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Bufetes fríos o calientes a tutiplén

23 diciembre, 2016 By amarias Deja un comentario

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Llevo ya suficientes años ejerciendo la abogacía, (por cierto, casi siempre desde el lado de la defensa), para que sienta animado para hacer un repaso personal de mi experiencia sobre algunos de los cauces tormentosos por los que se precipita actualmente esta profesión.

En el camino, me resulta imprescindible referirse a los legisladores y a los jueces, ya que -pido disculpas por ser tan obvio- la voluntad social de poner orden ante los múltiples problemas generados por la convivencia, involucra, como un triángulo virtuoso, a todas estas categorías de letrados.

Esta trinidad no es tan antigua como pudiera parecer, pues, como registró la Biblia, en el principio de los tiempos humanos, el mismo Dios asumía los papeles de legislador y juez, y le bastaban para administrar justicia. Según la sacra leyenda, el Supremo hacedor generó la primera Ley (“no comer del árbol del bien y del mal”) y la aplicó, en la doble función de juez instructor y penal (interrogando a los investigados y al único testigo, la serpiente, que había sido, en realidad, el inductor-asesor de la infracción). No tuvieron nuestros primeros padres abogado defensor que, sin duda, hubiera basado su alegato, más que en pretender demostrar la inocencia de los encausados, en poner de manifiesto las terribles deficiencias procesales.

Si me meto en este berenjenal, es porque está perfectamente detectado, para quienes nos esforzamos en ganarnos la vida (o parte de ella) como abogados, que los intereses que se ventilan en cualquier litigio, se tienen que batir, -más que en el terreno de los hechos-, en el de los impedimentos procesales.

Esta deformación tiene su miga. Para quien defiende los intereses y, en su caso, los derechos del demandado o del investigado/imputado, incluso aunque pueda tener objetivamente razones para hacerlos triunfar, la incertidumbre del resultado judicial está conduciendo los procesos hacia la mayor dilación posible. El mayor hándicap de la Justicia española es que es lenta, y no debe achacarse la razón a la torpeza, lentitud de razón o carga de trabajo de los jueces, aunque tengan todas esas causas algo que ver.  No hay porqué desviar la cuestión ni hacia la falta de experiencia vital de los jueces fuera de las salas en donde asientan sus posaderas, o a que tengan sobrecarga de legajos , o a que haya demasiados litigios porque son demasiados los abogados, y siendo mucha la competencia, y el hambre a paliar, se les hacen pronto a todos los colmillos retorcidos.

El derecho procesal se ha convertido, en razón de este (des)propósito, en un elemento vital en el que fundamentar y argumentar todos los impedimentos posibles e imaginables que dificulten, y si es posible, hasta impidan, que llegue a emitirse alguna vez sentencia, esto es, finalice el juicio en su forma jurídica prístina. Se favorece también, de refilón, por aquellos abogados que pertenecen a la cofradía del prefiero un mal arreglo que un buen juicio, que se prefiera alcanzar arreglos extraprocesales, para que no sucumba de desesperación quien tiene alegado su mejor derecho y no ve la forma de que se le otorgue justicia en este mundo.

Desentrañar los entresijos de la situación nos lleva, por una parte, a entender por qué, cuando pueden pagárselo, y especialmente en las causas penales, se recurre por  quienes tienen más crudo el defender sus posiciones,  a los llamados “prestigiosos bufetes”, en detrimento de los abogados que actúan por libre. Esos bufetes se han construido en torno a abejas reinas -una o varias- que provienen de las catacumbas del Estado, tienen prestigiosos currícula conseguidos en su vida pública, y pueden, al sacar pecho, hacer pensárselo dos veces a los jueces y magistrados que osen llevarles la contraria.

Lejos de mi intención expresar que los jueces no actúan con total independencia, aunque no me faltarían ocasiones en las que se me dieron pistas para pensar que así no ha sido. Pero lo que no entenderé jamás, si, en teoría, quienes actuamos de abogados en un proceso, hemos de limitarnos a poner en evidencia y defender los hechos, por qué nos tomamos tanto esfuerzo y dedicamos tantas páginas, en expresar los fundamentos de derecho en que basamos nuestras alegaciones, y en recordar la jurisprudencia que entendemos aplicable. Esa labor correspondería a los jueces, a tenor de la aplicación de ese bello brocardo que resumía su función y, con ello, cuando éramos estudiantes, nos parecía que resumía casi toda la magia del Derecho: da mihi factum, dabo tibi ius.

