se encontraban disfrutando con su mentor de la paz de una tarde de finales de agosto, meditando sobre la mejor manera de conducir a un pueblo a su máxima felicidad, el maestro Gaoxuan sacó del refajo de su manto inmaculado una semilla de loto y ofreciéndola a la vista de todos, preguntó:

-¿Qué tengo en la mano?
-Una semilla de loto, sin duda -contestó de inmediato uno de los jóvenes que seguían sus enseñanzas.
-Eso es lo que se ve -replicó el sabio-. Pero lo que no se ve es que esta semilla tiene más de veinte siglos y conserva intacto su poder germinativo.

Todos observaron, encantados, aquel fruto rugoso, que pasó de mano en mano, encontrándolo parecido a cualquier otra semilla de las que se pueden hallar en parques y jardines. Uno de los discípulos, picado por la seguridad, quiso saber:

-¿Cómo es posible, maestro Gaoxuan, que se pueda conocer tan exactamente la edad de una semilla?

Gaoxuan centró su profunda mirada en quien había hecho la pregunta, al mismo tiempo que hacía con la punta de su sandalia, un agujero en el barro, en donde depositó con sumo cuidado la semilla.

-Esta semilla estaba guardada en una caja de marfil que perteneció a los enseres de mi familia, y trasmitida de generación en generación desde los tiempos más remotos de la primera dinastía Quin. Uno de mis antepasados estuvo en desacuerdo con el emperador Huanddixián, que era un tirano. Fue el primer poseedor de esta semilla. Como consecuencia de su rebeldía, fue condenado a la horrible muerte de la tajadura lenta.

Gaoxuan, que no acostumbraba a hablar tanto tiempo de corrido, guardó silencio un instante, mientras volvía a tomar en su mano la semilla de loto, para rascar su corteza.

-Pero lo más importante no es la edad de la semilla ni cómo ha llegado a mis manos, ni que mi sangre provenga de la sangre de un rebelde. Lo más importante es que de ella saldrá, a su debido tiempo, una flor de loto tan hermosa como las del resto de estos parajes.

Nadie se atrevió, por supuesto, a dudar de la verdad de Gaoxuan, que prosiguió, encantado de la atención expectante que causaron sus palabras:

-Como sabéis, el suplicio de la tajadura supone que al que va a ser martirizado se le hagan los primeros cortes en los ojos, para que no pueda ver dónde le serán infligidos los siguientes. Sin embargo, en este caso, y según me ha referido mi padre, a mi antepasado le privaron de la vista en último lugar, con la intención de que pudiera contemplar cada uno de los tajos que se le causaron, y temiera horriblemente cada vez que se aproximara al lugar elegido para el corte la cuchilla del verdugo.
-Es horrible lo que cuentas, maestro -exclamó, horrorizado, aquel muchacho al que llamaban Qianxí, el de las orejas de soplillo, que era uno de los de menor edad.-¿Y qué más has conocido de tu antepasado? ¿Por qué fue condenado a tan desgarradora agonía?

El maestro volvió a cubrir la semilla de loto con el barro, y dirigió su vista hacia el cielo:
-Eso es lo más interesante de todo. Mi tatarabuelo estaba en desacuerdo con el emperador. Pero, en lugar de levantarse en armas contra él o tratar de asesinarlo aprovechando uno de los banquetes a los que, sin duda, venía siendo regularmente invitado, no se consideró jamás opositor, sino que se ofreció como leal colaborador desde la discrepancia.
-¡Ah! -dejaron escapar varios discípulos, impresionados.

-Fue precisamente esa actitud la que los oficiales del emperador no pudieron o no quisieron tolerar. No concebían que nadie estuviera en contra de algunos aspectos de la política imperial y se ofreciera para ser colaborador en otros. No admitían otra forma de comportamiento que estar totalmente a favor o totalmente en contra. Por eso, primero lo sometieron al suplicio para que reconociera que discrepaba en todo y, como no consiguieron que reconociera tal cosa, sino que afirmaba, una y otra vez que solo disentía en algunas, y que en otras, podían contar con él, concluyeron que debían acabar con él, para que su ejemplo no contagiara a otros.

Los discípulos de Gaoxuan se cruzaron miradas entre sí.

-Cuando murió, su esposa e hijos recogieron el cuerpo para darle sepultura y encontraron en una de sus manos esta semilla. Ahora, después de tanto tiempo, la enseñanza de esta semilla, y ella misma, están listas para fructificar.

Y dándole un último y suave pisotón al barro que cubría completamente la semilla, los invitó a seguirle, lo que hicieron, obedientes.

-Maestro Gauxuan, -dijo, al cabo de un tiempo de andar juntos, el jovencísimo Qianxí, agarrándole de la manga-. ¿Hay algo más que debamos saber respecto a esta historia?
-Sí -contestó el maestro-. Apréndetela de memoria y repítela en tu corazón, hasta que comprendas su sentido.

FIN

Archivado en:Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado con:cuento de otoño, cultivado, enseñanza, germinación, historia, loto, memoria, opositor, política, repetición, sabio, semilla, sutra

Cuento de otoño: El viejo que se resistía a envejecer

18 diciembre, 2013 By amarias2013 Dejar un comentario

Cuando descubrimos que somos viejos, hace tiempo que ya lo éramos. Porque nos resistimos sicológicamente a determinar el preciso instante en que empezamos a serlo, y ocultamos la situación imaginando que será reversible.

Ese punto de no retorno en el precipicio de la ancianidad podría estar situado unos días antes de aquél en el que, creyendo detectar la primera cana, observamos que tenía, en realidad, varias compañeras. Puede que, para algunos, hubiera sido posible localizarlo apenas unos meses antes de que el odontólogo, al realizar lo que pensábamos era solo una endodoncia, nos abrió el camino hacia la dentadura postiza. No hay que descartar que el asomo de la vejez tuviera que ver con aquella vez en que preferimos ver una película en el reproductor de vídeo antes que aceptar la sugerencia de calentarnos en el lecho con la pareja.

Persófilo de la Higuera estuvo, desde muy tierna edad, preocupado por el tema de la vejez. Y, lo que es más importante, tomó la decisión de no envejecer cuando era un niño de siete años, al visitar a su abuelo en el geriátrico, acompañando a su madre.

-Mamá -preguntó a su progenitora, al terminar la rápida visita-. ¿Por qué el abuelo te llama Marianela? Tu nombre es Brunilda.

-Me confunde con mi madre, que se llamaba así. Es que el abuelo es muy viejo y no se acuerda de casi nada.

Por eso, para acordarse de todo, Persófilo, comenzó un itinerario complejo que debería conducirle al deseado propósito de no envejecer. Cuando cumplió la edad de veintiséis años, provisto de un doctorado en Física Evolutiva y una Licenciatura en Filosofía Involutiva, creyó haberse pertrechado con el más moderno aparato de investigación que podía imaginarse, en tanto que ser humano, y se puso a meditar sobre el tiempo.

Dedicaba largas horas a tratar de desmenuzar el tiempo, dotándolo del máximo contenido. En las primeras etapas de la investigación, procuró simplemente acelerar la realización de los actos mecánicos, de manera que si, pongamos por caso, inicialmente podía solamente realizar en un segundo veinticinco rayas sobre un papel, llegó a conseguir dibujar trescientas veinticinco, y lo que es más interesante, siendo plenamente consciente de lo que estaba haciendo.

-Mi tiempo cunde cada vez más, -escribió en su cuaderno de bitácora, que era como llamaba al archivo informático en donde dejaba registrados sus avances.

