Al socaire

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Para alegrar mi vida pienso en rosa (Soneto)

22 marzo, 2020 By amarias Dejar un comentario

Para alegrar mi vida pienso en rosa
y entre recuerdos los del gozo escojo
y en el brocal del amor, feliz recojo
larvas que convertir en mariposa.

Pinto sobre el negro de ayer, el rojo
Que imagino después fragante rosa
Y de las marcas de hierro, perezosa
Desvía la mente la atención del ojo.

Fuerza me das, amor, si vengo flojo
y más puede virtud que cualquier cosa
si pongo mis pesares a remojo,

que encuentra calma quien en ti reposa
y no hay causa bastante para enojo
que es toda ocasión maravillosa.

(22 de marzo de 2020 @angelmanuelarias, Sonetos desde la crisis)

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En el azar vivía una certeza

6 diciembre, 2014 By amarias Dejar un comentario

En el azar vivía una certeza;
en la oscuridad, hubo esperanza;
entre tus lágrimas, descubrí otra vez.

Subí dando trompazos la escalera de errores:
una voz me decía que la razón era fatua.
En un descansillo me crucé con la sorpresa,
volviendo de una visita obligada a pleitesía.

Mareado entre realidad y fantasía
vomité en el rellano; ebrio de luces,
cuando abriste la puerta,
me sumergí en tu regazo.

Hice diabluras.

(mayo 2009, Angel Manuel Arias, “Poemas de encargo”)

 

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Cuento de primavera: Olor a quemado

29 mayo, 2014 By amarias Dejar un comentario

Como en las historias de fingido misterio, un relámpago iluminó con mayor intensidad la sala. Muy pocos segundos después, llegó el sonido de un trueno largo, como si la tensión eléctrica rebotara de nube en nube.

Los invitados a la merienda, aturdidos por las informaciones que habían recibido aquella tarde, se habían quedado quietos, imaginando tal vez que todo correspondía a una escenificación a la que, quienes mejor conocían a Balisondio, no lo suponían ajeno.

Hasta el camarero, que quizá no había calibrado el alcance de su espontánea intervención en el debate, se mantuvo sin moverse. Aunque el olor provenía de la cocina, y debería haberse sentido, por tanto, culpable del descuido, permanecía hierático. Sacarindo, que lo estaba mirando fijamente, creyó verlo parpadear; era el único vestigio que demostraba que no se había convertido en una estatua.

Maicosenda llegó a la cocina, al tiempo que un grito desgarrado y una exclamación no reproducible, procedentes de allí, atravesaron, como una flecha, en sucesión, atravesó la sala.

No eran las croquetas las que se quemaban. El olor no provenía de una sartén y el causante del incidente no era el camarero.

Encontró a su padre, ex magistrado de la Audiencia Nacional, jubilado hacía varios años, y que actualmente vivía con ellos, doliéndose de las quemaduras en el rostro, que se acababa de producir.

-P…pero papá, ¿qué estás haciendo?

El anciano soltó la tartera que tenía en la mano, y la dejó caer al suelo. El contenido se desparramó, en gran parte, sobre las baldosas. Maicosenda, ante todo, cerró la llave de gas, abierta al máximo, extinguiendo la llama.

-Me quemé -fue la explicación del abuelo.

-¿Cómo se te ocurrió ponerla al fuego? ¿Qué te estabas preparando? ¿Por qué? -fueron las preguntas que se le ocurrió formular, atropelladamente, a Maicosenda. Todos los invitados a la merienda, y el camarero, movilizados por fin, se habían acercado también, y se agolpaban ahora a la puerta de la cocina.  Escucharon, por tanto, la sucinta explicación de lo que había pasado.

-Tengo hambre. Quiero lentejas -dijo el ex magistrado; tenía el rostro salpicado de puntos rojos, producidos, al parecer, por las legumbres, que habían salido disparadas de la olla cuando había tratado de abrirla, forzándola.

-¡Si ya habías cenado! ¿Por qué tuviste que levantarte de la cama?-le increpaba Maicosenda, tomándolo del brazo y acercándolo al fregadero, para echarle agua fría en la cara.

Balisondio se acercó al anciano, y, con la pomada que acababa de extraer de un cajón, trataba también de ofrecer solución al rostro maltratado. Su suegro no parecía dolerse, distraído en otros mundos.

-Estoy bien -argumentaba, añadiendo, de forma sorprendente, anclado en su pasado-. Sobreseimiento sin costas y archivo.

-Tendremos que llevarlo al ambulatorio -expuso el anfitrión, antes de dirigirse a Urgiondo, pidiendo su aprobación, como médico-. ¿No te parece?

-¡A quién se le ocurre ponerse a cocer unas lentejas en la olla a presión! -recriminó Maicosenda- ¡Sin agua!

Recogió la olla del suelo, en cuyo fondo se había formado una costra con las legumbres, que despedía un desagradable olor a quemado.

– ¿Por qué no le pidió algo al camarero?. Hay mucha comida que sobra de la merienda -se interesó, sin poder contenerse, Peronicia-. No se cómo hemos podido dejarlo solo. Se le ve desvalido.

Welory tomó, por su parte, al anciano de una mano, con delicadeza, y, recogiendo el tubo de pomada que Balisondio sostenía, se la aplicó con sumo cuidado en el rostro afectado.   El anfitrión advirtió entonces que la mano derecha de la mujer tenía una uña pintada con laca de distinto color.

-Estas quemaduras no tienen buen aspecto -diagnosticó la samaritana, alarmada también por la mirada vacía del que tenía delante.

El ex magistrado ofrecía síntomas de padecer un Alzheimer avanzado. El camarero, adivinando que algunos de los presentes le creían culpable, se justificó, con una exagerada voz aflautada.

-No sabía que alguien estaba utilizando la cocina. Yo estoy usando el hornillo portátil que tengo instalado en la antesala. Lo tengo apagado ahora, porque esperaba la indicación de la señora, para servir la tempura de verduritas, los soldaditos de Pavía y las croquetitas de ibérico.

Carminolina y Covelanta se rozaron inadvertidamente. Ambas se habían puesto a recoger las lentejas, dispersas por el suelo, como si fueran fresas silvestres.

-Hablábamos del amor y nos olvidábamos de responder al contrarecíproco -murmuró, como para sus adentros, Covelanta.

