Hace diez años, varias bombas controladas a distancia explotaron en cuatro trenes de cercanías de la capital de un país real, que tenía cierto parecido con el de Valgamediós, aunque la principal diferencia era que en aquel país no había mucho lugar para la fantasía.
El atentado terrorista que padeció Madrid cambió muchas cosas. Para algunos, de forma definitiva. Los artefactos explosivos mataron a 191 personas y causaron heridas físicas de diversa consideración a más de dos mil. Hubo también miles de heridos síquicos, quizá millones, porque a éstos sería imposible contarlos, ya que, como es natural, la mayoría no solicitaron tratamiento.
Cuando se propagó la información de que la capital de España había sido elegida por las fuerzas del mal para hacer una exhibición cruel de su minúsculo poder, hubo algunos que pensaron de inmediato que el atentado era obra de los terroristas que tenían instaladas sus tiendas junto a las nuestras, los “asesinos de casa”, por así decirlo. ETA, de la que se creía conocerlo todo.
Era el momento de estar más unidos que nunca contra ese enemigo interior que había hecho de la extorsión y el miedo su forma de vida.
No era fácil imaginar, desde la sorpresa inicial, que los atentados tenían como autores a un grupo de fanáticos religiosos que reinterpretaban, manchándolas de sus odios, las voluntades por las que Dios había sido creado, y que querían, por encima de todas las cosas, hacer daño, cuanto más daño, mejor, sin importar a quién. Los yihadistas, de los que se sabía muy poco.
Estos asesinos con talantes medievales y artefactos de hacer daño modernos, no se estrellaron con un avión que ellos mismos conducían. No se inmolaron con sus víctimas. Pudieron disfrutar del momento de gozo de conocer que su operación había tenido el éxito que esperaban: la masacre de centenares de personas a las que no conocían de nada; generar la desesperación y el miedo de miles de desconocidos; abrir las especulaciones de millones de hombres y mujeres que se preguntaban para qué se había asesinado a tantos.
Se han guardado desde entonces, en los lugares más dispares, muchos minutos de reflexión. Como es sabido, en los minutos de reflexión, las gentes se ponen de pie, guardan silencio con la mente generalmente en blanco, y esperan que el tiempo, que parece en esos casos terriblemente lento, pase de una vez. Después, aplauden o gritan, aunque -convencidos a priori de que no pueden hacer nada más-, sencillamente, vuelven por donde solían.
La fecha del once de marzo de 2004, para muchos españoles y, en especial, para quienes han sufrido las consecuencias del atentado directamente, está marcada de rojo en el calendario de sus vidas.
También lo está, por razones muy diferentes, para quienes han instigado y participado o colaborado en el atentado.
Algunos de ellos -no podemos dudarlo- están muertos, o en la cárcel.
Pero, con seguridad, hay decenas, quizá centenares de seres diferentes -no podemos llamarlos semejantes-, para los que este día significa un momento de gozo, de triunfo. Me escalofría saber que, dos años después del atentado, un 16% de los musulmanes que vivían en España simpatizaban con la acción terrorista.
Puede que sean miles quienes, al escuchar que las víctimas y sus familiares y la inmensa mayoría de quienes están a su lado en el dolor y en la memoria, vuelven a vivir aquellos momentos, deseando que nunca hubieran existido, sientan por su parte la sensación de que han conseguido algo, de que han hecho bien.
Para los que aún puedan creer -dentro como fuera de España- que la actuación de tenía fundamento, no tengo más que una combinación de lástima y desprecio.
Que esos minutos de silencio caigan sobre ellos, sobre los asesinos y sus cómplices, sobre los que creen que matar está justificado para que las ideas, cualquiera que sean, se impongan sobre las razones. Que les aplasten las fuerzas de la sensatez.
Y que esta maldición, surgida del respeto al hombre y no del odio, nos libere, a los pacíficos, a los que siempre estaremos junto a las víctimas, de la desgracia de tener que convivir con los criminales, con los asesinos, con sus cómplices, con sus encubridores, con los que nos siguen mintiendo sobre los móviles para superponer sobre las verdades, sus deseos y fantasías.
FIN
Ni quito ni pongo Angel. Lo has dicho todo.