Solo que, como es fácil imaginar, por intenso que pareciera al joven Persófilo el esfuerzo por descomponer el tiempo en parcelas más pequeñas, ninguna aplicación tenía para resolver su preocupación principal, que era, cmo se dijo, detenerlo. Y, creía el tenaz investigador, si fuera capaz de parar el reloj (por así decirlo), el volverlo hacia atrás ya podría considerarse pan comido.

Sus amplios estudios le habían llevado a admitir que, con el herramental de la memoria, podía retroceder en el tiempo, y conseguir revivirlo en la imaginación. Lo que se le resistía, obviamente, era lograr que esa situación imaginada, por vívida que fuera, tornara realidad. Con el avance de los ejercicios de concentración, creyó descubrir que no necesitaba retroceder con la imaginación mucho tiempo atrás, sino que le bastaría conseguir revivir el instante inmediatamente anterior.

-Si fuera capaz de retroceder una sola unidad elemental de tiempo, y volver a situarme en ella, la cuestión estaría plenamente resuelta -Ese fue el hito más relevante de la investigación, según anotó.

El método parecía, teóricamente, sencillo. Se trataba de concentrarse a tope en el ejercicio de vivir el presente y, cuando se estuviera en situación de máxima proximidad con el momento justamente anterior, saltar sobre él, como un jinete avezado.

Si no he sido capaz de reflejar en estas modestas frases la categoría intelectual del proceso en el que Persófilo estaba inmerso, el problema es mío. Porque la investigación de la posibilidad de retroceder en la flecha del tiempo, convirtiéndola en un boomerang de ida y vuelta, ha sido preocupación reconocida de los más altos científicos y, por supuesto, literatos. Los segundos han recurrido a pócimas misteriosas, seres diabólicos o trucos de magia para explicar el control que ejercían sobre el tiempo sus personajes. De los primeros, han quedado algunas páginas notables, pero desgraciadamente, ininteligibles.

Persófilo podría haber sido tomado por loco, por su obstinación en perseguir una quimera, pero lo cierto es que no envejecía. Cumplía años, sí, aunque permanecía tan juvenil, mondo y lirondo en su carácter, como el primer día, esto es, como el día en que se había puesto a meditar sobre la trascendencia del tiempo. Había llegado a la edad en que quienes se resisten a envejecer, creen conseguirlo pintándose las canas, cubriéndose la cocorota con ridículos tupés, o, si tienen medios económicos, haciéndose estirar una y otra vez la piel detrás de las orejas o el sobaco hasta que se le rompe en pedazos.

El no necesitaba nada de eso, porque no envejecía, como dejó puntualmente consignado en sus archivos.

Criticaba a quienes pretendían simular lo evidente, haciendo ver que, a la postre, la ocultación solo servía para proporcionar un efímero consuelo a ellos mismos. Porque, por mucho que lo intentaran, los demás descubrían fácilmente el engaño, convirtiendo la intención de mantenerse juvenil en motivo de risión, en clave de ridículo. Les hubiera sido más económico admitir el poder del tónico que proporciona la misma naturaleza, ya que la pérdida sucesiva de vista, oído, olfato y, a la postre, de toda sensibilidad, es el premio con el que esa benévola señora condecora a sus súbditos añosos, para que no perciban la degradación que han ido sufriendo.

Tengo en mis manos una copia de los resultados de la investigación de Persófilo y, en verdad, que me parecen sorprendentes y estimulantes. Me suscitan múltiples preguntas que me hubiera gustado formular al investigador, si estuviera aquí con nosotros.

Por lo que me cuenta la que fue su novia durante largos años, una anciana venerable que vive en una casa en las afueras de Aranjuez, rodeada de gatos siameses, un buen día, su enamorado se instaló en el ayer, y ya no pudo, no supo, o no quiso, volver.

FIN

Archivado en:Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado con:abuelo, ayer, boomerang, Brunilda, científico, concentración, cuento de otoño, envejecer, flecha del tiempo, juventud, Marianela, memoria, mónada, preocupación, reloj, resistencia, viejo

Cuento de otoño: La otra historia del Rey que rabió

5 diciembre, 2013 By amarias2013 1 comentario

Entre las verdades incontrovertibles de toda incontrovertibilidad, está la de que todo aquel que tenga algún poder, si no hace denodados esfuerzos por evitarlo, llegará un momento en que se encuentre rodeado por un cinturón de aduladores que procurarán apartarle de la realidad, ocultándole información, con el objetivo de beneficiarse de su ignorancia.

La zarzuela “El Rey que rabió”, con música de Ruperto Chapí, y libreto de Vital Aza y Miguel Ramos Carrión, presenta esta situación elevada a la categoría de comedia mundana, que es como hace más gracia.

Un Rey que ha vuelto muy contento de darse un paseo por su país, decide repetir la experiencia, pero esta vez, de incógnito. Sus ministros y consejeros, que le han estado disfrazando la verdad (el reino bulle en descontento), acuerdan que un general le acompañaré en su viaje, precediéndole los otros repartiendo dinero entre la población, para que disimulen que todo va muy bien.

El título de la opereta viene un tanto traído por los pelos, ya que en uno de los últimos actos, después de que el Rey ha sido tomado por un labriego y, en tal condición, ha tenido ocasión de enamorarse perdidamente de una moza de pueblo, -por la que bebía los vientos un su primo (de ella)-, resulta que este pobre muchacho, que los ha seguido en sus aventuras, es mordido por un perro rabioso. Como en la pobreza, todos nos parecemos, el joven es confundido con el Rey y conducido a los máximos cuidados, por la cuenta que les tiene a los conspiradores de la mentira, que quieren conservar sus prebendas.

Finalmente, casi todo el embrollo se descubre (esto es, el Rey vuelve a serlo y el pobre recupera su destino) y, sin que se sepa muy bien porqué, los del elenco cantan muy felices, mientras cae el telón.

Se puede uno imaginar que el cuento hubiera terminado de muy distinta forma, si el mordido hubiera sido el propio Rey, y el perro, en lugar de chucho con malas pulgas, hubiera estado rabioso. Tampoco el final hubiera sido el mismo, si el Rey masoquista, encantado por la vida que llevaban los campesinos, y teniendo en cuenta la contribución al bienestar que aportara la belleza connivente de la campesina (que creo recordar se llamaba Rosa), se hubiera quedado a destripar terruños toda su vida y el zagal despechado hubiera ocupado su puesto.

Pero el cuento que más apariencia de cuento tendría, sería éste que sigue.

El Rey, disfrazado de mozo de mulas, consiguió recorrer de cabo a rabo su territorio sin ser reconocido por nadie y tomó buena nota, de su puño y letra, de todo lo que sucedía en realidad, recogiendo puntualmente las quejas del pueblo llano. Vuelto a palacio, despidió a todos sus falsos consejeros, condenando a unos a galeras y a otros a Medinasidonia y a Matalebreras y, abriendo las cajas de caudales, se empeñó hasta las cejas para tomar las medidas oportunas para corregir tanta injusticia como había detectado, acabando sus días pobre, pero contento de haber roto la coraza con la que le habían querido hacer creer que podía vivir como un Rey, viviendo solo del cuento.

Ese Rey que rabió, como puede colegirse, habría rabiado no por mordedura de perro alguno, sino por manifestación de la ira y coraje que le produjo saberse engañado por aquellos en quienes antes confiaba, entretenidos en ponerle vendas delante de los ojos y flores y mucho oropel en el escenario, para que creyera que todo estaba en orden, cuando lo que se estaba gestando, entre bastidores, era el advenimiento de la República.