Juripando no pudo contener la risa. Fue un acto espontáneo, irreprimible, estúpido.

-¡Este sí que es el regalo de cumpleaños más extraordinario que podías esperar, Balisondo!

Urgiondo y Maicosenda, con el anciano ex magistrado conducido entre ellos, como si se tratara de un delincuente detenido, se encaminaron hacia la puerta, con la intención de acercarle a un dispensario, en donde recibiera la asistencia sanitaria que el caso reclamaba.

-Yo conduzco, que he bebido menos -decía, con tono algo gangoso, el estomatólogo.

Fuera, llovía a cántaros. Apenas acababan de salir cuando el camarero, recobrando el tono profesional que le correspondía, preguntó, sin dirigirse a nadie en concreto.

-¿Qué hago ahora? ¿Sirvo las croquetitas?

Balisondio le echó una mirada de fuego.

-Ya vamos bien servidos. La fiesta se acabó. Aplazaremos la celebración para otro día. Aún tenemos bastante de qué hablar.

Y se echó sobre un sillón, seguramente rumiando algunas ideas que se le antojaban pertinentes. Carminolina se le acercó, recogiendo unos papeles que se le habían caído al sentarse de un bolsillo, y que parecían unos apuntes; tal vez un guión. Le tocó en la cara, con una mano fría, sugerente.

-¿Puedo ofrecerte algo?

Balisondio no contestó. Entonces sonó el móvil que llevaba en el bolsillo. Era su hija adolescente:

-Papá, soy yo. Me quedo a estudiar en casa de una amiga. Dormiré aquí. No os preocupéis, que ya he cenado.

Le pareció oír risas de fondo. Estaba seguro de que la niña mentía.

-Ya es hora de irnos; aquí no hacemos nada. -Sacarindo dio un apretón de manos a Balisondio, apremió a Susiela para que le siguiera, y cogió de la percha su gabardina.

-Que cumplas muchos más, campeón.

A su marcha, siguieron las de los demás, en pocos minutos. El camarero había recogido, entre tanto, las bandejas de canapés y las botellas de la mesa auxiliar y se entretenía limpiando de restos la cocina.

Carminolina  se sentó enfrente de Balisondio, mirándolo directamente a los ojos. Su expresión arrobada le pareció fuera de lugar.

FIN

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Cuento de primavera: Las tremolinas

27 mayo, 2014 By amarias Dejar un comentario

-Yo he oído hablar de ellas -dijo Juripando- es una cofradía formada exclusivamente por mujeres. Su modelo, según tengo entendido, es Catalina Erauso, la monja alférez, que, por cierto, era hermafrodita.

Peronicia protestó con energía que pareció desproporcionada.

-No, no. Te estás confundiendo con otra agrupación, supongo. Nosotras defendemos la necesidad de insuflar un aire fresco a esta sociedad que ha perdido sus valores. Tremolina significa eso, viento que purifica.

Susiela no pudo contenerse, y, llevada más por la curiosidad que por el afán de enzarzarse en una polémica, comentó:

-¿Cómo podéis pretender cambiar nada de esta sociedad desde la ignorancia? ¿Qué pueden, mujeres vírgenes, aportar al cambio de costumbres, desde una posición trasnochada y retrógrada?. El mundo avanza sin parar. No hay vuelta atrás, y caminamos hacia la libertad total, rompiendo las cadenas.

Ante esa impetuosa reacción, la explicación de Peronicia sonó a cristales que se rompen.

-Tengo voto de castidad, es cierto. Pero no soy virgen. En verdad, y espero no escandalizar a nadie, he trabajado en un burdel. Incluso, aunque no voy a dar nombres, he tenido como clientes a alguno de vosotros.

Urgiondo enrojeció. Su azoramiento le impidió ver que no era el único que se había sentido incomodado por aquella revelación. Balisondo que, sin duda, contaba con más claves de las que había expuesto hasta entonces, pretendió hacer un resumen de lo que llevaban expuesto.

-Vaya, vaya. Nuestra posición respecto al amor, al retirarse algunos velos de nuestra modestia, están dejando al descubierto ciertas contradicciones. Tenemos aquí presentes, el amor maduro, construido en la complicidad recíproca, que representan Jurispando y Welory. Está también el impulso pasional, juvenil a pesar de la diferencia de edad, que veo encarnados en Sacarindo y Susiela. Urgiondo y Carminolina -y espero que no os sintáis ofendidos- me parecéis, por lo que conozco del estado de vuestra relación, prisioneros de un vínculo roto. Peronicia acaba de exhibir una experiencia previa que le conduce, y ella sabrá por qué, hacia el misticismo. Nos falta…

Carminolina le interrumpió.

-No entiendo por qué tienes que encasillarnos. A nosotros, especialmente. ¿Qué representáis, por cierto, Maicosenda y tú? ¿Os consideráis por encima de todos nosotros? ¿Vais de dioses, o qué?

Si la pregunta iba dirigida a Balisondio, Maicosenda recogió el testigo, encontrando, quizá, las frases más largas y contundentes que había pronunciado en mucho tiempo.

-No te enfades, Carminolina. Estamos entre amigos, y tenemos una edad…casi todos -puntualizó- en que los secretos duelen más si no se comparten. ¿Sabes cómo me llama Balisondio cuando hacemos eso que se llama el amor?…

Todos la miraron.

-Me llama Carminolina…

Las miradas se concentraron, alternativamente, en las dos mujeres. Urgiondo, situado en medio de ellas, se levantó a recoger algo de la mesa. Pero no tenía hambre, y confuso, tropezó ligeramente con el camarero que, como una estatua de yeso, participaba, con su silencio, en el debate.

-Bueno, pues ya estamos todos al descubierto -sentenció, sin expresar emoción, Balisondio-. Nos falta solamente quién pueda representar el amor homosexual, para estar completos. Aunque, en mi observación de la naturaleza humana, soy de la opinión de que todos tenemos un componente homosexual, más o menos reprimido…

El camarero abrió la boca por primera vez, para decir algo que no tenía que ver ni con las bebidas ni con los canapés.

-No falta, si es que me admiten a la conversación. Yo soy homosexual, como tal vez hayan advertido algunos de ustedes.

Desde la cocina llegó un olor a quemado.

