Sí, los tiempos han cambiado y ahora se es más tolerante respecto al comportamiento en público de los demás. Hacemos como que no vemos; nos hemos acostumbrado a disimular nuestra curiosidad, aparentando indiferencia.
Sigfrido Mortizado acababa de terminar su jornada laboral y, como hacía todos los días, entró en la estación de metro de Tribunal-Nestlé, llevando en la cartera algunos escritos que, si le daba tiempo, confiaba poder leer en casa. No estaba seguro, puesto que su madre, octogenaria, estaba pasando por su fase de demanda de atención exclusiva, típica ya de cada final de primavera.
Mortizado se fijó inmediatamente en aquella pareja, que, sentada en uno de los bancos metálicos de la estación, estaban besándose con despreocupación. Se habían abstraído del mundo circundante y, como si acabaran de conocerse y hubieran caído en las redes de su recíproca capacidad de seducción, se entregaban a carantoñas, intercambio apasionado de salivas, toqueteos, que a Sigfrido le parecieron fuera de lugar.
Le atrajeron.
Como el letrero luminoso de la estación anunciaba que el tren tardaría aún cuatro minutos, fingiendo que estaba abstraído leyendo uno de los escritos que sacó con rapidez de la cartera de mano (era una demanda de medidas cautelares), se acercó al banco en donde los dos enamorados se entregaban a sus manifestaciones de ardor primaveral.
-Eres muy guapo. Es una lástima que estés casado -oyó decir, o así lo entendió, a la mujer, mientras tocaba el rostro del hombre, deslizando sobre él, con parsimonia sensual, una mano con uñas pintadas de color carmín intenso.
El otro la besaba en el cuello y en el oído, musitando frases que Mortizado, por más que aguzaba la atención no pudo oir. Ella sonreía, a veces, incluso, reía, y volvía la cabeza hacia atrás, enseñando un cuello blanco y hermoso, rodeado por una cadena con su cruz.
Se fijó mejor en ambos y reconstruyó su historia, sin dudar. Era un buen fisionomista, cualidad natural exacerbada por su trabajo de muchos años como Magistrado. Con seguridad, el hombre, casado, había venido a la ciudad por trabajo de un par de días, y la mujer… era una chica de alterne, con la que habría pasado la noche y toda la mañana.
Llegó el tren, y, como atraído por un imán, Mortizado siguió a la pareja al mismo vagón y, aparentando seguir enfrascado en sus papeles, procuró mantenerse cerca. Escuchaba, miraba, deducía.
No cabía duda: la mujer, más joven de lo que había creído a primera vista, era extranjera, a pesar de su buen dominio del español. Percibía, en algunas inflexiones, un acento peculiar. El hombre, que llevaba unos vaqueros ajustados y camisa a cuadros, encajaba perfectamente con el tipo de provinciano con poco mundo que estaba disfrutando de unos días de libertad, alegrándose los sentidos a cambio de dineros.
-¡Sepárate de tu mujer y prometo que te haré sentir en el cielo! -decía, entre lengüeteos y caricias, la muchacha; tenía una mirada dulce, extraviada, azul. Era, definitivamente, extranjera; y, podía poner la mano en el fuego, provenía de algún país del este de Europa. ¿Y él? Aunque ahora solo lo veía de espaldas, Mortizado dedujo, por lo alborotado del poco pelo que le quedaba en torno a la calvicie de su coronilla y los negros zapatos puntiagudos manchados de barro en el tacón, que era un hortera cuarentón; un simple.
Apostaría incluso que era un informático, un técnico de sistemas, como llaman a esos tipos a los que te ves obligado a acudir para que te saquen los virus de los ordenadores. Mortizado era reacio a utilizar las nuevas tecnologías, por previsión, no por resistencia al cambio. Estaba seguro de que, cualquier día, el mundo sufriría un colapso informático.
Tuvo que cambiar de línea, y sus espiados se quedaron en el mismo vagón, acariciándose. Mortizado volvió a meter los papeles en el maletín. Al poco, de manera mecánica, buscó en la chaqueta las gafas que, en su fingimiento, no había utilizado. Présbita avanzado, le resultaban imprescindibles para ver de cerca. No las encontró en el bolso derecho, pero sí en el izquierdo. No pensaba leer, no las necesitaba.
Lo que no estaba en la chaqueta era la cartera, en donde guardaba el dinero, las tarjetas de crédito, la identificación de Magistrado. Se atoró. El trayecto hasta la siguiente estación le pareció interminable.
Bajó apresuradamente y buscó algún encargado de seguridad. No lo encontró. Salió al vestíbulo, y se dirigió a la taquillera, saltándose la cola de quienes aguardaban para cambiar el billete, porque, al parecer, la máquina automática no conseguía leer la banda metálica:
-¿Lo ha tenido junto al móvil? -estaba preguntando al tipo que atendía. Mortizado asomó la cabeza por la ventanilla.
-Me falta la cartera. Creo que ha sido una pareja que estaban besándose aparatosamente y me distrajeron -explicó, alterado.
La señorita, que estaba ocupada contando los viajes que aún tenía pendientes de utilización el billete que sostenía en la mano, dijo con tono mecánico, sin prestarle atención:
-Presente su denuncia en la policía. Yo no puedo ayudarle.
FIN
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