FIN

Archivado en:Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado con:Chapí, cuento de otoño, el rey que rabió, Ramos Carrión, República, Vital Aza, zarzuela

Cuento de otoño: Por los Cálculos sublimes a la doctrina de la neurona

28 noviembre, 2013 By amarias2013 Dejar un comentario

La expresión “cálculos sublimes” sonará al lector que lo oiga por primera vez a pedantería nacida de algún obseso por las matemáticas. No es este el lugar para descabalgar de la burra a quien padezca de la, por otra parte, disculpable ignorancia, con -pretendidos por docto-s argumentos acerca de lo que, en un tiempo que aún no está tan lejano, se entendía por esta disciplina académica.

Baste decir ahora, para lo que pretendo con este modesto Cuento, unas pocas palabras para hacerle ver al lector que por la disciplina académica de Cálculos sublimes, se enseñaban hace unos ciento cincuenta años, las innovadoras teorías de derivadas e integrales, en las que el modelo francés ya nos había precedido, y que se consideraban esenciales para adquirir el título de Dr. en Ciencias y para avanzar, tanto en la ingeniería como en la filosofía.

No se ha vuelto a emplear, tal vez por vergüenza, la calificación de “sublime” para aquellas materias a las que el responsable de la ordenación académica otorga un gran valor formativo. En el lenguaje vulgar, la expresión ha quedado reducida al ámbito de la pedantería, pero en la modalidad cutre. Sin embargo, la encuentro más adecuado que esos apelativos y afijos que ahora tanto proliferan, como guay, super, hiper, maxi, que me suenan a lo mismo que el chanchi piruli que empleaban, no hace mucho y con la misma intención, las educandas en cursilería.

Hay un pueblo imaginado en el que la palabra Sublime se sigue empleando como distintivo de valor. En ese lugar, cuyos habitantes disfrutan de una excelente bonanza, existe desde hace años la Universidad de Enseñanzas Sublimes. Sus egresados son personas muy respetadas y ocupan, salvo escasas excepciones, cargos de la mayor importancia en la estructura económica y social. Ese prestigio no tiene comparación, sin embargo, con el que merecen a todos, quienes enseñan en ella.

Sin conocer aún cuál era la razón del éxito del pueblo que concedía tanta proyección a los Conocimientos Sublimes, y deseando penetrar en sus misterios, -para copiarlos-, una delegación de personajes distinguidos del, por nosotros conocido lugar llamado Valgamediós, viajó a ese sitio de mérito.

-Estoy seguro que la clave está en la profundización en las funciones de variable compleja -indicó, con máximo convencimiento, el catedrático de Laplacianas y Series, que había dedicado treinta años de su vida al estudio de las soluciones al Enigma de Poniatowsky, teniendo publicados varios libros sobre el tema, aunque, desgraciadamente, no había conseguido resolverlo.

-No lo creo así -arguyó el Presidente de la Comisión de Legislación Efímera, que acababa de ser elegido por unanimidad entre los especialistas de esa rama del Derecho-. El carácter sublime de una organización descansa en su capacidad adaptativa, para destruir en pocos días lo que se haya tenido por intocable en la legislatura anterior.

Y así, mientras el avión fletado especialmente para el caso conducía a la expedición al lugar tan remoto que había que dar dos vueltas al mundo para alcanzarlo, todos los miembros del equipo de Valgamediós expresaban sus teorías, mientras bebían botellín tras botellín de un líquido de color rosa que distribuían, gratuitamente, las azafatas, y que promocionaba un futbolista de élite.

-¡Delicioso brebaje! -comentó Blandelina Lauredada, que había ingerido varios combinados; y preguntó, seguidamente a la azafata que le estaba sirviendo el quinto vaso del mejunje- Es afrodisíaco, ¿verdad?
-No sé exactamente. -fue la prudente contestación- La etiqueta solo pone que es alienante.

Cuando, después de un ligero descanso por el doble cambio de horario que habían tenido que soportar, se reunieron todos en la Academia de Sublimes de aquel lugar afortunado al que habían acudido para aprender y copiar, recibieron la última instrucción del Presidente de la Expedición:
-Sobre todo, no hagáis preguntas donde se evidencie vuestra ignorancia. Preguntad por lo que sabéis y hacedlo de la forma más ininteligible.

Con un excelente ánimo, se agruparon en el Salón de Recepciones Ilustres de la Academia de Sublimes. Allí, después de unas breves palabras de bienvenida, el Presidente de la Academia, un anciano de luenga barba que se apoyaba en un bastón hecho de ideas, dijo:

“Ustedes han venido aquí, según me han dado a entender en su pensiograma, porque desean entender la razón por la que nuestra sociedad tiene tanto éxito. Podría decirles que sabemos cuál es esa razón, pero les mentiría. No hay una sola razón. Solo estamos seguros de la bondad del método con las que las perseguimos: consideramos algo “sublime” cuando nos permite explicar el fundamento de algo que nos ha sido útil. A posteriori.

“Tal vez Vds. hayan leído el discurso que pronunció un sabio en 1906, cuando le concedieron el premio Nobel por sus investigaciones sobre las neuronas. En él decía, recordando los trabajos de otro sabio, Golgi, que había sido agraciado con la distinción al mismo tiempo, que es preciso admitir que la naturaleza ha creado sistemas complicados para transmitir la información, y que no pueden explicarse desde la continuidad. Era la teoría de la neurona”.

“Por eso, siguiendo la teoría de la neurona, aquí entendemos que los conocimientos no pueden avanzar solo por profundizar obsesivamente en un tema, sino que hay que conceder atención especial a la transmisión por inducción, a la influencia a distancia, a la creación de núcleos, aparentemente independientes, pero que sean capaces de relacionarse de vez en cuando.

Los expedicionarios se miraron, mientras tomaban notas. No parecían haber entendido mucho de lo que estaban escuchando.

-Perdón -dijo el Director General de Innovaciones de Valgamediós- eso que nos dice resulta muy abstracto. ¿Dónde podríamos profundizar en esa cuestión? ¿Qué material nos aconseja?

El Presidente de la Academia de Sublimes miró al interpelante, y señaló uno de los cuadros que colgaban de las paredes de la sala.

-Pensé que lo conocerían. Son palabras de Santiago Ramón y Cajal.

Aliviados al parecer, los expedicionarios siguieron tomando notas.

FIN

Archivado en:Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado con:cálculos sublimes, cuento de otoño, Ramón y Cajal, teoría de la neurona

Cuento de otoño: Caperucita coja

26 noviembre, 2013 By amarias2013 Dejar un comentario

A todos los niños les gustan los cuentos y a algunos, mucho. A mis cuatro nietas les encantan, especialmente a las dos mayores (que aún no cumplieron los tres años). No les importa que se les cuente el mismo relato una y otra vez, e incluso diría que les parece mejor caminar por los senderos trillados, porque si se cambia la versión del cuento que conocen, enseguida te sacan la tarjeta roja. “Eso no es, abuelo”, me interrumpen.

Entre sus cuentos preferidos figura, en muy alto lugar -apenas superado por El patito feo-, el de Caperucita roja,- Es encantadora la tensión con la que siguen el diálogo esperpéntico entre la ingenua niña y lobo disfrazado con el gorro de dormir y el camisón de la abuela, y el alivio con el que reciben la entrada en escena del leñador, que, con la poderosa ayuda de la imaginación, encontrará a las dos, sanas y salvas.