-¡Se están quemando las croquetas! -gritó Maicosenda, que se precipitó, abandonando su silla, hacia el lugar de donde provenía el tufo a aceite hirviendo.

(continuará?)

 

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Cuento de primavera: Algo de picante

26 mayo, 2014 By amarias Dejar un comentario

-Me gustaría romper el hielo. Como creo que soy la más joven, admito que tengo menos experiencia -comenzó la hermosa Susiela, enrojeciendo a medida que advertía la intensidad de las miradas puestas sobre ella-. Estoy segura de que cada uno de nosotros tendrá una idea del amor diferente. Deberíamos ponernos de acuerdo previamente sobre qué es el amor. Yo…creo que es… algo muy bonito.

La joven se dio cuenta de que había dilapidado la atención con su final edulcorado. Notó las mejillas ardientes y se calló, bebiendo el último contenido de su copa de espumoso.

-Podemos ir caminando de pregunta en pregunta, o de definición en definición, hasta la ignorancia absoluta -intervino, terca, Covelanta, con su voz templada de soprano-.  A veces es preferible delimitar lo que algo no es, lo que nos devuelve al contrarecíproco. El amor, para mí, es lo que nos perdemos cuando no amamos a nadie. No está en la soledad, sino en la compañía. No se encuentra en lo que disfrutamos a solas, sino en lo que compartimos.

-Dale con el contrarecíproco. ¿No podíamos ser más normales?. Porque esto no es un examen, supongo. Hemos venido a un cumpleaños, no a un interrogatorio -dijo Urgiondo, con la boca ocupada por un canapé demasiado grande, que acababa de coger de la bandeja que le ofrecía el camarero. “No debería haber hablado con la boca llena”, pensó primero; y luego: “Tal vez no debería haberme mostrado desagradable con Covelanta”.

Urgiondo sospechaba que Carminolina estaba detrás de la insólita propuesta de Balisondo. Sacarindo creía que Maicosenda había invitado a Covelanta -de lo que no le había avisado- para ridiculizar su relación con Susiela, a la que, con un gesto que confiaba no habría sido visto, creyéndola dispuesta a volver a intervenir, recomendó calma; situado entre Welory y Peronicia, acostumbrado a lidiar en ruedos difíciles, sabía que había que esperar a que la bestia cuadrase antes de entrar a matar.

Pero, ¿por qué se le había ocurrido tal cosa?

Consciente de que los asistentes no estaban aún dispuestos para disquisiciones elaboradas, Balisondo quiso aportar nueva munición, utilizando lo que creía su autoridad dentro del grupo. En su cumpleaños, mantener la dinámica de forma pacífica era su responsabilidad.

-Estoy muy de acuerdo con lo que indica Susiela de que evolucionamos a medida que nos hacemos mayores. Pero estoy convencido de que eso no tiene que ver con el amor, sino con el instinto de supervivencia. Y por ello, no es ni feo ni bonito, sino imprescindible. Necesitamos la protección de los otros, y ese escudo puede ser más o menos numeroso según el tipo de peligro que nos acecha. El grupo, la manada, la secta, nos sirve en la mayoría de las ocasiones, siempre que evitemos los laterales. Pero en las cuestiones trascendentes, preferimos seleccionar la compañía, intimar con ella.

Todos le escuchaban atentamente, pues concedían a Balisondo una capacidad de análisis especial, no exenta de un cierto dogmatismo. El camarero volvió a pasar entre los asistentes, llenando las copas con la bebida que habían elegido antes. “No, gracias, yo no beberé más”, rechazó Peronicia, cuyo rostro era de una palidez marmórea. Urgiondo se quedó mirándola, absorto. Le recordaba a alguien.

Balisondo guardó silencio mientras el camarero cumplía con su trabajo, por lo que la continuación de su exposición apareció aún más enfática (“No te enrolles, maestro”, se oyó decir a Sacarindo):

-El sexo cumple una función importante de catalizador momentáneo del interés por el otro, aunque no tiene nada, o muy poco, que ver con el amor. Cuando somos  jóvenes, dejamos que predomine la pasión, ya que no concedemos importancia a nuestra temporalidad. Incluso solemos confundir el “nosotros” de la lujuria, con el “yo” del egoísmo, que es el verdadero y único destinatario de la búsqueda de satisfacción. En esa época, al menos los hombres, antes que compartir lo que sentimos con una sola persona, buscamos la protección genérica del grupo, diluyendo nuestra individualidad en él. Es la consciencia de nuestro envejecimiento, y, en especial, de la realidad de la muerte,  de la muerte concreta, que es la nuestra, nos empuja a apoyarnos en un “otro” concreto. Nos preguntamos entonces, qué es lo que puede aportarnos esa relación.

Como casi siempre que Balisondo exponía una idea, pocos de sus amigos la entendían a la primera, pero tenía la virtud de que los motivaba para hablar.

Juripando y Welory, que habían permanecido en silencio, abrieron la boca para intervenir al mismo tiempo. Welory era extranjera, pero hablaba perfectamente nuestro idioma, gracias no solo a Juripando, sino a otras parejas anteriores, que la habían introducido en los modismos de esta complicada lengua. No estaban casados, ni se lo planteaban. Hacía más de quince años que vivían juntos. Era curioso: se habían conocido en el funeral de la esposa de Juripando, fallecida de un cáncer.

-Teng…había dicho Welory, que se calló para dejar la palabra a Juripando. Este, que era ingeniero nuclear, sonrió, y se levantó del asiento, siguiendo un impulso.

-Perdonad que trate de poner algo de orden al debate, para no perdernos. El amor puede que no exista, pero da sentido a la vida. Puede que sea un espejismo, pero nos concede esperanza. Puede que esté -¡o no!- contaminado con el sexo, pero es placentero en sí mismo.  No necesitamos inventarlo,  advertimos su presencia, como un estímulo especial del resto de los sentidos -la vista, el oído, el tacto, el gusto, el olfato,…-, cuando nos encontramos al lado de muy concretas personas.

Maicosenda no tenía el don de la palabra, por lo que prefería servir de enlace a otras intervenciones:

-Tal vez Sacarindo pueda ilustrarnos sobre esa sutil diferencia entre el amor y el sexo… -sugirió, sabiendo que el interpelado no lo tomaría como algo ofensivo.

