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Ejército y sociedad civil (10)

18 enero, 2018 By amarias Dejar un comentario

El papel de las Fuerzas Armadas en relación con la seguridad, esto es, con la “conciencia de seguridad” (o con la “necesidad social de seguridad”), no es discutida. Parece estar en el fundamento mismo de la existencia de un cuerpo armado, cuando se acepta que los enemigos de esa seguridad -sean quienes fueren- utilizan procedimientos expeditivos para destruirla.

Sin embargo, un análisis elemental de potenciales riesgos, revela que el término seguridad es extremadamente amplio y  ambiguo. Su enorme alcance, su dinamismo y, también, el carácter subjetivo de la valoración de lo que se entiende por riesgo o peligro, ofrecen amplio campo para el debate. La cuestión debe permanecer en permanente revisión, ya que cambian los sujetos agentes, sus métodos, y las opciones de protección. Vaya, pues, por delante, que el análisis es complejo y, si no se acota el dominio de contorno de lo que se desea proteger, y se tienen en cuenta los medios, conduce a una inacabable fase previa sin medidas efectivas.

Pero, si el concepto es polisémico, ¿cómo vincular a las Fuerzas Armadas, y, en general, a todas las Fuerzas del orden, con el mantenimiento y perfección de un objeto tan plástico?

La “cultura de seguridad”, plasmada en España con directrices del Consejo Español de Seguridad y el enfoque orientador de la OTAN, ha dado lugar a la Estrategia de Seguridad Nacional. Cuenta ya con el antecedente de la diseñada en 2013 y viene más recientemente amparada con la Ley de Seguridad Nacional 36/2015, al abrigo de la cual se ha publicado, a finales de 2017, por la Presidencia del Gobierno una revisión actualizada y una mayor concreción de los objetivos.

Me propongo referirme, ya que entiendo que se encuentra en la zona difusa de la seguridad y, por tanto, del espacio de discutible actuación de las Fuerzas Armadas, la actuación contra la amenaza a la integridad territorial. La defensa de la “integridad territorial” es, como ya he tenido ocasión de recordar en un Comentario anterior, uno de los tres capítulos de acción que el art 8 de la Constitución de 1978 recoge como “misión” de las Fuerzas Armadas.

España es uno de los países europeos que ha sufrido en su territorio la lacra del terrorismo interior. En la descabellada, y cruenta, defensa de una posición independentista, con apoyo popular que nunca se podrá desentrañar en toda su magnitud, el grupo criminal ETA actuó con extrema crueldad contra la seguridad, causando casi mil asesinatos y un número indefinido, pero de gran magnitud, de víctimas físicas y sicológicas y fuertes pérdidas económicas (si bien, no quiero obviar poner de manifiesto que la situación de terror benefició indirectamente a un corralito empresarial en el que figuraron quienes se sometieron al chantaje, al verse reducida la libre competencia en el País Vasco).

Hace unos meses (julio de 2017) se cumplieron 20 años del secuestro del funcionario de prisiones Ortega Lara (felizmente liberado por la Guardia Civil después de más de 530 días de cautiverio en un zulo) y del vil asesinato del ingeniero Miguel Angel Blanco, con el que el grupo terrorista buscaba compensar maquiavélicamente el anterior éxito del Estado de derecho.

Si me permito traer a esta exposición un asunto que parece superado por la Historia democrática posterior es para poder destacar que la amenaza del terrorismo interior no está superada en España.

Desde la misma posición ideológica de las Fuerzas Armadas, el peligro de involución está felizmente arrumbado. La práctica total renovación de los mandos superiores a raíz de la implantación plena de la democracia, ha permitido la incorporación y ascenso de nuevas generaciones de militares que acatan la subordinación de lo militar a la autoridad civil como principio básico de la vida democrática. El Ejército es hoy, a raíz de algunas encuestas peculiares, incluso de trasfondo más democrático que la sociedad civil (el porcentaje de mandos confesos de “extrema derecha” no llega al 0,1%%, inferior al sector que suscribe esa ideología en la población general, que parece alcanza el 1%).

