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Cuento de primavera: El amorcillo despistado

21 mayo, 2014 By amarias Dejar un comentario

Poco el mundo sabe que los amorcillos, que han sido representados no pocas veces en frescos y pinturas, existen. Esos niños imbuidos de una infancia eterna, que juguetean, inconscientes de su desnudez voluptuosa, con flechas, mariposas, racimos de uva o copas de vino, tienen la misma realidad que faunos, náyades, dioses, sátiros o bacantes, por nombrar solo algunos de los innumerables seres que pueblan el universo de la Mitología.

Entre los amorcillos, los hay más hermosos o más feos, más o menos atrevidos, poco o nada sensatos. Sus mentes infantiles al fin y al cabo, no han podido ni podrán madurar ni adquirir vicios o malicias, y, por tanto, son, en su capacidad de improvisar sin valorar las consecuencias de sus actos, imprevisibles.

No existen, hasta donde se conoce, guarderías celestiales, por lo que los amorcillos campan libremente por todo lo largo y ancho del espacio disponible. Siendo éste, ene-dimensional e infinito, y a pesar de ser ellos muchos, sería una rareza improbable encontrarse con alguna de estas criaturas, sino fuera porque, como moscas a la miel o granos a la cara de la adolescente, tienden a juntarse en tropeles allí donde se reúnen los humanos, teniendo especial predilección en aplicar sus juguetones ardides a hombres y mujeres jóvenes, a los que hacen perder fácilmente la razón por los vericuetos de las delicias del sexo, obnubilando incluso a algunos -sin importarles edad ni condición ni género- para escalar los riscos imponentes de la lujuria, en donde los exploradores carentes de preparación se arriesgan a morir por falta de oxígeno o exceso de capricho.

Como quedó expresado, estos celestiales niños no son responsables ni conscientes del resultado de sus triquiñuelas, pues ellos, puros como el agua del deshielo polar, no sienten ni padecen de lo que provocan en sus víctimas, que de esta forma puede cabalmente denominarse a aquellos humanos en los que se ceban con sus gracias y artilugios, pues si unos causan placer, otros dan lástima.

Uno de estos amorcillos, llamado Pistus, se fijó en una joven, ayudante de peluquería, y la tomó con ella, para disfrute de sí.

Puede que fuera por el color de su pelo -de un verde intenso veteado de rayas rojas y azules-, por los complicados tatuajes de su espalda y brazos (en lo que tenía visible, pues había más), que asemejaban dragones y extrañas flores, o, simplemente, porque, cuando dejaba de trabajar en el sitio de trasquilar y hacer las uñas, y, en llegando a la casa de huéspedes en donde compartía habitación con dos gatos que tenía recogidos de la calle, se metía por la nariz una dosis de polvos misteriosos, para luego hacer el recorrido, con ánimo despendolado, y hasta altas horas de la noche, por los más oscuros garitos de la ciudad.

Pistus la siguió toda una noche, y no encontró en ese periplo el menor motivo para reírse, quedando muy decepcionado.

La muchacha aceptaba invitaciones a troche y moche para beber cualquier brebaje, se abrazaba, alzando risotadas, con desconocidos de aspecto sospechoso, danzaba a su ritmo sin guardar la compostura, reñía a voces con quien se interponía poniendo paz entre las grescas, recibía amenazas de muerte junto a palmadas al trasero, trastabillaba cuando no caía y se arrastraba si no se tenía en pie. De madrugada, volvió, tropezando con todo, a la casa de mala muerte en donde tenía habitación y sus dos gatos, y se dejó caer, desfallecida, sobre el catre revuelto, vomitando en las sábanas.

Pistus, como cualquier amorcillo, no entendía de los comportamientos humanos adultos, pues solo le interesaban los efectos que provocaba en ellos con sus trucos, con los que aquello que vio no guardaba semejanza. Convencido de que los polvos que la joven se introducía por las napias estaban caducados, y suponiendo que habían sido dejados allí por algún otro amor olvidadizo, se fue tan campante al cajón en donde guardaba la infeliz su ración de droga de aquel día, y se la cambió por polvos del amor frescos, que tenían los mismos aspecto y textura que los que creía viejos.

Llegó la peluquera, respiró hondo aquellos polvos, y salió, como cada día, a su aventura. Pistus, invisible, pero teniéndose al lado, con plena confianza en los efectos de su pócima, se preguntaba quién sería el destinatario de la fuerza mágica del amor que despedía a raudales la peluquera y que en la más alta dosis imaginable, se había metido sin saberlo por la pituitaria.