-Perdón, estaba distraído -disimuló Sacarindo, que estaba sintiéndose incómodo, sin comprender la razón-. ¿De qué va el tema? ¿De sexo, de amor?…Si este selecto auditorio pretende que cuente mis experiencias, necesitaré más vino. Al fin y al cabo, esto era una cena, no un estriptís.

Y se levantó para coger de la bandeja que sostenía el camarero, de pie, con cara de póker, una copa de vino.

Urgiondo había creído detectar un fondo de simpatía en Peronicia y estaba preparado para prospectar la profundidad de aquella insinuación. Con un tono que fue consolidándose mientras hablaba, trató de desplegar, como acostumbraba cuando se encontraba ante una mujer interesante, su capacidad de seducción.

-Confirmo que las relaciones que se construyen en la madurez son más sólidas que las que se empiezan en la adolescencia. El proyecto común es fundamental. Pero lo paradójico es que los hijos vienen, al menos -se corrigió- así era en mi época, cuando aún no se está preparado para una relación duradera. Los hijos se convierten en la trampa de la naturaleza para ligarnos a una relación cuya viabilidad está por comprobar. Deberíamos hacer como los leones, que dejan la educación de sus crías en manos de las hembras. Verdad, ¿Peronicia?

No sabría explicar por qué interpeló a Peronicia, que se sobresaltó. Cuando terminó de hablar, dudando aún de haber sido lo brillante que hubiera deseado, sintió el pellizco doloroso de Carminolina, que estaba a su lado. “Se te ha visto el plumero”, le comentó al oído, lo que, pronunciado en aquel preciso momento, le intrigó.

Peronicia, dejó su copa en el suelo y se dispuso a hablar. No había sido presentada a todos los asistentes por Covelanta, por lo que se creyó en la necesidad de hacer una pequeña introducción de sí misma.

-Yo no tengo hijos -explicó-. Ni pienso tenerlos. Tengo voto de castidad. Soy monja tremolina. Lo cual…no quiere decir que no entienda lo que es la sexualidad. Pero, sobre todo, me parece que puedo expresar lo que, para mí, es el amor. No es lo que se comparte, sino que está en lo que se da. Hay un amor grande, que es el amor a Dios, y otro más pequeño, que se tiene a uno mismo. La religión nos dice que hay que amar a los demás como a uno mismo, porque hay que darles tanto como nos damos a nosotros. El amor es sacrificio, y en el mismo sacrificio encontrará el que lo da, su mejor recompensa. En este mundo, pero, sobre todo, allí donde está puesta nuestra esperanza, en el otro, en el Paraíso. Un amor sin sacrificio no es amor, sino interés. En el Paraíso solo habrá Amor, y ya no será necesario el sacrificio, porque en ese Amor estará la recompensa eterna.

Posiblemente fue Urgiondo el que convirtió en especialmente espeso, casi impenetrable, el silencio que siguió a estas palabras. Por fortuna, fue Welory la que encontró la forma de seguir adelante, con una curiosidad:

-¿Monjas tremolinas? Nunca había oído hablar de esa orden.

(continuará)

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Cuento de primavera: La merienda

25 mayo, 2014 By amarias 1 comentario

Creían conocerse, porque eran amigos y se reunían de vez en cuando. Tenían mucho en común: un alto nivel de vida, salud aceptable, un interés razonable por lo que les afectaba o podía afectar y un conocimiento somero de lo que creían que no les afectaría jamás.

Con ocasión del cumpleaños de uno de ellos, Balisondio, éste les había invitado a su casa, un chalet en la zona residencial de Caraleja. Al llegar, un camarero les ofrecía bebidas de la bandeja que sostenía, y la pareja anfitriona los saludaba con  las habituales palabras de bienvenida.

Lloviznaba. Hacía un poco de frío.

Cuando llegaron Sacarindo y su nueva amante, la esposa de Balisondio, Maicosenda, no pudo ocultar una mueca de disgusto. Había invitado también a Covelanta, la primera mujer de Sacarindo, con la que le unía un especial cariño, pues se había imaginado la posibilidad de una reconciliación.

Aunque Sacarindo le había advertido de que vendría acompañado, había malinterpretado que lo sería de un hombre. Por eso le había pedido a Covelanta que trajera, por su parte, a otra mujer.

-¿Dónde habéis dejado el coche? -preguntó Maicosenda, por decir algo, recogiendo la gabardina de Sacarindo, con el vestigio húmedo de haber cubierto con ella a su acompañante, protegiéndola de la llovizna, en el trayecto hasta la casa.

-Hemos venido en taxi, para no tener problemas a la vuelta, ya sabes -contestó el interpelado, al que le habían retirado el carnet en una ocasión anterior por superar la tasa de alcohol admisible.

Sacarindo entregó el regalo que traía, una colección de litografías eróticas de un pintor de moda, envueltas en un papel de estraza, y presentó a su acompañante. Los anfitriones la observaron con intensidad. Podría ser su hija por la edad, y, acentuado el sonrosado de sus mejillas por la carrera que había hecho para escapar de la lluvia, les pareció al mismo tiempo hermosa, sensual y coqueta.

El cumpleañero agradeció el presente y, después de un rápido pasar por las láminas, con mirada descuidada (“Cosas de Sacarindo” pareció pensar) lo dejó sobre la mesa donde se encontraban los otros regalos: el último libro de Whalton West sobre la Dependencia global, un abrelatas que era también conector de wifi, y varias botellas de Tempranillo.

-No os importará que haya venido con Susiela, ¿verdad? Es estudiante de sicología y, como veréis, muy guapa.

-He leído casi todo lo que has escrito -dijo la estudiante, quizá algo nerviosa, dirigiéndose a Balisondio-. Me parecen muy atractivas tus ideas sobre el instinto gregario, y todo eso. Solo que…no estoy de acuerdo.

-Nena, no hemos venido de invitados a esta cena a hablar de temas serios. Deja la cuestión para otro momento -intentó cortar Sacarindo, jovial y algo incisivo, como siempre.

-Al contrario, al contrario. Me parece bien tener temas de controversia -dijo Balisondio-. Pero te corrijo, Sacarindo. Esto no va a ser una cena, sino una merienda. Maicosenda prefirió encargar un catering, y así tendremos más tiempo para hablar entre nosotros, moviéndonos libremente.