Somos muchos en este país de ciudadanos mayoritariamente envejecidos los que hemos vivido y padecido el intento de golpe de Estado que visualizó el coronel Tejero en febrero de 1981, y que puso de manifiesto el divorcio que existía entonces entre parte de las Fuerzas Armadas y la sociedad. A principios de los años 70 del pasado siglo, la mayor parte del conjunto de jefes y oficiales del Ejército (la mayoría de los cuadros de comandante para arriba habían participado en la guerra incivil) desconfiaban de la apertura liberal a la que apuntaban los tecnócratas del gobierno tardofranquista, alimentando la obsesión por el “enemigo interior”.

(continuará)


La silueta inconfundible de un alimoche (neophron percnopterus), con su cola cuneiforme, surca, con suaves aleteos, el cielo estival de Castilla. Como ave carroñera, otea desechos y, en especial, vertederos y acumulaciones de basura. No necesita asustar a ningún pajarillo, lanzando amenazadores chillidos que asustan a los inquietos y les hacen moverse de sus cobijos, exponiéndose a la voracidad de las rapaces, por lo que es, mayormente, silencioso.

El alimoche que fotografié aquél día de verano, es un adulto, como lo muestra el contraste entre las plumas de vuelo negras (las rémiges) y el resto.

 

 

 

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La vida humana como instrumento

11 marzo, 2016 By amarias 1 comentario

Cada 11 de marzo, desde 2004, quienes vivíamos entonces en Madrid, debemos confrontarnos con la memoria de un suceso que llenó nuestro día de angustia, dolor, incertidumbre, estupor y lágrimas. Fue un día diferente, porque la ciudad fue elegida como mensajera del terror y sus habitantes, como víctimas forzosas de una inmolación indiscriminada. Murieron 191 compañeros, fueron heridos físicamente otros 1.857; tal vez, incluso más.

Una conspiración de varios desgraciados eligió esta ciudad para lanzar un mensaje mortal, pero no por ello menos calificable de irracional y estúpido, aquel jueves que había amanecido con vocación de ser igual que cualquier otro, asesinando a algunos de los nuestros . Cuantos más, mejor. Escribo “de los nuestros”, y elijo sin dudar las palabras: porque los que se convertirían en asesinos venían del otro lado, del lugar de aquellos que, en su enajenación antinatura, creen que la vida humana puede ser instrumento para cualquier objetivo.

Me duele volver a repasar aquel día, reviviendo mis propias angustias; localizar dónde estaban mis hijos, llamar a los amigos que sabía que se desplazaban en tren a su trabajo cada mañana temprana, penetrar en la selva del desconcierto instantáneo para saber qué habría pasado con los que residían en el Pozo del tío Raimundo y en la Colmena de Santa Eugenia, reavivar la solidaridad desde los escombros de la sensibilidad acuchillada en otras barriadas también golpeadas.

Recibiendo cada poco la comunicación atropellada, intuitiva, inocentemente falaz, de algunos confidentes de la izquierda plural, convencidos sin reservas de que ETA estaba detrás del atentado y, en consecuencia de aquella lógica precipitada, las elecciones que se habían supuesto ganadas, y que estaban programadas para el siguiente domingo, 14, sin margen de campaña, estaban perdidas.

A medida de que se iban separando los muertos de los heridos, aparecían más datos, teléfonos y mochilas, se empañaron las conjeturas con otras hipótesis, afloraron otras verdades, se deshicieron sospechas a la luz de nuevas evidencias. Los supervivientes nos tornamos mayoritariamente indignados cuando se fue conociendo que el Gobierno en funciones ocultaba que el ataque había sido provocado por fanáticos que habían esgrimido el nombre de su Dios en falso, y seguía atribuyéndolo a terroristas de la casa de locos que todavía seguía pareciendo a muchos un país del norte de nuestra sociología malparada.

Descansarán los muertos, porque no tienen otra función que les competa, pero no debería descansar ninguno de los vivos, mientras queden grupos que pretendan sostener que el ser humano es instrumento, y que, para amedrentar con viciosos objetivos, maten, hieran o lo pretendan. No importa que se inmolen ellos mismos, que inciten a otros a hacerlo, o que se oculten, desde lo profundo de su miseria mental, detrás de un artefacto que accionen a distancia.

