La expresión “cálculos sublimes” sonará al lector que lo oiga por primera vez a pedantería nacida de algún obseso por las matemáticas. No es este el lugar para descabalgar de la burra a quien padezca de la, por otra parte, disculpable ignorancia, con -pretendidos por docto-s argumentos acerca de lo que, en un tiempo que aún no está tan lejano, se entendía por esta disciplina académica.
Baste decir ahora, para lo que pretendo con este modesto Cuento, unas pocas palabras para hacerle ver al lector que por la disciplina académica de Cálculos sublimes, se enseñaban hace unos ciento cincuenta años, las innovadoras teorías de derivadas e integrales, en las que el modelo francés ya nos había precedido, y que se consideraban esenciales para adquirir el título de Dr. en Ciencias y para avanzar, tanto en la ingeniería como en la filosofía.
No se ha vuelto a emplear, tal vez por vergüenza, la calificación de “sublime” para aquellas materias a las que el responsable de la ordenación académica otorga un gran valor formativo. En el lenguaje vulgar, la expresión ha quedado reducida al ámbito de la pedantería, pero en la modalidad cutre. Sin embargo, la encuentro más adecuado que esos apelativos y afijos que ahora tanto proliferan, como guay, super, hiper, maxi, que me suenan a lo mismo que el chanchi piruli que empleaban, no hace mucho y con la misma intención, las educandas en cursilería.
Hay un pueblo imaginado en el que la palabra Sublime se sigue empleando como distintivo de valor. En ese lugar, cuyos habitantes disfrutan de una excelente bonanza, existe desde hace años la Universidad de Enseñanzas Sublimes. Sus egresados son personas muy respetadas y ocupan, salvo escasas excepciones, cargos de la mayor importancia en la estructura económica y social. Ese prestigio no tiene comparación, sin embargo, con el que merecen a todos, quienes enseñan en ella.
Sin conocer aún cuál era la razón del éxito del pueblo que concedía tanta proyección a los Conocimientos Sublimes, y deseando penetrar en sus misterios, -para copiarlos-, una delegación de personajes distinguidos del, por nosotros conocido lugar llamado Valgamediós, viajó a ese sitio de mérito.
-Estoy seguro que la clave está en la profundización en las funciones de variable compleja -indicó, con máximo convencimiento, el catedrático de Laplacianas y Series, que había dedicado treinta años de su vida al estudio de las soluciones al Enigma de Poniatowsky, teniendo publicados varios libros sobre el tema, aunque, desgraciadamente, no había conseguido resolverlo.
-No lo creo así -arguyó el Presidente de la Comisión de Legislación Efímera, que acababa de ser elegido por unanimidad entre los especialistas de esa rama del Derecho-. El carácter sublime de una organización descansa en su capacidad adaptativa, para destruir en pocos días lo que se haya tenido por intocable en la legislatura anterior.
Y así, mientras el avión fletado especialmente para el caso conducía a la expedición al lugar tan remoto que había que dar dos vueltas al mundo para alcanzarlo, todos los miembros del equipo de Valgamediós expresaban sus teorías, mientras bebían botellín tras botellín de un líquido de color rosa que distribuían, gratuitamente, las azafatas, y que promocionaba un futbolista de élite.
-¡Delicioso brebaje! -comentó Blandelina Lauredada, que había ingerido varios combinados; y preguntó, seguidamente a la azafata que le estaba sirviendo el quinto vaso del mejunje- Es afrodisíaco, ¿verdad?
-No sé exactamente. -fue la prudente contestación- La etiqueta solo pone que es alienante.
Cuando, después de un ligero descanso por el doble cambio de horario que habían tenido que soportar, se reunieron todos en la Academia de Sublimes de aquel lugar afortunado al que habían acudido para aprender y copiar, recibieron la última instrucción del Presidente de la Expedición:
-Sobre todo, no hagáis preguntas donde se evidencie vuestra ignorancia. Preguntad por lo que sabéis y hacedlo de la forma más ininteligible.
Con un excelente ánimo, se agruparon en el Salón de Recepciones Ilustres de la Academia de Sublimes. Allí, después de unas breves palabras de bienvenida, el Presidente de la Academia, un anciano de luenga barba que se apoyaba en un bastón hecho de ideas, dijo:
“Ustedes han venido aquí, según me han dado a entender en su pensiograma, porque desean entender la razón por la que nuestra sociedad tiene tanto éxito. Podría decirles que sabemos cuál es esa razón, pero les mentiría. No hay una sola razón. Solo estamos seguros de la bondad del método con las que las perseguimos: consideramos algo “sublime” cuando nos permite explicar el fundamento de algo que nos ha sido útil. A posteriori.
“Tal vez Vds. hayan leído el discurso que pronunció un sabio en 1906, cuando le concedieron el premio Nobel por sus investigaciones sobre las neuronas. En él decía, recordando los trabajos de otro sabio, Golgi, que había sido agraciado con la distinción al mismo tiempo, que es preciso admitir que la naturaleza ha creado sistemas complicados para transmitir la información, y que no pueden explicarse desde la continuidad. Era la teoría de la neurona”.
“Por eso, siguiendo la teoría de la neurona, aquí entendemos que los conocimientos no pueden avanzar solo por profundizar obsesivamente en un tema, sino que hay que conceder atención especial a la transmisión por inducción, a la influencia a distancia, a la creación de núcleos, aparentemente independientes, pero que sean capaces de relacionarse de vez en cuando.
Los expedicionarios se miraron, mientras tomaban notas. No parecían haber entendido mucho de lo que estaban escuchando.
-Perdón -dijo el Director General de Innovaciones de Valgamediós- eso que nos dice resulta muy abstracto. ¿Dónde podríamos profundizar en esa cuestión? ¿Qué material nos aconseja?
El Presidente de la Academia de Sublimes miró al interpelante, y señaló uno de los cuadros que colgaban de las paredes de la sala.
-Pensé que lo conocerían. Son palabras de Santiago Ramón y Cajal.
Aliviados al parecer, los expedicionarios siguieron tomando notas.
FIN
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