Sacarindo dirigió entonces una mirada al salón y advirtió que solo estaban en él seis personas.

-¡Qué alivio! ¡Pensé que llegábamos los últimos, pero veo que somos de los primeros!

-No. Ya estamos todos. Solo seremos diez, esta vez -le aclaró Maicosenda, indicándoles que tomasen asiento.

Había, en efecto, otros tantos sillones como invitados, dispuestos en círculo. Susiela se sentó al lado de Covelanta, en el lugar que estaba libre, entre ésta y Carminolina, la esposa de Urgiondo, que era médico estomatólogo.

Carminolina, más o menos de la edad de su marido, tenía cuarenta y cinco años, era catedrática de química física en la Universidad Universal y era menuda, no muy agraciada. Sospechaba que su marido se entendía, al margen de lo profesional, con una de las enfermeras de la clínica dental donde atendía lunes y jueves, lo que era, desde luego, cierto.

Balisondo, colocándose en el centro del espacio que ocupaban sus amigos, reclamó atención.

-Os agradezco vuestros regalos, pero deberías haberme hecho caso, cuando os adelanté, al invitaros a este encuentro, que el regalo que necesitaba ya lo tenía preparado, y me lo ibais a entregar en el transcurso de la merienda -afirmó, en tono bastante grandilocuente.

-Porque lo que desearía que, en esta reunión, en lugar de hacer como acostumbramos, tomar unas copas y hablar de cuestiones bastante intrascendentes, conversáramos sobre un tema concreto. -Respiró, dando énfasis a sus palabras-. Quisiera que habláramos, mejor dicho que discutiéramos, sobre el amor. Sobre lo que cada uno entiende que es el amor.

-Qué interesante -dijo Susiela-. Como en El Banquete de Sócrates.

-El Banquete lo escribió Platón -corrigió Covelanta, que era profesora de Filosofía Básica en el Bachillerato-. Aunque si te refieres a quién era el anfitrión, según el relato, era Agatón.

Balisondo se sentó en el único sillón que aún estaba vacío.

-Ya podéis empezar -solicitó.

-¿Cómo empezar? ¿No hay preguntas para responder? ¿No nos das un guión previo? -se interesó Carminolina, que aparecía preocupada por la propuesta.

-Yo puedo ayudar, ya que el tema me interesa. -habló Sacarindo, cuya mirada se cruzó, por unos instantes, con la de quien había sido su esposa- Por qué no tratamos de responder a esta cuestión. Enfoquémoslo desde la perspectiva de la utilidad. ¿En qué me beneficia estar enamorado de otra persona?

Todos parecieron meditar la respuesta. Todos, menos Covelanta, que se levantó, y mientras se dirigía a la amplia mesa, situada en un lateral del salón, en donde se habían dispuesto las vituallas, afirmó, sin que le importara encontrarse de espaldas a los demás.

-¿Y por qué no respondemos a la pregunta contrarecíproca? Si no estamos enamorados, ¿qué nos perdemos?

Susiela abrió su boquita de fresa para decir algo, aún sin tener seguro qué podría ser. Se había convencido, instintivamente, de que la merienda iba a resultar de lo más interesante y, llevada por su ingenuo temperamento, pensó que era una oportunidad estupenda de demostrar a los amigos de Sacarindo que no se había equivocado eligiéndola a ella como amante.

(continuará)

 

 

 

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Cuento de primavera: El amorcillo despistado

21 mayo, 2014 By amarias Dejar un comentario

Poco el mundo sabe que los amorcillos, que han sido representados no pocas veces en frescos y pinturas, existen. Esos niños imbuidos de una infancia eterna, que juguetean, inconscientes de su desnudez voluptuosa, con flechas, mariposas, racimos de uva o copas de vino, tienen la misma realidad que faunos, náyades, dioses, sátiros o bacantes, por nombrar solo algunos de los innumerables seres que pueblan el universo de la Mitología.

Entre los amorcillos, los hay más hermosos o más feos, más o menos atrevidos, poco o nada sensatos. Sus mentes infantiles al fin y al cabo, no han podido ni podrán madurar ni adquirir vicios o malicias, y, por tanto, son, en su capacidad de improvisar sin valorar las consecuencias de sus actos, imprevisibles.

No existen, hasta donde se conoce, guarderías celestiales, por lo que los amorcillos campan libremente por todo lo largo y ancho del espacio disponible. Siendo éste, ene-dimensional e infinito, y a pesar de ser ellos muchos, sería una rareza improbable encontrarse con alguna de estas criaturas, sino fuera porque, como moscas a la miel o granos a la cara de la adolescente, tienden a juntarse en tropeles allí donde se reúnen los humanos, teniendo especial predilección en aplicar sus juguetones ardides a hombres y mujeres jóvenes, a los que hacen perder fácilmente la razón por los vericuetos de las delicias del sexo, obnubilando incluso a algunos -sin importarles edad ni condición ni género- para escalar los riscos imponentes de la lujuria, en donde los exploradores carentes de preparación se arriesgan a morir por falta de oxígeno o exceso de capricho.

Como quedó expresado, estos celestiales niños no son responsables ni conscientes del resultado de sus triquiñuelas, pues ellos, puros como el agua del deshielo polar, no sienten ni padecen de lo que provocan en sus víctimas, que de esta forma puede cabalmente denominarse a aquellos humanos en los que se ceban con sus gracias y artilugios, pues si unos causan placer, otros dan lástima.

Uno de estos amorcillos, llamado Pistus, se fijó en una joven, ayudante de peluquería, y la tomó con ella, para disfrute de sí.

Puede que fuera por el color de su pelo -de un verde intenso veteado de rayas rojas y azules-, por los complicados tatuajes de su espalda y brazos (en lo que tenía visible, pues había más), que asemejaban dragones y extrañas flores, o, simplemente, porque, cuando dejaba de trabajar en el sitio de trasquilar y hacer las uñas, y, en llegando a la casa de huéspedes en donde compartía habitación con dos gatos que tenía recogidos de la calle, se metía por la nariz una dosis de polvos misteriosos, para luego hacer el recorrido, con ánimo despendolado, y hasta altas horas de la noche, por los más oscuros garitos de la ciudad.