Dañan nuestra condición humana, nos perjudican frente a la naturaleza de las cosas, hieren nuestra pretensión de ser racionales, solidarios, sensatos, fieles a un Dios que está por encima de cualquier concepto, y que nos ordena, en lo íntimo de nuestro ser, querer lo humano.

(Un Dios que no conoce de religiones, sectas ni creencias, ni le importan, porque ni siquiera le hace falta existir para saberse.)

—-

Nota: El once-eme es también fecha que nos recuerda un accidente que combinó las descomunales fuerzas de la naturaleza con la limitada capacidad humana para preverlo todo: Fukushima. Sucedió lejos de nosotros en la distancia física, pero nos afectó mucho, y quizá de forma aún más persistente. Sobre este suceso también tengo escrito; hubo más de 20.000 muertos, se contabilizaron centenares de miles de heridos, provocó casi medio millón de desplazados, no pocos para siempre.

Sirvió para poner en presente que dominar la Tierra tendrá siempre riesgos y la técnica, aunque los trate de reducir al mínimo, no acierta a controlarlos siempre, ni todos. Son demasiadas variables, entre las que hay que incluir, cualquier omisión, error, negligencia o fallo humanos, además de las demostraciones de fuerza del azar y los dioses de superior naturaleza.

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Usted puede ser un terrorista

27 marzo, 2015 By amarias 1 comentario

Reconozcámoslo. Las especulaciones en torno a las causas que llevaron a un avión Airbus de una compañía de bajo coste a estrellarse en los Alpes han dejado al descubierto muchas de nuestras debilidades. Colectivas, pero también individuales.

Por si aún no nos habíamos dado cuenta, queda demostrado, casi sin réplica posible, que nos hemos vuelto muy vulnerables.

Tan pronto como se difundió -fundamentalmente, a través de las redes sociales- que un aparato que hacía el vuelo entre Barcelona y Madrid se había estrellado, las televisiones y emisoras con más medios (ruego que el lector entienda el juego de palabras. en referencia a lo mediático, es decir a lo que resulta rentable) se dedicaron con ahínco a desflorar la noticia, en todas las direcciones posibles.

Exprimían nuestro morbo, nuestra ignorancia casi supina y, por supuesto, nuestro miedo al otro.

No se descarta ninguna opción, fue el mantra al que se acogieron los portavoces oficiales desde el inicio del crecimiento de la bola de nieve, mientras la rueda de la imaginación giraba, frenética.

a) Podía tratarse de un nuevo acto de terrorismo islámico. ¿No estamos permanentemente amenazados por esa fuerza oscura que consigue la inmolación de sus creyentes, llevados hasta el fanatismo, en una permanente guerra santa contra infieles, partidarios menos ortodoxos de su doctrina, religión desconocida de la que la mayoría opina, sin entender a profundidades, niveles ni matices, que “necesita un hervor”, o que “es una adulteración ingenua del mensaje cristiano”?

b) Podría deberse a uh fallo técnico, porque nos han enseñado a desconfiar de todo lo que no entendemos. El avión era ya viejo (tenía 20 años), o bien que, a pesar de haber sido revisado recientemente (¡el día anterior!) no lo hubieran hecho a conciencia (¡Horror! ¿Podría haberse tratado de una inspección en Barcelona?…Por fortuna, el debate apasionante sobre el verdadero estado tecnológico intraeuropeo y sus diferencias, no llegó a abrirse, porque se indicó justo a tiempo que la revisión se había realizado en Düsseldorf. Así que la alta tecnología alemana hubiera sido la culpable de cualquier error supervisor.

c) Pero podría haber sido un fallo de concepción del modelo mismo. El Airbus, esa apuesta europea para competir con la tecnología norteamericana, quizá no estaba tan bien concebido como la práctica venía demostrando. O quizá, a pesar de la pretendida seguridad de este medio de transporte (hay que apresurarse a decir que tenían que caer un par de centenares de aviones para que empeoraran significativamente los ratios de solvencia del transporte aéreo, cuyos índices de fiabilidad parecen mantenerse firmes como rocas), convendría recordar que había algunos accidentes de Airbus provocados por fallos misteriosos.