Una de mis nietas mayores no vocaliza aún bien, y Caperucita roja es, para ella, Caperucita coja. Creyendo que le ayudaría a ver las diferencias, inventé un cuento de una niña que tenía una piernecita más corta que la otra, y que andaba a saltos por el bosque, y que, en uno de sus paseos, se encontró con el “bobo felón”. No tuve éxito, pues ignora lo que es ser felón, y la historieta discurrió por cauces más bien abstractos para una niña tan pequeña.

Pero los adultos no ignoramos que nuestra historia real está plagada de felones, que actúan como si fueran bobos, aunque no hacen más que aprovecharse de que estamos cojos, y que esta cojera nos impide alejarnos corriendo de su intención de engañarnos.

No hace falta realizar encuestas de aceptación para saber a ciencia cierta que nuestra inocencia de caperucitas ha sido traicionada a mansalva. No se libra del lastre de desfachatez, trampas y, en suma, felonía, ninguna de las instituciones. Aunque, por supuesto, estemos convencidos de que los que engañan son minoría, son más que suficientes. En este bosque de despropósitos, nos encontramos a cada dos pasos por gentes aviesas que, fingiéndose bobos, han utilizado, no solo nuestra credulidad, sino el prestigio de las instituciones en las que desempeñan sus cargos, en su propio beneficio y abusando de nuestra necesidad.

No preciso citar a nadie, porque el mal está ya en boca de todos. No hay un hueco, del rey abajo, ninguno, en el que no haya señales de malicia. Veo a los bobos felones contestando, taimados, a nuestras preguntas de ¿Por qué lo hicisteis?

-Para servirte mejor.
-Porque no podíamos estar al tanto de todo.
-Ya les habíamos advertido de que no lo hicieran.
-Hay que mantener la presunción de inocencia.
-No se podía actuar de otro modo.
-Todos han hecho lo mismo.

Pues ya lo ven, están descubiertos. Aliado insospechado, el diablo cojuelo ha levantado uno tras otro los tejados de esta ciudad para poner al descubierto las desnudeces de los que se creían bien pertrechados, disfrazados de corderos, esto es, de bobos, de bien intencionados.

¿Cómo acabará el cuento? No lo se muy bien, pero veo cada vez más aislados a los que carecen de razones para justificar el tamaño de sus ganancias, lo desmesurado de sus gorros de oropel, la camisa abultada por las bolsas que birlaron. Somos muchos los que estamos del lado de las Caperucitas cojas. Y esperamos que aparezca en acción el leñador de la verdad, ése que, abriendo el vientre de la desfachatez, saque de nuevo a la luz nuestra esperanza, sana y salva.

Veo que en el bosque hay algunos leñadores, ocupados en recoger ramas y astillas y evitando afectar a los árboles altos de este bosque.

Mi tendencia al pesimismo me indica que los jugos gástricos de la codicia han debido haber hecho de las suyas, y, cuanto más tardemos, más convertidos en piltrafas encontraremos los buenos deseos que se han engullido. Mientras creemos estar atendiendo a las explicaciones sobre el estado de nuestra democracia y la recuperación de la economía, interesándonos por lo que pensamos son las respuestas sinceras de la abuela, lo que escuchamos son los argumentos perversos de los lobos feroces, digo, de los bobos felones, que siguen tragando Caperucitas.

FIN

Archivado en:Cuentos y otras creaciones literarias, Sociedad Etiquetado con:abstracto, bobo felón, caperucita coja, cuento, cuento de otoño, democracia, engaño, escena, felonía, leñador, lobo feroz, nieta, pierna, vocalizar

Cuento de Otoño: El Viaje al centro de Facebook

13 noviembre, 2013 By amarias2013 Dejar un comentario

Sobre las aventuras resultantes del carácter intrépido de Amalio Mentiría se podrían escribir enciclopedias. Apenas gateaba, y ya introdujo sus delicados deditos en un enchufe, pretendiendo comprobar de dónde provenía aquella fuerza que iluminaba las habitaciones (esa, al menos, fue la explicación que dio su madre a la ATS cuando le trataron las quemaduras).

Recién incorporado a la guardería, fue él y no otro, quien dejó en evidencia a la cuidadora que había sido contratada para cubrir una suplencia, levantándole las faldas en un descuido, y permitiendo así comprobar al padre Emeterio que no llevaba ropa interior, lo que en un invierno tan crudo resultaba, cuanto menos, sorprendente.

Tendría Amalio quince años cuando se propuso una aventura insólita: viajar al centro de Facebook, emulando -como se podría haber deducido- el viaje ideado por Julio Verne al Centro de la Tierra (libro que, por supuesto, el chico no había leído, pues estaba especializado en la técnica de los mensajes de un máximo de 125 caracteres).

Lo comentó con su mejor amigo real, Porfirio Resentido.

-¿Por qué no me acompañas? -le animó, mientras se fumaban la clase de Matemáticas.
-No le veo la gracia. Con Tuenti tenemos suficiente. Además, no veo para qué queremos más amigos- Fue la respuesta de Porfirio, que pasaba por sensato.
-Ahí está el tema. Se trata de tener el número máximo de amigos. El objetivo sería llegar a tener a toda la población mundial como amigos.
-Pero -objetó Porfirio-. Habrá algunos que no tengan perfil en Facebook, quizá ni siquiera ordenador.
-No importa -replicó Amalio-. No creo que haya nadie que no esté en alguna red social. Estaría muerto.

La idea, aunque descabellada, atrajo a Porfirio. Se trataba, en esencia, de avanzar, como en el truco de la pirámide, incrementando amigos y amigos, hasta cubrir el orbe (ya se sabe: esa fórmula perversa por la que una persona con la que hace años que no te ves te comunica en letras mayúsculas que hay que salvar a un niño en Bangla-Desh, aquejado con lepra percolante y que, para ello, es necesario llegar a 5 millones de peticiones al Director del Instituto Médico de Kuala Lumpur, por lo que debes enviar el mensaje a veinte amigos o un rayo vengador caerá sobre tu cabeza).

Necesitaban herramental, y trabajaron en conseguirlo: traductores del español a todas las lenguas, un método para ordenar nombres de acuerdo con los alfabetos de cada una, mensajes convincentes, melifluos o amenazantes, para que todo el mundo, absolutamente todo, todito el mundo, se sintiera en la obligación de ser amigo de Amalio y Porfirio.

Porque, en los perfiles ficticios que ambos habían tenido la picardía o la desfachatez de crear -empezaron con una docena, y llegaron a alcanzar la cifra de 4.275- se presentaban de todas las maneras que se les ocurrían, tratando siempre de seducir o de amedrentar. Eran, en unos, adolescentes buscando emociones fuertes; en otros, padres de familia angustiados porque sus hijos estaban enganchados a la droga; en alguno, eran escritores buscando la publicación de sus primeros versos; llegaron a crearse un personaje que era un sacerdote de cierta religión que había apostatado; su imaginación no tenía límites, y el número de amigos crecía.

Llegaron a tener doscientos cincuenta millones trescientos veinte mil ciento tres amigos. Suspendieron todas las asignaturas de primero de ESO, pero un día de noviembre apareció en su vida un tipo con aspecto de celador de discoteca, acompañado de cuatro miembros de la embajada norteamericana, y, esgrimiendo una orden de registro, les confiscó los ordenadores, bloqueando el acceso a las nubes con las que trabajaban.