Pistus la siguió toda una noche, y no encontró en ese periplo el menor motivo para reírse, quedando muy decepcionado.

La muchacha aceptaba invitaciones a troche y moche para beber cualquier brebaje, se abrazaba, alzando risotadas, con desconocidos de aspecto sospechoso, danzaba a su ritmo sin guardar la compostura, reñía a voces con quien se interponía poniendo paz entre las grescas, recibía amenazas de muerte junto a palmadas al trasero, trastabillaba cuando no caía y se arrastraba si no se tenía en pie. De madrugada, volvió, tropezando con todo, a la casa de mala muerte en donde tenía habitación y sus dos gatos, y se dejó caer, desfallecida, sobre el catre revuelto, vomitando en las sábanas.

Pistus, como cualquier amorcillo, no entendía de los comportamientos humanos adultos, pues solo le interesaban los efectos que provocaba en ellos con sus trucos, con los que aquello que vio no guardaba semejanza. Convencido de que los polvos que la joven se introducía por las napias estaban caducados, y suponiendo que habían sido dejados allí por algún otro amor olvidadizo, se fue tan campante al cajón en donde guardaba la infeliz su ración de droga de aquel día, y se la cambió por polvos del amor frescos, que tenían los mismos aspecto y textura que los que creía viejos.

Llegó la peluquera, respiró hondo aquellos polvos, y salió, como cada día, a su aventura. Pistus, invisible, pero teniéndose al lado, con plena confianza en los efectos de su pócima, se preguntaba quién sería el destinatario de la fuerza mágica del amor que despedía a raudales la peluquera y que en la más alta dosis imaginable, se había metido sin saberlo por la pituitaria.

Apenas había andado varios pasos por la acera, se encontró con alguien que le preguntó, sin ocultar la urgencia, si conocía de una farmacia por las cercanías.

-Se de una que abre las veinticuatro horas del día, pero queda algo lejos -le contestó la joven, que es momento ya que digamos se llamaba Guriela-.

Y se sorprendió a sí misma, diciendo:

-Pero no te preocupes, que yo te acompaño, pues no tengo nada que hacer mejor en este momento.

Pistus, revoloteando entre ambos, hacía cosquillas a uno y otro de aquellos humanos, ya entre los sobaquillos, ya donde los muslos cambian de nombre y de lisura.

-Es usted muy amable. Y se lo agradezco especialmente, pues he tenido que dejar a mi hijita sola en casa. Está ya próxima la hora en que debe tomar su medicina, que, por imperdonable despiste, he dejado que se agotara. Los efectos, si no le proporciono la dosis, serán terribles.

-¿Qué puede pasarle? -preguntó, con invencible curiosidad, Guriela, que, al lado, hacía de guía por las enrevesadas callejuelas hasta la farmacia de guardia. Se notaba extraordinariamente receptiva a cuanto pudiera provenir de aquella persona a la que aún no conocía.

Ella era una mujer tal vez de cuarenta años, vestida con gusto y hasta cierta elegancia; de su rostro, destacaban unos ojos grandes, de mirada intensa. No se podría decir que fuera hermosa, pero todo en ella aparecía cuidado. Con mirada profesional, Guriela no dejó de advertir que su acompañante tenía las uñas pintadas con una laca en un tono que acababa de salir al mercado, y que su cabello, a pesar de lo avanzado del día, se mantenía con unas deliciosas ondas suaves, muy atractivas.

Se llamaba Colidia.

Pistus, cuando se cansó de lanzar flechas embriagadas de amor y soltar mariposas y fragancias de ternuras convulsas, volvió con los otros amorcillos, a hacer, como solían, la recapitulación de sus aventuras. Cuando contó lo que había hecho, uno de aquellos niños eternos, se echó las manos a la cabeza.

-¡Te has confundido de medio a medio! ¡Has hecho que dos humanos del mismo sexo, dos mujeres, se enamoren perdidamente! ¡Eso va contra las leyes naturales de las especies!

-¿Qué me dices? -inquirió Pistus- ¿Crees que con solo unos polvos y un par de flechas podríamos cambiar las inclinaciones sexuales de los humanos?

-Pues no lo se -reconoció el amorcillo que había hablado primero, cruzándose de piernecitas sobre una nube-. ¿Por qué no se lo preguntamos a Afrodita Pandemos, que es la más enterada de todas estas cosas?

Allá fueron todos, en confuso tropel, en la idea de preguntarle a Afrodita Pandemos, que acababa de separarse de Hefesto, y jugueteaba en su lecho con Eros, entre un revolotear de palomas y un olor a mirtos y rosas bastante empalagoso.

-Afrodita, perdona la interrupción -dijo uno de los amorcillos más osados- queremos preguntarte algo. ¿Crees posible que, con el poder que nos ha sido dado, consigamos que dos mujeres o dos hombres…

De pronto, se interrumpió. De entre las sábanas, algo bulló y asomó la cabeza de Hera, muy sonriente, aunque algo colorada, si bien no tanto como la manzana que estaba mordisqueando.

Los amorcillos se alejaron discretamente, comentando, entre risas nerviosas, lo que creían haber visto o intuido, y, como son seres que existen al margen del tiempo, reconstruyeron sus ideas sobre las inclinaciones de sus víctimas pasadas, recuperando escenas que habían interpretado, en su momento, de otra manera.

Pistus, azorado, volvió al lugar en donde había visto por última vez a las dos mujeres, seguido por unos cuantos amorcillos.

No encontraron rastro de su anterior presencia en aquel sitio y, como eran incapaces de retener los rostros de los humanos, no fueron capaces de volver a identificarlas, jamás, entre tantas situaciones que, ahora, les resultaron todas parecidas.

FIN

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Cuento de primavera: Una cápsula del tiempo

24 abril, 2014 By amarias Dejar un comentario

Cuando las excavadoras apenas habían comenzado a hacer el hueco en donde se habría de cimentar el magnífico edificio que serviría de sede a General Provisions for Vital Purposes  Inc., el palista que manejaba una de las máquinas se encontró con que el balde levantó una caja metálica.

Detuvo el motor y se bajó de la cabina, observando la caja durante varios minutos. Cubierta por la tierra húmeda, abollada en una de sus caras, estaba herméticamente cerrada. Era demasiado grande para ocultarla, así que llamó al encargado.

