El periódico ABC, en su edición del 4 de octubre de 2021, publica detalles de una conversación mantenida en 1990 entre el entonces ministro de Interior, Antoni Asunción, y el responsable de la lucha antiterrorista, el general Emilio Alonso Manglano. Se trata de un episodio al que se refiere Juan Fernández Miranda, en su libro de inmediata publicación: “El jefe de los espías” (Ediciones Roca), utilizando, según cuenta, papeles y notas del difunto Manglano, que habrán llegado a sus manos solo sabe él cómo.
De esa lectura incómoda parece deducirse con poco margen de error que, bajo el mandato del ministro Corcuera, se autorizó el envío de, al menos, una carta bomba a un miembro de ETA, como advertencia de que se estaba dispuesto a entablar una guerra de contra-atentados desde el propio Estado. Una actuación descabellada, ilegal, insólita, que parecería responder al extraño silogismo de “Tú matas a bocajarro o colocando siniestros artefactos a servidores del Estado, a políticos e incluso a civiles. Pues yo, que soy responsable de la Administración de la Paz y Seguridad Interiores de ese Estado, cuando localice a uno de los tuyos, lo trataré de enviar al otro barrio con similares medios a los tuyos. Así estaremos a pré”.
La bomba provocó la muerte del infortunado cartero José Antonio Cardosa, que hacía la distribución del correo y que, al advertir que la carta no entraba en el buzón del destinatario, la dobló, explotándole en las manos.
El destinatario de la supuesta misiva mortífera hubiera sido Ildefonso Salazar Uriarte, asesino del guardia Jiménez Gómez, acto que perpetró en su misma comisaría en 1978, en la que se introdujo con el engaño de haberse olvidado el carné de identidad.
Diversas circunstancias están ayudando a ventilar sobre la población española -creando una gran inquietud interior y con efectos destructivos de nuestra imagen internacional- variopintos elementos, algunos pocos, ya probados, otros en fase especulativa o itinerario probatorio que pretenden como objetivo principal -porque tengo pocas dudas de que se trata de actos intencionados, programados para causar inestabilidad- dejar en maltrecho lugar nuestras instituciones fundamentales. Porque son actuaciones dirigidas, no se trata de una revisión al completo de lo que funciona mal (y ahí el camino sería inabordable), sino dar picotazos aquí y allá, con fines más que ejemplarizantes, desestabilizadores.
No tengo bolas de cristal y desconozco cuáles son las fuentes y los reales propósitos de sacar a la luz tanta porquería, coincidiendo con un gobierno de coalición que prometió volver al país del revés y lo está consiguiendo, aunque no sea asunto para cantar victoria, pues, cuanto más dicen desde Moncloa que estamos mejor, tanto peor nos ven.
Ahí tenemos al rey de antes, Juan Carlos, de vacaciones largas en un emirato (Abi Dabhi), sin atreverse a volver a España, por no perjudicar -así cupo interpretar en un Comunicado- la jefatura de Estado de su hijo -“el mejor formado de las casas reales actuales” (su padre dixit, cuando El estaba en mejores momentos), aunque los esfuerzos de la Casa Real por mantenerse en pie en un entorno republicano tienen aspecto de realizarse en solitario. El monarca que libró a España de un golpe de Estado (nadie lo ha desmentido, al menos hasta ahora) es el destinatario de buena parte de la mierda que difunde el ventilador mediático, exagerando convenientemente, hasta hacerlo parecer historia de vodevíl, sus amoríos y desvíos con féminas que alimentan su imagen de gañan incontrolable y, para colmo imperdonable, su presunta tendencia a intervenir como comisionista de los negocios en los que ayudó a las grandes constructoras. La fiscalía parece ahora dispuesta a solicitar el sobreseimiento (¿archivo provisional o definitivo?) del caso del fraude fiscal del “Emérito”. Ya veremos si se atreve a retornar a España y para qué.
No sólo es asunto de cuestiones regias. La difusión de que un buen número de ciudadanos, obligados a la ejemplaridad, han evadido cuantiosas cantidades en impuestos, amparándose en la ocultación que proporcionan los paraísos fiscales y la facilidad para montar empresas, interpuestas entre el Fisco y el dinero, que les sirvieron para mandar fuera del país en que se produjeron la parte de las plusvalías que nos pertenecen a todos.
Me parece que no basta únicamente a estos personajes de la España profunda (y, en general, salvo actuaciones que parecen debidas al azar, desconocidos en sus tejemanejes), con expresar aquellos de que “Lo siento mucho, no volverá a ocurrir”. Tampoco me apetece dar credibilidad sin matices a ese juego de infamias, hasta que -ahí tenemos la valla que no se debe saltar- la investigación fiscal propia y la lenta justicia .limitada por las posibles prescripciones de los hipotéticos delitos- no pruebe culpabilidades y calcule daños y multas. Todo es ahora mera presunción y hay que respetar la inocencia y abominar del juicio mediático, pero…¿qué nos queda por hacer, pues, a los ciudadanos del montón?.
Porque, a pesar de las dilaciones, las incertidumbres, los apaños, sin embargo, estamos libres de sospechar que vivimos entre delincuentes de manga ancha y calzón prieto -no robagallinas-, que han hecho carrera para ocupar puestos muy altos y, aupados en ellos, se afanan, en puro ejercicio de desfachatez y autodefensa non petita en convencernos de que debemos ser honestos, mientras ellos ponen los huevos (léase, nuestros dineros) en su propia cesta.
Me siento mal, muy mal.