-Las hijas del presidente han filtrado información de alta sensibilidad a sus amigos en Facebook y su hijo, utilizando la red social, la ha difundido a millones de personas, generando alarma social en el mundo musulmán -Más o menos, así dijeron a los papás de Amalio, al que habían encontrado los visitantes del más allá, encerrado, como siempre, con Porfirio, pretendiendo que lo que estaban haciendo era resolviendo ecuaciones diferenciales por el método tensorial -abreviado- de las relaciones de base finita.
-¡Horror! -Fue lo único que atinó a decir la mamá de Amalio, que estaba segura de que se le iba a quemar la quiche de calabacín en el horno, con tanta conversación.
-P…pero, ¿qué han hecho los niños, en realidad? -preguntó el padre, algo más repuesto del susto preliminar, doblando la Gaceta deportiva.
-Han llegado al centro de Facebook, y, por fortuna, el problema ha sido detectado por la Defensa Nacional, pues estuvieron a punto de generar un conflicto intergaláctico.

El papá de Amalio, que había trabajado algún tiempo en el centro de investigaciones de la Consejería de Sanidad, sonrió. Así que habían llegado al centro de Facebook, tirándose el pegote desde España. Era para estar orgullosos. Y…los de la NASA aún seguían discutiendo cómo llegar a Marte, los muy torpes.

-No van a castigar por eso a unos chiquillos, ¿verdad? Como todos los centros, estaría vacío, supongo -fue lo poco que acertó a pronunciar.

(Amalio y Porfirio fueron a parar con sus huesos a un correccional para superadictos a las telecomunicaciones, en donde solo les estaba permitido usar libretas de anilla y lápices de grafito. Allí estuvieron hasta cumplir los dieciocho años, edad en la que sintieron la vocación de alistarse al Ejército de Salvación Internacional, y por ahí andan, vendiendo pulseras de plástico, pegatinas y chapas.

Desde el reformatorio, escribieron un libro que tuvo un éxito arrollador de ventas, aunque los derechos de autor nunca les llegaron. Su título era algo así como: “El poder espiritual de la sangre menstrual mezclada con vino de Rioja” (The ingestion of menstrual blood mixed with red wine increase spiritual power). Y como no lo he comprado, no voy a especular acerca de su contenido. En las redes sociales fue trend topic hasta hace muy poco)

FIN

Archivado en:Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado con:Amalio, angel arias, aventura insólita, blood, cuento de otoño, Facebook, hijas del presidente, Julio Verne, menstrual, trend topic, viaje al centro de la tierra

Cuento de otoño: Un hongo irresistible

4 noviembre, 2013 By amarias2013 Dejar un comentario

La excepcional afición de Diodoro por desentrañar los misterios de la naturaleza, que se manifestara desde la temprana niñez en tantas facetas, se concretó relativamente pronto en la micología.

Todo micólogo que se precie debe ser también un micófago aceptable, pues se puede decir que, en este arte como en todos, la satisfacción ha de compartirse entre la totalidad de los sentidos.

Diodoro no era, en el campo de las setas, una excepción. Seccionado o desprendido el carpóforo, con el cuidado que es de suponer, de sus hifas o micorrizas, escudriñaba entre las láminas y capelos, confirmando escotaduras, decurrencias, situaciones glabras, vulvosas o pilosas.

Si así le aparecía necesario, reforzaba la investigación con un cristal de aumento o unos frascos con sustancias colorantes que llevaba en un pequeño maletín, colgado de un cinto, para que no le estorbase el fácil acceso al cesto de mimbre en el que acababa depositando, en dos montones, separados convenientemente, los hongos comestibles de los que no lo eran.

Era tanta la ciencia de Diodoro, tanta la información que, con el transcurso de los años había asimilado sobre hongos, que raras veces faltaba a ese proceso identificatorio, la satisfacción intelectual de poner un nombre exacto a la seta recolectada. Cinco nombres, para ser más precisos: el vulgar, en cada una de las cuatro lenguas vernáculas y el que correspondía a la clasificación de Linneo que, como es sabido, admite incluso variantes y, a su vez, se compone de dos y hasta tres palabras.

La intelectual era rematada con la satisfacción de la ingesta del hongo. Cierto que, a base de primaveras y otoños, Diodoro no sentía ya el mismo placer de comerse sus múltiples raciones de setas, preparadas de las más variadas maneras, salteadas, asadas, rellenas, crudas o cocidas al vapor; solas o acompañando guisos; en bechamel o en rodajitas.

No era ya así. La ingesta se había convertido más bien en una obligación, un deber. Incluso alguna de las variedades que figuraban como comestibles en los múltiples manuales que abarrotaban su biblioteca monocromática, le llegó a provocar diarreas y hasta vómitos, seguramente por incómoda saturación del estómago o del intestino por constituyentes potencialmente indigestos.

Por supuesto, con las que aparecían como dudosas en los manuales o como venenosas o peligrosas para la salud, incluso las que podían resultar alucinógenas, no entraban en el cuerpo de Diodoro, que se limitaba a fotografiarlas, si era el caso, y las dejaba, llamándolas por su nombre, en el lugar en donde las había hallado, respetuoso como era de los misterios de la madre naturaleza.

La historia hubiera sido simple y sin interés, sino fuera porque el tal Diodoro, un otoño, paseando con su cesta y abalorios por parajes de la sierra de Aizkorri, se encontró con un corro de setas, de notable porte, que habían crecido aparentemente en campo abierto, aunque a cierta distancia de un alerce.

Tenían el sombrero parcialmente umbelonado, pero no eran cabezas de fraile, porque aún se veían, en los ejemplares más jóvenes, restos de lo que debía haber sido vulva o volva, aunque, al desenterrarlas, no encontró vestigios. En la parte baja del sombrero, no había láminas, sino unos como tubos, pero que más bien se aproximaban a púas, aunque, por la época y lugar, no podrían ser hydnum repandum, sino, más bien, ¿de la subespecie pantherina?.

¿Y qué decir del pie, ventrudo, adelgazado en la base, con unas manchas ferruginosas, no imputables a la esporada, casi blanca, sino, tal vez, al roce con el mero aire?

Diodoro seleccionó los ejemplares que le parecieron mejores, por más representativos y, abandonando la búsqueda de más boletos, hongos o carpóforos, estuvo escaso de tiempo en volver a su casa, y sumergir la testa entre las decenas de libros en las que creyó encontrar ayuda para identificar su hallazgo.

Pasó la noche, y nada avanzó. Cuando le parecía que tenía ya puesta al descubierto la identidad de aquellas setas, una observación más pertinaz, daba un vuelco a la hipótesis. La esporada a veces see le antojaba blaco ocrácea y otras, rojo pardusca, la carne era por momentos consistente y por situaciones, cedente a la presión digital. El olor, a rábano, pero, bien mirado (es decir, olido) podría ser también a almendras o incluso a membrillos revenidos.

Fuera como fuese, sin aguantar ya más la incertidumbre, y aún manteniendo el misterio de la identidad de aquellas setas, el alba encontró a Diodoro preparándose un guiso con ellas. Hizo, en fin, lo que tantas veces el mismo había desaconsejado hacer.

Era aquella la que se apoderó de él, como hubiera reconocido más tarde, de haber tenido ocasión, una tentación irresistible, el deseo de penetrar gustativamente en el misterio del ser y no ser de aquella muestra rebelde de la naturaleza, que se defendía de ser catalogada. Al menos, para él, Diosdoro, tocado en su orgullo fibroso de micólogo.

Tenía que probarla.