-No tengo ni idea de lo que puede ser -fue el primer comentario de Sergio Percoláñez, el oficial responsable del turno de mañana.

-Es una caja, eso sí -se aclaró a sí mismo, de forma innecesaria, el palista, del que no recuerdo su nombre.

-Mejor avisamos al ingeniero -decidió Percoláñez, que siempre había demostrado una capacidad excepcional para no plantearse problemas innecesarios.

Acudí tan pronto como pude, pues me encontraba en una reunión para decidir la empresa a la que subcontrataríamos los cristales antivandálicos del edificio.

-¿Por una caja me habéis llamado? -les recriminé. Y, sin dudarlo, les di una aclaración al suceso y les ofrecí la solución, como corresponde a un buen mando intermedio:

-Tiene que ser una cápsula del tiempo, de esas que se colocan para que se abran dentro de cien años, o así. Pero como su existencia no figura en la memoria que me han dado, vamos a abrirla.

-Buena idea -aplaudió el encargado, que no desaprovechaba ocasiones de hacerme la pelota-. Además, ya está casi abierta.

En efecto, debido al golpe de la pala excavadora, la caja estaba parcialmente reventada.

Cuando la abrimos, dentro había un canuto metálico, parecido a un tubo grande de pastillas efervescentes, con su rosca de encaje. En la superficie, tallado con precisión, podía leerse: “I Jornadas de Sicogenética. 1980″. Y algo más abajo, en letra bastante más pequeña: ” No abrir hasta 2080″.

Era ya tarde para detener nuestra curiosidad. Así que no le dimos importancia alguna al hecho circunstancial de que faltaban unos cuantos años para llegar a la fecha prevista y volver a poner de manifiesto ante la luz solar el legado para la posteridad de aquellos asistentes a unas sesiones de sicogenética de las que no habíamos tenido la menor noticia.

-Hay solo un papel -dijo Percoláñez, decepcionado.

-Déjame ver -fue lo que se me ocurrió, mientras se lo arrebataba de las manos, algo nervioso. Tal vez pensaba en la maldición de algún espíritu que pudiera acusarnos de haber incumplido sus normas y castigarnos por ello.

Era solo una poesía. Una poesía dirigida a una dama, cuyo nombre figuraba en el encabezamiento.

Imaginé, de pronto, que el responsable de cerrar la cápsula del tiempo con la que los responsables de la organización de las Primeras Jornadas de Sicogenética habían deseado enviar un mensaje a los que la abrieran al cabo de cien años, les había gastado una broma, sin que lo supieran.

Y la reseña de las Jornadas, las fotos de los asistentes, los discursos de las autoridades, tal vez, los deseos de paz y prosperidad para las generaciones venideras, con las que se suelen llenar los canutos que se dejan a merced del tiempo futuro, habían sido sustituidos por un poema lírico.

Un bello poema de amor.

FIN

 

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Cuento de primavera: Fugas

18 abril, 2014 By amarias Dejar un comentario

“Estamos en lo que nos faltamos”, escribió Juan Gelman (Mundar, Visor Poesía, 2008) en uno de esos poemas casi ininteligibles que solo se despliegan cuando se leen una y otra vez, hasta sacarles brillo con la imaginación.

No es posible saber en qué momento quedó la puerta abierta y si nosotros fuimos los descuidados.

Pero se escapó el amor. Cuando fuimos a darle de comer, como habíamos hecho los días anteriores, poniendo el chorrito de esperanza en el cuenco de beber y un buen montón del compost de ilusión -que tanto le gustaba-, en el comedero, y cambiamos la cama de sepiolita y pequeñas frustraciones para que todo lo encontrara limpio y a su gusto, lo llamamos luego con el suave ronroneo que lo imitaba, pronunciando su nombre.

-¡Amor! -porque no habíamos creído conveniente ponerle otro nombre. ¿Cuál mejor?

Recorrimos toda la casa, mirando debajo de las sillas, moviendo piezas en el cuarto de los trastos, manoteando detrás de las cortinas del baño. No estaba a los pies de la cama revuelta, ni junto a la bañera en donde acostumbraba a sentarse para contemplar nuestro desnudo, ni se había acercado aquella noche a la mesa de la cocina para compartir con nosotros la cena que preparamos con los guisos que tanto había alabado.

Ya era muy tarde cuando comprendimos que no estaba. Nos ha dejado su ausencia, su vacío, así, como al descuido. Y aquí estamos, esperando que vuelva, acurrucados en lo que nos faltamos, aferrados a esa fantasía.

FIN

(Ayer, 17 de abril de 2014, falleció Gabriel García Márquez. Yo lo conocí cuando tenía diecisiete o dieciocho años, de casualidad, y me enseñó el calor de las palabras; luego, nos vimos muchas otras veces, en Cien años de soledad -¡tantos!-, encontrándonos sin preaviso o citándonos en mis sitios preferidos, bajo páginas abiertas que yo releía siempre con deleite, incluso en voz alta, sin importarme que él, desde la distancia inalcanzable, no me escuchara.

No me avergüenza reconocer que yo imitaba sus pasos, sus giros y retruécanos, buscando el calor de sus frases, la sensualidad de sus párrafos calientes. Lo seguía a riesgo de convertirme en una caricatura suya, pintarrajeado con tintes y betunes que  eran de otra galaxia y, por tanto, no me correspondían.

García Márquez (yo nunca me atreví a llamarlo Gabo) siempre guardaba sorpresas, y también me engañaba, como hacía -supongo- con todos los que le amábamos. Cuando me habló, por ejemplo, de aquel coronel que no tenía quién le escribía, me tuvo buscando toda una tarde a ese hijo perdido con la obsesión de un poseso, habiéndome animado antes a elucubrar que yo -infeliz- lo encontraría. En los Funerales de la mamá grande, allí me tuvo, de pie, toda una tarde, esperando ni sé que cosa, y estuve a punto de suspender  Cristalografía.