Se añadieron otros ingredientes para mayor patetismo, mientras el reloj de los hecho ajenos se paralizaba. No había inanición en Somalia ni guerras en Sudán, ni crisis en Grecia, ni parados en España, ni cajas B, ni inacción en cientos de conflictos. Los representantes a máximo nivel de tres de los poblaciones a las que pertenecía el grueso de las víctimas, decidieron ponerse de acuerdo para hacer turismo en los Alpes, acercándose, cuanto pudieron, al lugar del accidente.

Todos los que fueron solicitados de opinión, coincidieron con solidarizarse con las víctimas (es decir, con los muertos), estar consternados por la noticia, ser prudentes acerca de las razones del accidente. Los expertos consultados ilustraron al pueblo llano acerca de cómo funcionan los mandos automáticos de una aeronave moderna, del tiempo que hacía y hará en los Alpes y en esa zona concreta, del esfuerzo para tratar los traumas de los familiares, etc., y los testigos -incluso a decenas de kilómetros del lugar inaccesible en el corazón de la tragedia- hablaron de ruidos, explosiones, normalidad, nieve, dificultades, silencios-.

Se habilitaron carpas para periodistas, acompañantes, curiosos, políticos, familias de las víctimas, rescatadores, alpinistas, policías, sicólogos, etc.

El tiempo seguía parado, mientras sabíamos ya mucho de la naturaleza de los ocupantes del avión; habíamos precisado con imaginativa concisión lo que había sucedido en los ocho o nueve minutos de caída suave del avión hasta su encuentro con la rota. Se habían ya mantenido, decretado o solicitado miles, millones de minutos de silencio en escuelas, centros públicos, sedes empresariales o deportivas.

Hasta que apareció Andreas Lubitz. Veintisiete años, alemán, copiloto, con solo 600 horas de vuelo, tal vez en una parte importante en un simulador o como acompañante de cabina. La caja negra del avión siniestrado no registraba su voz, sino las órdenes del comandante del Airbus, de los controladores, los gritos de los pasajeros, los golpes dados con los puños, con a saber qué instrumentos, para tratar de abrir la puerta que el joven había cerrado desde dentro, aplicando las claves que impedían, por estrictas medidas de seguridad, abrirlas desde fuera.

El desentrañamiento de los hechos, de su responsable, nos desvela una metáfora/realidad muy intranquilizadora. Pretendíamos defendernos del terrorismo exterior, dando las llaves de nuestra seguridad a los que estaban dentro, en el núcleo del sistema, a los que deberían pilotarnos a nuestro destino, y resulta que entre ellos también hay terroristas.

Porque, aunque se nos pretende convencer de lo contrario, el suceso por el que un avión Airbus, fue estrellado por un terrorista. Alguien que, en lugar de suicidarse con un tiro en la sien, o arrojándose al paso de un convoy, decidió que le acompañaran 149 personas en su inmolación. 149 ajenos a su propósito.

Lo del móvil particular de Andreas es lo de menos. Los medios seguirán especulando, habrá alimentación para rato con más especulaciones y análisis inanes. Lo importante, para mí al menos, es que no la amenaza proviene también de los que están elegidos para protegernos. Y los medios de seguridad que hemos ideado contra un peligro teórico exterior, son los que nos impiden acceder a la cabina de mando para desconectar el sistema previsto cuando algo va mal.

Qué relato salvaje, que historia más verdadera. Qué enseñanza para entender que hay que desconfiar de todo el mundo, del vecino apacible, del experto sonriente, del político sagaz. El enemigo vive con nosotros.

Y es, en mi opinión, nuestra creciente incapacidad para protegernos del otro, ignorándolo. Ignorando todo lo que sucede alrededor, hasta que, de pronto, se nos descubre el velo por el que deberíamos entender que, en lugar de desviar nuestra mirada para no chocar con la del otro, sería conveniente que nos miráramos a los ojos.