Como no quería enmascarar el sabor, apenas si puso una base de aceite en la sartén, añadió una pizca de sal, y, sentándose a la mesa, probó un poco. Excelente. La carne era sólida, el sabor fúngico con un regusto a asado de cordero, el olor que se desprendía al masticar, propio de un manjar solemne.

Comió todo el contenido de la sartén, sintiéndose feliz. Muy feliz.

Cuando, a mediodía, como acostumbraba, la chica de la limpieza, que disponía de una llave, entró para arreglar el apartamento de Diodoro, lo descubrió volcado sobre la mesa del comedor, con un lápiz agarrado en la mano, junto a una hoja de papel, en la que había escrito, con letras gigantescas:

“NO COMER. ESPECIE VENENOSA.”

Pero no había logrado identificarla, parece.

FIN

Archivado en:Cuentos y otras creaciones literarias, Cultura, Restauración Etiquetado con:angel arias, capelo, carpóforo, cuento de otoño, envenamiento, éspecie, glabra, hifa, hongo, identificación, indigestión, lámina, micófago, muerte, seta, venenosa, vulvo

Cuento de otoño: La empresa más rentable

26 octubre, 2013 By amarias2013 Dejar un comentario

Cuando consiguió la licenciatura en Economía empresarial aplicable, Jorge Policarpo Méndez de Poliedro y Otrasierbas, lo festejó mucho. Al disipársele el dolor de cabeza de las prolijas libaciones, se propuso aplicar todo lo que sabía, montando una empresa de inmediato.

Como no estaba para dispendios inútiles, Méndez de Poliedro, se autoimpuso tres condiciones: debía ser una empresa con óptima rentabilidad, precisar de una inversión mínima y contar con el menor número de empleados posible.

Poliedro era imaginativo, pero tampoco era cuestión de reinventar la rueda, así que, con la inestimable ayuda de internet y una impresora, se hizo con la relación de todas las empresas que se habían creado en los últimos diez años en su país. Las separó por objetos sociales, empleando las palabras clave que tuvo a bien, y, finalmente, en lugar de ordenarlas siguiendo el alfabeto, las clasificó (automáticamente, por supuesto), según la cuantía del capital social declarado.

No tuvo tan claro cómo podría deducir la rentabilidad de los emprendimientos, por lo que se contentó -de momento- con recoger del registro informático las empresas que se habían disuelto en los últimos diez años, y las ordenó, igualmente, por objetos sociales y capitales comprometidos.

Para su confusión y horror, encontró que eran tremendamente coincidentes. Cumpliendo con el principio de la energía que indica que todo lo que se crea, se destruye, las empresas morían masivamente en períodos máximos de diez años y dejaban el sitio a otras que, cambiando alguna que otra palabra, o perspectiva, hacían lo mismo.

Puede que mejor o más rápido, o con menos personal y más rentables, pero el registro mercantil nada expresaba que permitiera aclarar esos supuestos. Las empresas nacían, crecían, languidecían y morían, como salmones que acuden, ya cumplido su ciclo vital, a desovar al río en donde se criaron de alevines, sirviendo de alimento para que osos, zorros y zancudas se entiendan con el suyo.

Descorazonado al ver que su idea original se desvanecía en cuanto a sus pretendidos propósitos, elucubró acerca de lo que podría ser su objetivo empresarial si tuviera que resolverlo matemáticamente. Máxima rentabilidad, mínimo riesgo, una dotación de personal en nada redundante.

Como Poli era ingenioso, plasmó esas condiciones en un software bastante sofisticado que, a la manera de esos programas de generación de poemas que combinan al azar palabras (sujeto, verbo y predicado) entre las que suponen rima (consonante o asonante, según gustos), permitía obtener como resultado (output) varias opciones válidas, de acuerdo con el problema de contorno planteado (1).

Por eso, Po, siguiendo fielmente lo propuesto por el software, creó una empresa de fabricación de humo. Y, según me ha contado, le va bastante bien.

No ha invertido un euro, ha generado su puesto de trabajo y, por lo que parece, le van a dar el premio a mejor empresario del año, como mejor idea para salir zumbando de la crisis.

Como Po es conocido desde los tiempos del parchís, quise satisfacer mi curiosidad preguntándole en directo:

-¿Fabricar humo? ¡Tío! ¿Y quién es tu clientela?

Jorge Policarpo Méndez de Poliedro y Otrasierbas me miró de hito en hito:

-Clientes somos todos -me espetó.

Y se fue tan campante.

—-
(1) Es decir, Boundary values in complex connected domains.

FIN

Archivado en:Cuentos y otras creaciones literarias, Economía Etiquetado con:angel arias, creación, cuento de otoño, economía, empleo, empresa, generación, humo, ordenadores, rentabilidad

Cuento de otoño: Pura filosofía

18 octubre, 2013 By amarias2013 Dejar un comentario

Si destacaba a simple vista por algo de entre sus compañeros, era por ser el más feo. Corto de estatura, demasiado gordo y fofo, pelo largo grasiento (con permanente aspecto sucio). Además, olía mal: sus glándulas sebáceas mantenían una secreción incontrolable, apestosa.

Se llamaba Anastasio Plínton, pero en la Universidad lo conocían como Platonín, por su afición a elucubrar.

Todas estas características negativas no le impedían sostener un interés general por todo el sexo femenino, ofreciendo un espectáculo más bien lamentable. Perseguía a sus colegas de clase de Filosofía con un encono admirable, tratando de seducirlas con la única arma que controlaba: su capacidad intelectual.

Se consideraba sin duda, el más inteligente de su grupo.

Aunque no los conocía a todos, estaba persuadido de ser el más listo de toda la Facultad. Puede que incluso fuera una de las personas más inteligentes de su generación, si es que se pudiera realizar una prueba comparada de los coeficientes intelectuales que resultara objetivamente neutral.

-He estado pensando toda la noche en mi teoría general -era, por ejemplo, la manera que había elegido aquel día para acercarse a Lolita Preciosa, una morena jacarandosa, que tomaba apuntes de Historia de los Pensamientos Frustrados en una libreta con las tapas ilustradas con fotos de Ricky Mortesten, el capitán de la selección de rugby de Malagascar.

-¿Y? ¿Has conseguido con ello aliviar tu tensión sexual? -podía ser la observación pertinente/impertinente de la señorita Preciosa, mientras se cambiaba de sitio, sentándose en un banco varias filas atrás, dejando tras sí un hálito a agua de colonia bendecida por sus hormonas.

Por esta razón y otras similares, conducido de la mano por su obsesión de desechar las opciones menores, dado el escaso tiempo disponible en una vida humana para llegar a conclusiones, Platonín no perdía el tiempo entablando conversación con sus colegas masculinos.

En verdad, lo perdía pretendiendo captar la atención de sus jóvenes compañeras, porque estaba convencido de que para la excitación intelectual de las terminaciones neurológicas que discurren por el cerebro, se precisa contar con estímulos sexuales, y, cuanto más intensos sean éstos, mejor.

Poco a poco, sin embargo, Platonín parecía estar consiguiendo perfeccionar su teoría general del orbe, a pesar de las antedichas limitaciones conductuales. Así lo había anunciado varias veces a lo largo del curso, a sus admiradas, sin que ninguna le prestara la menor atención.

A Marisa Tabernáculo le contó que estaba poniendo por escrito sus conclusiones, blanco sobre negro, pé sobre pá, como suele decirse, para que sirviera de guía con la que encontrar la salida del cosmos, el agujero de la eterna sabiduría.