Apenas había andado varios pasos por la acera, se encontró con alguien que le preguntó, sin ocultar la urgencia, si conocía de una farmacia por las cercanías.

-Se de una que abre las veinticuatro horas del día, pero queda algo lejos -le contestó la joven, que es momento ya que digamos se llamaba Guriela-.

Y se sorprendió a sí misma, diciendo:

-Pero no te preocupes, que yo te acompaño, pues no tengo nada que hacer mejor en este momento.

Pistus, revoloteando entre ambos, hacía cosquillas a uno y otro de aquellos humanos, ya entre los sobaquillos, ya donde los muslos cambian de nombre y de lisura.

-Es usted muy amable. Y se lo agradezco especialmente, pues he tenido que dejar a mi hijita sola en casa. Está ya próxima la hora en que debe tomar su medicina, que, por imperdonable despiste, he dejado que se agotara. Los efectos, si no le proporciono la dosis, serán terribles.

-¿Qué puede pasarle? -preguntó, con invencible curiosidad, Guriela, que, al lado, hacía de guía por las enrevesadas callejuelas hasta la farmacia de guardia. Se notaba extraordinariamente receptiva a cuanto pudiera provenir de aquella persona a la que aún no conocía.

Ella era una mujer tal vez de cuarenta años, vestida con gusto y hasta cierta elegancia; de su rostro, destacaban unos ojos grandes, de mirada intensa. No se podría decir que fuera hermosa, pero todo en ella aparecía cuidado. Con mirada profesional, Guriela no dejó de advertir que su acompañante tenía las uñas pintadas con una laca en un tono que acababa de salir al mercado, y que su cabello, a pesar de lo avanzado del día, se mantenía con unas deliciosas ondas suaves, muy atractivas.

Se llamaba Colidia.

Pistus, cuando se cansó de lanzar flechas embriagadas de amor y soltar mariposas y fragancias de ternuras convulsas, volvió con los otros amorcillos, a hacer, como solían, la recapitulación de sus aventuras. Cuando contó lo que había hecho, uno de aquellos niños eternos, se echó las manos a la cabeza.

-¡Te has confundido de medio a medio! ¡Has hecho que dos humanos del mismo sexo, dos mujeres, se enamoren perdidamente! ¡Eso va contra las leyes naturales de las especies!

-¿Qué me dices? -inquirió Pistus- ¿Crees que con solo unos polvos y un par de flechas podríamos cambiar las inclinaciones sexuales de los humanos?

-Pues no lo se -reconoció el amorcillo que había hablado primero, cruzándose de piernecitas sobre una nube-. ¿Por qué no se lo preguntamos a Afrodita Pandemos, que es la más enterada de todas estas cosas?

Allá fueron todos, en confuso tropel, en la idea de preguntarle a Afrodita Pandemos, que acababa de separarse de Hefesto, y jugueteaba en su lecho con Eros, entre un revolotear de palomas y un olor a mirtos y rosas bastante empalagoso.

-Afrodita, perdona la interrupción -dijo uno de los amorcillos más osados- queremos preguntarte algo. ¿Crees posible que, con el poder que nos ha sido dado, consigamos que dos mujeres o dos hombres…

De pronto, se interrumpió. De entre las sábanas, algo bulló y asomó la cabeza de Hera, muy sonriente, aunque algo colorada, si bien no tanto como la manzana que estaba mordisqueando.

Los amorcillos se alejaron discretamente, comentando, entre risas nerviosas, lo que creían haber visto o intuido, y, como son seres que existen al margen del tiempo, reconstruyeron sus ideas sobre las inclinaciones de sus víctimas pasadas, recuperando escenas que habían interpretado, en su momento, de otra manera.

Pistus, azorado, volvió al lugar en donde había visto por última vez a las dos mujeres, seguido por unos cuantos amorcillos.

No encontraron rastro de su anterior presencia en aquel sitio y, como eran incapaces de retener los rostros de los humanos, no fueron capaces de volver a identificarlas, jamás, entre tantas situaciones que, ahora, les resultaron todas parecidas.

FIN

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Archivado en:Cuentos y otras creaciones literarias, Sin categoría Etiquetado con:amor, amorcillo, cuento, cuento de primavera, dosis, peluquera, pituitaria

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