Paseando por Toledo hace un par de años, a la puerta de un Convento de los muchos que conforman el carácter severo del callejear por la Ciudad Imperial, avisté a una monja, ya anciana, que parecía estar atisbando el exterior como con miedo de acceder a él y yo, curioso, me acerqué a ella, decidido a entablar conversación.
Sorprendentemente, la encontré receptiva y dicharachera. Así pude enterarme que, después de más de sesenta años de clausura, había sido autorizada para acompañar y cuidar a su hermana, gravemente enferma, residente en no sé que pueblo lucense.
La mujer no parecía tener prisa; al contrario, se mostraba encantada con la charla, y yo disponía de tiempo y curiosidad bastante para darle réplica y, de paso, enterarme de algunos detalles de la vida conventual. Así que, después de algunos minutos, me atreví a insinuarle: “Vd., madre, que por lo que me cuenta lleva desde los dieciséis años rezando a Dios y consagrada a Su servicio, habrá tenido, sin duda, momentos en los que habrá entrado en conversación espiritual con El. ¿Qué se siente? ¿Qué recuerdos tiene de esos momentos que supongo mágicos?”.
No pretendía provocar, sino mantener la corriente de simpatía que se había creado entre nosotros. La monja me miró desde lo profundo de su plácido rostro, quedó pensativa durante unos intensos segundos, y dijo sin muestra de reproche alguno, suspirando: “Ay, nenín, ¡Si, por lo menos, El silbara!”
Tengo ya más de setenta años y, aunque un blog no es precisamente el lugar más adecuado para airear las propias miserias, no sorprenderé a mis seguidores y simpatizantes si afirmo que no soy creyente, lo que no me impide declararme respetuoso con quienes practican una religión, desde la convicción y la entrega al servicio de los demás; y, en particular, por mi propia formación, me siento interesado por analizar el comportamiento de los que se dicen practicantes de la religión católica y por su estructura de poder terrenal.
Esta fue la religión de mis padres y de muchas de las personas ya fallecidas de mi familia a las que guardo un imborrable afecto; en ella fui educado. Entre los libros de mi mesita, siempre se encontrará una Biblia, cuya lectura me entretiene, ilustra y sugiere. Puedo, además, presentar ejemplos de personas excelentes, con las que mantengo una gran amistad, y que se dicen y actúan como católicos, movidos por una fe que juzgo misteriosa y la esperanza en una vida mejor que se me antoja fruto de la fantasía.
Podría, seguramente, decir algo parecido, si mis circunstancias personales -de nacimiento y origen- hubieran sido diferentes, de otras religiones y creencias. Seguro que la mayoría de las que tienen una trayectoria históricamente consolidada pueden ofrecer ejemplos de personas de irreprochable conducta y estricto servicio a la ética universal, combinadas con la fe y la creencia, asumida como intocable, de que su religión es la única verdadera.
Nada de eso, ni lo mucho que leí, ni lo que oigo y veo, de allegados y amigos que pueden ser ejemplo de vida para muchos, me ha convencido para doblegar mi escepticismo de que exista un Dios y de que, si existiera, se ocupara de nosotros.
Tengo para mí, como otros pensadores más cualificados que me precedieron en el escepticismo de la fe, que el “hecho religioso” ha sido perfeccionado y adornado,- a partir de la consciencia de la finitud de la existencia humana y de nuestra pequeñez ante el gigantesco despliegue cósmico cuyo fundamento aún no hemos logrado desentrañar-, por circunstancias, alimentado por mentes imaginativas, sostenido por miedos a catástrofes y guerras, poblado de formulas mágicas y adornado con milagros aparentes y sucesos inexplicables, conformando un mosaico con interés etnográfico pero poca chicha metafísica.
Esa “forma divina”, un concepto abstracto de extraordinaria fortaleza, ha tomado, según los tiempos y los pueblos, distintas apariencias y, en cuanto a su hipotético mandato, esa petición de contribuir a restaurar el orden celestial que regiría el destino superior de la conducta humana, ha dado lugar a santos y mártires, pero también es culpable de aberraciones, guerras, asesinatos en su nombre.
En el caso preciso de la religión católica, ha venido a concretarse hoy, al margen de mitos y fantasías, y superando su pasado oscuro, en la permanente invocación a la ética universal, magníficamente representada en “amaos los unos a los otros”, o, por lo menos “no hagas a otro lo que no desearías te hicieran a ti”. Y para algunos de los seguidores excepcionales de esta creencia, significa, como ejemplo de entrega encomiable, la voluntad de esforzarse en ayudar a los demás, haciendo la vida de los desfavorecidos menos dura, y la de los sufrientes menos gravosa.
Si hace falta invocar a Dios para actuar así, tengámoslo presente, difundamos ese mensaje de devoción a un mandato superior. Que trascienda y cobre fuerza general, donde no existe otra forma de convencer el ánimo individual a no dañar, a obrar el bien, a ser solidario.
Y como lo siento, lo escribo: Afortunados sean aquellos que no necesitan invocar a Dios para entregar su tiempo, su inteligencia y su capacidad, para mejorar lo que les rodea, superando barreras de creencias, razas, orígenes, ideologías y tendencias. Porque ellos no verán tampoco a Dios, pero nos ayudarán a sentir que la especie humana tiene sentido por sí misma.