-He descubierto algo muy curioso. Cuanto más avanzo en el saber, menos ideas necesitaba para expresarlo. Por eso, las quinientas páginas de que constaba mi teoría, en este momento, las tengo reducidas a cientoventisiete.

Si la señorita Tabernáculo le hubiera dedicado un minuto, solo un minuto, durante las semanas siguientes, habría podido enterarse de que el número de páginas con las que Platonín trataba de expresar su teoría se reducía a pasos agigantados.

-En este momento, trabajo en solo diez páginas -contó un orgulloso Anastasio Plínton a una displicente Merche Parodontosia, algunas quincenas más tarde.

Nadie pudo contrastar la poderosa construcción intelectual, porque no hubo ocasión de conocer ese documento que tan velozmente adelgazaba su espesor, mientras (todo hay que decirlo) Platonín engordaba.

Para sorpresa de algunos, Platonín no pudo terminar la carrera de Filosofía, que tan brillantemente había comenzado (había obtenido dos Matrícula de Honor, sin necesidad de examinarse, por asistencias, preguntas pertinentes y puntos de buena conducta, respectivamente, en Las Construcciones Subliminales Espinocianas y en Pensamiento Colateral Restringido).

Cuando se estaba ya a punto de convocar los exámenes finales, entró en una profunda depresión, desapareciendo de las aulas. El rumor era que su tensión por saberlo todo lo había conducido a La Cadellada, manicomio local del que, como se conoció años más tarde, no consiguió salir más que con los pies por delante.

Nadie pudo valorar, pues, las conclusiones del pobre recluído (diagnosticado, como tantos otros que confiaron excesivamente en sus propias posibilidades, del mal de “haberse pasado” -pasóse, como dicen en Asturias-; en este caso, por su extema dedicación a las redes de la filosofía).

Por casualidad, hojeando el otro día los libros más polvorientos de la Biblioteca de la Facultad (cuyo nombre actual es, para ser exactos, Universidad del Pensamiento Unico Polivalente), con la intención de preparar unas lecciones sobre La Autosuperación de los Déficit Cognoscitivos, que estoy invitado a pronunciar en la Universidad Internacional de Sama de Langreo, encontré en uno de ellos una hoja plegada por su mitad.

Estaba escrita a máquina, y en los caracteres tipográficos reconocí, sin posibilidad de confusión, la manufactura de Anastasio Plínton, porque todas las eñes tenían la tilde primorosamente superpuesta a mano, debido a que el frustrado filósofo todo lo escribía con una máquina alemana que perteneciera a su abuelo, y que éste había comprado en Leipzig a un violinista.

Sin que nadie lo advirtiera, asombrado de la intensidad que me provocó su lectura, bastante asustado, recogí el papel, y lo introduje al desgaire en mi mochila campera, ahí junto a la fiambrera con el sándwich de queso y anchoas y la manzana reineta que llevaba aquella mañana para el almuerzo, que suelo tomar en los bancos del Paseo de los Patos, en el Campo de San Francisco.

Lo guardo, como oro en paño, entre mis documentos más preciados: las cartas de amor que intercambié con Lolita Preciosa, el recorte de un periódico en el que se reseñó mi primera conferencia sobre las Cosas que Verdaderamente Interesan Y Las Que Tampoco, y una colección de noticias curiosas, que espero poder ordenar algún día.

Quién lo hubiera dicho de Platonín. Todos hubiéramos jurado que estaba loco.

FIN

Archivado en:Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado con:Anastasio, angel arias, Campo de San Francisco, cuento de otoño, fórmula magistral, inteligencia, inteligencia emocional, La Cadellada, Platonín, Plínton, Preciosa, pura filosofía, Sama de Langreo, Universidad

Cuento de otoño: Guillermo de vacaciones en Spain

17 octubre, 2013 By amarias2013 Dejar un comentario

Sería en Inglaterra la hora del té, aproximadamente, cuando la Sra. Fernández de Litio (emparentada, por línea materna, con los González de la Buena Mesa), se lo comunicó a su hijo, Fernandito, al que todos llamaban Nito.

-Mañana vendrá a pasar unos días con nosotros el hijo de los Brown, Guillermo. Es decir, Willy.

Nito, que estaba preparándose un bocata con dos lonchas de jamón serrano que acababa de coger de la alacena, no disimuló su disgusto.

-No conozco a ningún Willy, -dijo, dando un mordisco descomunal al bocadillo, por lo que apenas se le entendía. Pero su madre sabía leer incluso su pensamiento.

-No hables con la boca llena -le recriminó su madre-. Yo tampoco lo conozco. Tu padre hizo amistad con el suyo, que es un hombre de negocios, y han decidido que paséis una temporada con cada familia.

La cuestión era no solamente no conocía a ningún Willy, Guillermo, o como quiera que se llamara el hijo de los Brown, sino que, además, como se creyó en la obligación de recordar, por si hacía falta, era justamente pasado mañana cuando se iría de campamento de verano con los compas del colegio al bosque de Muniellos.

-No te preocupes, por eso. Papá ya habló con el Hermano Pablo y Guillermo puede ir con vosotros. Haréis muy buenas migas, seguro.

Al día siguiente, Nito, su mamá y el chófer de la fábrica del papá, fueron a recoger a Guillermo a la estación de autobuses de Gascona. Por unos instantes, creyeron que el niño habría perdido la conexión, porque no aparecía por ningún lado.

Bajó gente muy seria con sombrero de ala redonda y bigote recortado, una señora mayor que, al parecer, vivía en Santa Susana, porque eso dijo cuando cogió el único taxi que había en la parada, varios estudiantes que festejaban haber aprobado el primer examen para ingreso en la Escuela de Ingenieros Industriales (no todos, quizá solo uno de ellos, aunque todos parecían igual de contentos), dos jóvenes amigas que trabajaban de enfermeras en la clínica de la Concepción y venían de permiso,…

Por fin, una señora de cierta edad, puso pie en tierra, tirando, bien agarrado a su mano, de un jovenzuelo de pelo negro alborotado, vestido como para ir al polo norte. Así de abrigado estaba.

Era, sin duda, Guillermo Brown. Zapatos sucios de barro seco, medias caídas, señales de viejas cicatrices de peleas libradas con monstruos imaginarios en piernas y rodillas… Y una locuacidad imparable. Parecía estar discutiendo de algo muy importante, vital, con la señora que lo acompañaba, aunque, como hablaban en inglés, los que esperaban en el andén no entendían ni papa.

Guillermo gesticulaba y señalaba, con la mano libre, hacia el interior del autobús.

-¿Es Ud. la señora Fernández? -preguntó a la señora Fernández la recién llegada, sin soltar su presa de la mano. Y sin esperar respuesta, continuó:

-Este es el niño, Guillermo. No sabe hablar español, y ha perdido o le han robado la maleta en el aeropuerto de Barajas. Está convencido que ha sido un tal Emilio Salgari.

Guillermo tenía entonces once o doce años, los mismos que Nito. Los dos niños se miraron, sin intercambiar una sola palabra.

En un descuido, Guillermo volvió a entrar en el autobús, y volvió con un libro. El pequeño inglés no traería equipaje, pero ahora mantenía un libro en la mano, que alargó, acompañado de una larga perorata en su idioma, a su colega infantil.

El libro estaba escrito en español, editado por la Editorial Molino. Su título era “Guillermo el salvaje” y su autor (después se supo que era, en realidad, una señora) era Richmal Crompton.

