Me gustaría ser considerado un divulgador.
No es fácil encontrar una definición al término que abarque la complejidad de las vertientes que toma la acción de divulgar (la RAE caracteriza este verbo, en su acepción más común, como “Hacer que un hecho, una noticia, una lengua, un conjunto de conocimientos, etc., llegue a conocimiento de muchas personas”).
No comprendo bien qué puede entenderse por divulgador de “una lengua”, aunque sí me parece que en la España pluralizada, con voluntad colectiva de desidia o decadencia, tenemos ejemplos dramáticos de la pretensión de rescatar una lengua, incluso reinventándola en parte, para convertirla, primero, en pasto cualificado de los académicos que conseguirán vivir de su trabajo de sistematización erudita, y luego, en pación general con la que adormecer, ofreciéndoles ventajas, a un número creciente de seguidores, llegando a convertirlos en fieles devotos del invento.
Si se analiza la cuestión sin apasionamiento interesado, se desvelará que este rescate de una lengua del camino inexorable del olvido, sepultada por la fuerza de las lenguas francas o dominantes, no sería posible sin el auxilio de una operación económica en la que confluyen, en animado contubernio, los intereses de las élites. No es una acción del pueblo, sino dirigida desde arriba.
Animados, sin duda, por el éxito de la operación de recuperar para uso común lenguas amenazadas con su fatal decadencia, como era el caso del catalán y, en mayor medida aún, del gallego y del euskera, un grupo de eruditos asturianos -contagiados en su ardor por lingüistas foráneos- han encontrado saludable para sus propios intereses defender la cooficialidad del bable, o asturiano, después de haber llevado a cabo la labor -de discutible mérito- de inventar buena parte de sus vocablos.
La pendencia lingüística está ya servida en mi región de origen, Asturias, pues son muchos los que encuentran aberrante, ridícula y hasta perniciosa para la salud mental, la cuestión de permitir la competencia del español o castellano, en los foros administrativos y universitarios, con esa lengua artificial que hoy nadie habla, incluso en los más remotos lugares de la geografía astur, allá donde pueda encontrarse el anciano más aislado en su braña.
Porque los asturianos lo que tenemos por común es una forma de hablar, una manera fácilmente identificable, que anima a la complicidad inmediata, con la que adornamos el castellano con un centenar de palabras propias y, sobre todo con un acento, un deje, una pose fonética, que nos hace sentirnos cómodos de ser especiales, o sea, distintos.
No necesitamos, a diferencia de los muñidores de los intereses catalanes y vascos, disponer de una lengua propia para situar falsos mojones en nuestro territorio. levantando fronteras donde no las había, con carteles (cada vez más visibles), que separen a los otros, “los españoles”, de nosotros, “la élite histórica”, un pueblo que se presenta como sojuzgado, marginado, abortado en su genialidad por ser obligado a ser parte de una colectividad de segunda clase.
La cuestión tiene connotaciones que serían ridículas si no se hubieran ya manifestado como terriblemente peligrosas, porque promueven la insolidaridad. No nos hizo falta (como tampoco le había hecho hasta hace pocas décadas, al catalán, gallego o vasco) usar, exagerándolas o forzándolas, nuestras diferencias en vocabulario y acento para decirle al que viene de fuera que, si pretende vivir en nuestra comunidad, debería aprender a expresarse con nuestros términos, someterse a nuestras reglas de juego, mientras impulsábamos, como de mayor mérito, las creaciones de los “nuestros”. Asturias es tierra de acogida.
Jamás habíamos pensado en levantar una muralla con el lenguaje, para utilizarlo como plataforma cultural ficticia, demandar privilegios y subvenciones, reclamar el favor de la superioridad inventada de nuestro grupo, frente a la pretendida vulgaridad homogénea del resto.
(continuará con una Segunda Parte)
De acuerdo totalmente.
Y afectado desde cualquier punto de vista en lo personal.
No doy crédito .
Ánimo.