Ahora me dicen que ha muerto, pero no me lo creo. En la imaginación no se muere jamás, como tampoco el amor. Perviven en lo que nos falta)

(P.S. Y hoy, 18 de abril de 2014, se nos ha muerto el tío Alfonso, un hombre tenaz; también de esa misma generación de titanes, premios nobel y cupletistas a la que perteneció Gabriel, también un luchador muy bien vivido, que desarrolló, en este su caso, la andadura entre aventuras de machos de caballerías y sobremesas en ventas gallegas,  capitán de una abadía de foros redimidos que pertenecieron a quién sabe qué iglesias, amado como el que más entre sus paisanos, ágil entre los atletas, a pesar del ataque de una polio sin respeto infantil que debió haberle dejado baldado para siempre , y que no consiguió -qué va- doblegarle ni la sonrisa.

El fue principal culpable, de que a mí, advenedizo, me gustara el sabor del campo más rudo, y asturiano de los Oviedines del alma, procedente de cepas variadas, de su mano, se me abrieran de par en par las puertas de las casas de Pontenova, de Meira, o Vegadeo, y llegara a  entender el gallego que hablan los lucenses, y aprendiera, de una vez, que los que son sencillos no tienen nada de simples, y que quienes viven sus soledades con parsimonia, -deshojando maíces bajo los cabozos, contando pacientes los inviernos- aman a quien les haga buena compañía.

Descanse en su paz; como el decía: “Con la edad, el cuerpo va buscando nicho”, y se dormía)

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Cuento de invierno: Razones de dragones y Princesas

8 febrero, 2014 By amarias2013 Dejar un comentario

Las Princesas son, como los Reyes, los centauros o dragones, creaciones imaginarias, que solo tienen su razón de ser en los cuentos. Todo el mundo es consciente, cuando está sobrio, que no pueden existir personajes de sangre azul, ni cuadrúpedos con cabeza humana ni serpientes aladas que echen fuegos por las fauces.

Como criaturas irreales, de las que no es posible conocer con la más benévola certeza, qué piensan, hacen o destruyen, la imaginación de las gentes, a lo largo de los siglos, ha ido tejiendo en torno a esos seres un entramado mitológico. Lo curioso es que, olvidando los orígenes, muchos creen -o son obligados a creer- que tales construcciones mentales existen.

En el país de Valgamediós, en la zona limítrofe entre la imaginación y la certeza, vivía una familia real. Su inexistencia era pacífica, puesto que se limitaban a ocupar la zona encantada en la que nadie osaba penetrar, pues la amenaza de graves calamidades y desgracias a cuantos se aventurasen en esa tierra desconocida a los mortales, era suficiente para mantener a raya a los curiosos.

Como en todos los cuentos, había en la corte imaginaria, privilegios, lacayos, carrozas, fiestas, pleitesías y admiración fantasiosa respecto a lo que se suponía podía ser la vida de los habitantes del castillo encantado. A veces, alguien se jactaba de haber penetrado -echándole mucha imaginación-, como furtivo, en el territorio onírico, y contaba historias fabulosas del carácter campechano del Rey, de la inteligencia sobrenatural de la Reina y de la gracia y donosura de los Príncipes y Princesas que poblaban las páginas del cuento.

Un día, sin embargo, sucedió algo increíble. Los personajes del cuento empezaron a aparecer en la vida real, es decir, en la vida normal y aburrida, de los habitantes de Valgamediós.

Primero, alguien dijo que el Rey había sido visto con una plebeya, de la que, se elucubró de inmediato, estaba enamorado. Luego, fueron varios los que afirmaron haber conocido, de muy buena tinta -esto es, tinta indeleble-, aventuras reales con pastoras, artistas de cabaré y esposas de capitanes de su guardia real, aquellos que velaban para que la frontera no se traspasara.

El asunto empezó a ser muy serio, cuando el Príncipe heredero se enamoró perdidamente de una persona de carne y hueso y decidió casarse con ella.

Todos los encargados de mantener la fantasía se opusieron al desatino.

-Me caso -explicó el Príncipe ilusionado- y no me importaría perder mi condición inmortal para dar cumplida satisfacción a mi deseo. El Rey le explicó que no había ninguna necesidad de dar ese paso, pues los privilegios de los habitantes de la fantasía implicaban que sus deseos podían ser satisfechos sin tener que perder prerrogativa alguna.

-¿No puede ser que, dada nuestra condición inmortal, contagiemos al menos a una persona real de nuestra esencia? ¿No dicen los libros de cuentos, que son nuestra guía, que todo lo puede el amor? ¿No será esa unión que pretendo, la forma de convencer a quienes creen en nuestra existencia, que nuestro mundo y el de ellos tienen puntos de encuentro?-argumentaba el Príncipe, contemplando con melancolía inusitada lo que, en su terquedad -lanzada desde lo imaginario a lo real- pretendía eran caminos de felicidad que no podría alcanzar mientras se mantuviera preso en los límites de lo onírico.

Fue imposible convencerlo. Y, lo que es aún peor, sus hermanas, las Princesas, siguieron por ese camino.
Abandonaron, para consternación de quienes los habían creado y disgusto de quienes formaban parte de la irrealidad de la Realeza, los terrenos que les estaban destinados, y se confiaron en los brazos del amor.

Nadie les dijo que el amor era un antídoto muy útil para los mortales, que les hacía -al menos, por momentos- olvidar su condición perecedera, pero resultaba una pócima destructiva para quienes procedían del mundo de los cuentos.

Esa vulnerabilidad fue aprovechada por un dragón, que, echando fuego por sus bocas, se dedicó con todo su ahínco a hacer lo que es propio de tales seres mitológicos, que es seducir a Princesas y Príncipes incautos y consiguió atrapar a una de las Princesas.

El dragón de este cuento no tiene torre de marfil, sino mazmorras, y, llevado por otra imaginación, ha sometido a la cautiva a la más exhaustiva observación, exponiendo sus intimidades sin pudor. Las páginas del cuento se han poblado de cántaros rotos, secretos descubiertos del campo de la imaginación.

No hay en la realidad, como sucede en los cuentos, un Príncipe encantador que corte con su espada invencible la cabeza de los seres mitológicos que se pongan en su camino. Los procedimientos son tediosos, imprevisibles por el resultado, amargos en su naturaleza.

Los Reyes y las Princesas no pueden utilizar en ese espacio sus virtudes imaginarias, sino que, al ser iguales a los demás son, por ello, muy vulnerables. En el territorio del dragón, el destino de los miembros de sangre azul es ser devorados sin piedad.

FIN

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