Las vacaciones en Muniellos resultaron inolvidables. Por aquel entonces, no había problemas en hacer una acampada en aquellos parajes, en donde la naturaleza guardaba montones de secretos, que los mayores nos trataban de desvelar, pero que los niños mezclábamos con buenas dosis de fantasía, haciéndolos más interesantes.

Los pequeños excursionistas pescaron truchas dejando anzuelos durmientes en los arroyos, aprendieron a distinguir acebos, serbales y alisos, descubrieron que había plantas con raíces comestibles (y, mucho más interesante, dos o tres muy venenosas, según fueron advertidos) y un par de ellos, cuando se perdieron, creyeron haber visto un urogallo.

Por las noches, en torno al fuego que hacían los monitores, Guillermo Brown contaba alguna de sus muchas aventuras, que uno de ellos, Perico Trullo (el hijo de un panadero del Fontán), que estaba estudiando filología inglesa, traducía con soltura.

Se hizo muy popular entre los escolares, especialmente cuando, utilizando su facilidad para imitar sonidos, le hizo creer al Hermano Pablo que un oso se le había colado en la tienda de campaña. Fue divertido ver correr al fraile en calzoncillos marianos, rezando padrenuestros como un poseso.

¿O es que esto no sucedió, y nos lo imaginamos también?

Encontré por casualidad a Nito el otro día y, cuando le pregunté, me dijo que conservaba el libro. Había perdido una de sus tapas rojas, pero en todo lo demás, se mantenía en buen estado.

-¿Tienes los demás libros de la colección? -le pregunté.

-¡Ah! ¿Pero había más libros? -me contestó, en tono distraído. Sin esperar respuesta, dándome una palmada en la espalda, me apartó a un lado, con una brusquedad que me molestó-. Perdona, pero llevo prisa. Ya hablaremos con calma otro día, y recordaremos viejos tiempos. ¿Nos llamamos, eh?

No tengo idea de dónde localizarlo, después de tanto tiempo. Pero tenía que haberle dicho que conservo los 38 libros de la colección.

Incluso, de tarde en tarde, abro uno al azar y releo cualquiera de los relatos. Puede que, en mi fuero interno, tenga la ilusión de beber en las fuentes de la juventud, esa que tanto Nito como yo, como todos cuantos crecimos y nos hicimos mayores, y envejecimos, mientras Guillermo permanecía inalterable, hemos perdido para siempre.

FIN

Archivado en:Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado con:angel arias, cuento de otoño, Editorial Molino, guillermo brown, Muniellos, Richmal Crompton, willy

  • 1
  • 2
  • Página siguiente »

Entradas recientes

  • Vacunas
  • Desperdicios
  • Partidos sin política
  • Primera Precisión de la Forma Caótica
  • Tránsfugas
  • Poesía, bosques y gorriones
  • Poeta invitado de la AECC en el Día de la Poesía
  • Lectura de poemas en apoyo a la AECC
  • La batalla por Madrid, versión 2021
  • Reflexionando sobre el futuro tecnológico
  • Descalabrando el centro
  • En el día de la mujer trabajadora
  • Paradojas, escisiones, culpas
  • Interesantes conferencias virtuales organizadas por el Club Español del Medio Ambiente
  • Concha Quirós, librera. D.E.P.

Categorías

  • Actualidad
  • Administraciones públcias
  • Administraciones públicas
  • Ambiente
  • Arte
  • Asturias
  • Aves
  • Cáncer
  • Cartas filípicas
  • Cataluña
  • China
  • Cuentos y otras creaciones literarias
  • Cultura
  • Defensa
  • Deporte
  • Derecho
  • Dibujos y pinturas
  • Diccionario desvergonzado
  • Economía
  • Educación
  • Ejército
  • Empleo
  • Empresa
  • Energía
  • España
  • Europa
  • Filosofía
  • Fisica
  • Geología
  • Industria
  • Ingeniería
  • Internacional
  • Investigación
  • Linkweak
  • Literatura
  • Medicina
  • mineria
  • Mujer
  • Personal
  • Poesía
  • Política
  • Religión
  • Restauración
  • Sanidad
  • Seguridad
  • Sin categoría
  • Sindicatos
  • Sociedad
  • Tecnologías
  • Transporte
  • Turismo
  • Uncategorized
  • Universidad
  • Urbanismo
  • Venezuela

Archivos

  • abril 2021 (2)
  • marzo 2021 (11)
  • febrero 2021 (6)
  • enero 2021 (6)
  • diciembre 2020 (17)
  • noviembre 2020 (9)
  • octubre 2020 (5)
  • septiembre 2020 (5)
  • agosto 2020 (6)
  • julio 2020 (8)
  • junio 2020 (15)
  • mayo 2020 (26)
  • abril 2020 (35)
  • marzo 2020 (31)
  • febrero 2020 (9)
  • enero 2020 (3)
  • diciembre 2019 (11)
  • noviembre 2019 (8)
  • octubre 2019 (7)
  • septiembre 2019 (8)
  • agosto 2019 (4)
  • julio 2019 (9)
  • junio 2019 (6)
  • mayo 2019 (9)
  • abril 2019 (8)
  • marzo 2019 (11)
  • febrero 2019 (8)
  • enero 2019 (7)
  • diciembre 2018 (8)
  • noviembre 2018 (6)
  • octubre 2018 (5)
  • septiembre 2018 (2)
  • agosto 2018 (3)
  • julio 2018 (5)
  • junio 2018 (9)
  • mayo 2018 (4)
  • abril 2018 (2)
  • marzo 2018 (8)
  • febrero 2018 (5)
  • enero 2018 (10)
  • diciembre 2017 (14)
  • noviembre 2017 (4)
  • octubre 2017 (12)
  • septiembre 2017 (10)
  • agosto 2017 (5)
  • julio 2017 (7)
  • junio 2017 (8)
  • mayo 2017 (11)
  • abril 2017 (3)
  • marzo 2017 (12)
  • febrero 2017 (13)
  • enero 2017 (12)
  • diciembre 2016 (14)
  • noviembre 2016 (8)
  • octubre 2016 (11)
  • septiembre 2016 (3)
  • agosto 2016 (5)
  • julio 2016 (5)
  • junio 2016 (10)
  • mayo 2016 (7)
  • abril 2016 (13)
  • marzo 2016 (25)
  • febrero 2016 (13)
  • enero 2016 (12)
  • diciembre 2015 (15)
  • noviembre 2015 (5)
  • octubre 2015 (5)
  • septiembre 2015 (12)
  • agosto 2015 (1)
  • julio 2015 (6)
  • junio 2015 (9)
  • mayo 2015 (16)
  • abril 2015 (14)
  • marzo 2015 (16)
  • febrero 2015 (10)
  • enero 2015 (16)
  • diciembre 2014 (24)
  • noviembre 2014 (6)
  • octubre 2014 (14)
  • septiembre 2014 (15)
  • agosto 2014 (7)
  • julio 2014 (28)
  • junio 2014 (23)
  • mayo 2014 (27)
  • abril 2014 (28)
  • marzo 2014 (21)
  • febrero 2014 (20)
  • enero 2014 (22)
  • diciembre 2013 (20)
  • noviembre 2013 (24)
  • octubre 2013 (29)
  • septiembre 2013 (28)
  • agosto 2013 (3)
  • julio 2013 (36)
  • junio 2013 (35)
  • mayo 2013 (28)
  • abril 2013 (32)
  • marzo 2013 (30)
  • febrero 2013 (28)
  • enero 2013 (35)
  • diciembre 2012 (3)
abril 2021
L M X J V S D
 1234
567891011
12131415161718
19202122232425
2627282930  
« Mar