Llevo ya suficientes años ejerciendo la abogacía, (por cierto, casi siempre desde el lado de la defensa), para que sienta animado para hacer un repaso personal de mi experiencia sobre algunos de los cauces tormentosos por los que se precipita actualmente esta profesión.
En el camino, me resulta imprescindible referirse a los legisladores y a los jueces, ya que -pido disculpas por ser tan obvio- la voluntad social de poner orden ante los múltiples problemas generados por la convivencia, involucra, como un triángulo virtuoso, a todas estas categorías de letrados.
Esta trinidad no es tan antigua como pudiera parecer, pues, como registró la Biblia, en el principio de los tiempos humanos, el mismo Dios asumía los papeles de legislador y juez, y le bastaban para administrar justicia. Según la sacra leyenda, el Supremo hacedor generó la primera Ley (“no comer del árbol del bien y del mal”) y la aplicó, en la doble función de juez instructor y penal (interrogando a los investigados y al único testigo, la serpiente, que había sido, en realidad, el inductor-asesor de la infracción). No tuvieron nuestros primeros padres abogado defensor que, sin duda, hubiera basado su alegato, más que en pretender demostrar la inocencia de los encausados, en poner de manifiesto las terribles deficiencias procesales.
Si me meto en este berenjenal, es porque está perfectamente detectado, para quienes nos esforzamos en ganarnos la vida (o parte de ella) como abogados, que los intereses que se ventilan en cualquier litigio, se tienen que batir, -más que en el terreno de los hechos-, en el de los impedimentos procesales.
Esta deformación tiene su miga. Para quien defiende los intereses y, en su caso, los derechos del demandado o del investigado/imputado, incluso aunque pueda tener objetivamente razones para hacerlos triunfar, la incertidumbre del resultado judicial está conduciendo los procesos hacia la mayor dilación posible. El mayor hándicap de la Justicia española es que es lenta, y no debe achacarse la razón a la torpeza, lentitud de razón o carga de trabajo de los jueces, aunque tengan todas esas causas algo que ver. No hay porqué desviar la cuestión ni hacia la falta de experiencia vital de los jueces fuera de las salas en donde asientan sus posaderas, o a que tengan sobrecarga de legajos , o a que haya demasiados litigios porque son demasiados los abogados, y siendo mucha la competencia, y el hambre a paliar, se les hacen pronto a todos los colmillos retorcidos.
El derecho procesal se ha convertido, en razón de este (des)propósito, en un elemento vital en el que fundamentar y argumentar todos los impedimentos posibles e imaginables que dificulten, y si es posible, hasta impidan, que llegue a emitirse alguna vez sentencia, esto es, finalice el juicio en su forma jurídica prístina. Se favorece también, de refilón, por aquellos abogados que pertenecen a la cofradía del prefiero un mal arreglo que un buen juicio, que se prefiera alcanzar arreglos extraprocesales, para que no sucumba de desesperación quien tiene alegado su mejor derecho y no ve la forma de que se le otorgue justicia en este mundo.
Desentrañar los entresijos de la situación nos lleva, por una parte, a entender por qué, cuando pueden pagárselo, y especialmente en las causas penales, se recurre por quienes tienen más crudo el defender sus posiciones, a los llamados “prestigiosos bufetes”, en detrimento de los abogados que actúan por libre. Esos bufetes se han construido en torno a abejas reinas -una o varias- que provienen de las catacumbas del Estado, tienen prestigiosos currícula conseguidos en su vida pública, y pueden, al sacar pecho, hacer pensárselo dos veces a los jueces y magistrados que osen llevarles la contraria.
Lejos de mi intención expresar que los jueces no actúan con total independencia, aunque no me faltarían ocasiones en las que se me dieron pistas para pensar que así no ha sido. Pero lo que no entenderé jamás, si, en teoría, quienes actuamos de abogados en un proceso, hemos de limitarnos a poner en evidencia y defender los hechos, por qué nos tomamos tanto esfuerzo y dedicamos tantas páginas, en expresar los fundamentos de derecho en que basamos nuestras alegaciones, y en recordar la jurisprudencia que entendemos aplicable. Esa labor correspondería a los jueces, a tenor de la aplicación de ese bello brocardo que resumía su función y, con ello, cuando éramos estudiantes, nos parecía que resumía casi toda la magia del Derecho: da mihi factum, dabo tibi ius.
¿O habrá que modernizar el latinajo para ajustarlo a los tiempos que ahora corren?
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La fotografía con la que acompaño mi Comentario de hoy, no es la de un pájaro (un modesto gorrión), sino la de su sombra. Bien definida, contrastada, proyectada sobre la superficie plana de una de las torres del castillo de Olite, refleja. por la posición encogida de las patas del ave, el movimiento de impulso para emprender el vuelo. En verdad, como hacen prácticamente todos los pájaros cuando se sienten inquietos por la atención que despiertan en los humanos, no es una huida hacia delante, sino en desplazamiento lateral, antes de desaparecer del ángulo de la vista o de esconderse entre el follaje.
En esta toma, la sombra sigue obediente a la forma real, y se convierte, estando ésta parcialmente cortada, en protagonista principal. Hubiera podido recortar la foto para presentar solo la sombra, y hacerla así más efectiva para reforzar el mensaje, pero me ha parecido que sería injusto descartar totalmente la razón que la ha generado. Porque, claro, algunos de los bufetes fríos o calientes más preciados a los que me refiero en el Comentario principal, no se encuentran en los restaurantes más que por casualidad, y con representantes de otros componentes de la trinidad jurídica.