 

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No es un Cuento de invierno: Minutos de reflexión

11 marzo, 2014 By amarias 1 comentario

Hace diez años, varias bombas controladas a distancia explotaron en cuatro trenes de cercanías de la capital de un país real, que tenía cierto parecido con el de Valgamediós, aunque la principal diferencia era que en aquel país no había mucho lugar para la fantasía.

El atentado terrorista que padeció Madrid cambió muchas cosas. Para algunos, de forma definitiva. Los artefactos explosivos mataron a 191 personas y causaron heridas físicas de diversa consideración a más de dos mil. Hubo también miles de heridos síquicos, quizá millones, porque a éstos sería imposible contarlos, ya que, como es natural, la mayoría no solicitaron tratamiento.

Cuando se propagó la información de que la capital de España había sido elegida por las fuerzas del mal para hacer una exhibición cruel de su minúsculo poder, hubo algunos que pensaron de inmediato que el atentado era obra de los terroristas que tenían instaladas sus tiendas junto a las nuestras, los “asesinos de casa”, por así decirlo. ETA, de la que se creía conocerlo todo.

Era el momento de estar más unidos que nunca contra ese enemigo interior que había hecho de la extorsión y el miedo su forma de vida.

No era fácil imaginar, desde la sorpresa inicial, que los atentados tenían como autores a un grupo de fanáticos religiosos que reinterpretaban, manchándolas de sus odios, las voluntades por las que Dios había sido creado, y que querían, por encima de todas las cosas, hacer daño, cuanto más daño, mejor, sin importar a quién. Los yihadistas, de los que se sabía muy poco.

Estos asesinos con talantes medievales y artefactos de hacer daño modernos, no se estrellaron con un avión que ellos mismos conducían. No se inmolaron con sus víctimas. Pudieron disfrutar del momento de gozo de conocer que su operación había tenido el éxito que esperaban: la masacre de centenares de personas a las que no conocían de nada; generar la desesperación y el miedo de miles de desconocidos; abrir las especulaciones de millones de hombres y mujeres que se preguntaban para qué se había asesinado a tantos.

Se han guardado desde entonces, en los lugares más dispares, muchos minutos de reflexión. Como es sabido, en los minutos de reflexión, las gentes se ponen de pie, guardan silencio con la mente generalmente en blanco, y esperan que el tiempo, que parece en esos casos terriblemente lento, pase de una vez. Después, aplauden o gritan, aunque -convencidos a priori de que no pueden hacer nada más-, sencillamente, vuelven por donde solían.

La fecha del once de marzo de 2004, para muchos españoles y, en especial, para quienes han sufrido las consecuencias del atentado directamente, está marcada de rojo en el calendario de sus vidas.

También lo está, por razones muy diferentes, para quienes han instigado y participado o colaborado en el atentado.

Algunos de ellos -no podemos dudarlo- están muertos, o en la cárcel.

Pero, con seguridad, hay decenas, quizá centenares de seres diferentes -no podemos llamarlos semejantes-, para los que este día significa un momento de gozo, de triunfo. Me escalofría saber que, dos años después del atentado, un 16% de los musulmanes que vivían en España simpatizaban con la acción terrorista.

Puede que sean miles quienes, al escuchar que las víctimas y sus familiares y la inmensa mayoría de quienes están a su lado en el dolor y en la memoria, vuelven a vivir aquellos momentos, deseando que nunca hubieran existido, sientan por su parte la sensación de que han conseguido algo, de que han hecho bien.

Para los que aún puedan creer -dentro como fuera de España- que la actuación de tenía fundamento, no tengo más que una combinación de lástima y desprecio.

Que esos minutos de silencio caigan sobre ellos, sobre los asesinos y sus cómplices, sobre los que creen que matar está justificado para que las ideas, cualquiera que sean, se impongan sobre las razones. Que les aplasten las fuerzas de la sensatez.

Y que esta maldición, surgida del respeto al hombre y no del odio, nos libere, a los pacíficos, a los que siempre estaremos junto a las víctimas, de la desgracia de tener que convivir con los criminales, con los asesinos, con sus cómplices, con sus encubridores, con los que nos siguen mintiendo sobre los móviles para superponer sobre las verdades, sus deseos y fantasías.

FIN

 

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