¿O habrá que modernizar el latinajo para ajustarlo a los tiempos que ahora corren?

—

La fotografía con la que acompaño mi Comentario de hoy, no es la de un pájaro (un modesto gorrión), sino la de su sombra. Bien definida, contrastada, proyectada sobre la superficie plana de una de las torres del castillo de Olite, refleja. por la posición encogida de las patas del ave, el movimiento de impulso para emprender  el vuelo. En verdad, como hacen prácticamente todos los pájaros cuando se sienten inquietos por la atención que despiertan en los humanos, no es una huida hacia delante, sino en desplazamiento lateral, antes de desaparecer del ángulo de la vista o de esconderse entre el follaje.

En esta toma, la sombra sigue obediente a la forma real, y se convierte, estando ésta parcialmente cortada, en protagonista principal. Hubiera podido recortar la foto para presentar solo la sombra, y hacerla así más efectiva para reforzar el mensaje, pero me ha parecido que sería injusto descartar totalmente la razón que la ha generado. Porque, claro, algunos de los bufetes fríos o calientes más preciados a los que me refiero en el Comentario principal, no se encuentran en los restaurantes más que por casualidad, y con representantes de otros componentes de la trinidad jurídica.

Publicado en: Actualidad, Derecho Etiquetado como: abogados, bufete, buffet, Dios, frío, gorrión, jueces, letrado, leyes, Olite, sombra, trinidad

Cuento de primavera: La torre de Papel

13 mayo, 2014 By amarias Deja un comentario

Carciondo Percalio y Palmira Carmano, se habían casado muy enamorados. Desde niños, vivían en el mismo barrio, un conglomerado de insulsos edificios construidos a mediados del siglo pasado, de esos que llamaban de protección oficial. Se conocían a la perfección, hasta el punto de que -habían llegado a decir- podían leerse el pensamiento.

Carciondo era perito industrial; habilidoso e intuitivo para entender el funcionamiento de los mecanismos, había patentado un artilugio salvaescaleras,  ligero de peso, que no solamente se plegaba sobre sí mismo hasta una compacidad inverosímil -permitiendo su ubicación en espacios reducidos-, sino que no precisaba conexión eléctrica ni baterías. La empresa que había creado con esa idea le había hecho multimillonario, si bien le ocupaba mucho tiempo, hurtándoselo  del que sería aconsejable para mantener el equilibrio familiar.

El incremento de fortuna les hubiera permitido,  naturalmente, mudarse a una de las zonas mejores de la ciudad, pero, por comodidad y afecto a los orígenes, permanecían en el mismo sitio que les había visto crecer. Eso sí, habían comprado todos los pisos que daban al mismo descansillo (desde el A a la J), uniéndolos.

Allí vivían los cuatro, pues el matrimonio había tenido por descendencia a un varón y una hembra, en edad aún escolar, en el momento de escribir este relato.

Todo iba tan bien, que forzoso era presagiar alguna tormenta en un clima empalagosamente calmo. Así fue. Con la llegada del climaterio masculino, Carciondo empezó a sentir celos de Palmira. Tal actitud carecía, por supuesto, de motivación. Al menos, al principio.

-¿Dónde estás? -telefoneaba, desde la empresa, a Palmira, con una frecuencia que llegó a ser escandalosa.

Al principio, Palmira, no se sintió molesta, sino, más bien, al contrario. La preocupación del que te ama por tus movimientos, tiene un trasfondo halagador.  Los dos hijos adolescentes ocupaban, además, mucha atención del ama de casa, que la asistente que tenía contratada apenas aliviaba y que no es necesario detallar, pues son de todos conocidos.

Cuando las llamadas de control empezaron a ser insistentes, y las encuestas del marido sobre lo que estaba haciendo la mujer pasaron a ser detalladas y prolijas como las encuestas de opinión, la persecución o seguimiento que se le hacía las sintió tan cercana e insoportable, que, un día, sin poder ya contenerse, la esposa estalló.

-¿Qué te importa lo que hago? ¡Tantas veces me has dicho que vas a venir a cenar y, con la cena preparada, no apareces hasta las dos o tres de la madrugada! ¿Para qué quieres saber dónde estoy? ¿Para vigilarme? ¡No conoces ni a tus hijos! ¡No sabemos nada de ti, desde que te vas a primera hora hasta que reapareces para despertarme, porque ya llevo tiempo metida en la cama!

A pesar de la advertencia, Carciondo no cambió de actitud, como debería haber sido su decisión, si la hubiera querido calificar de sabia.

Por el contrario, sospechando con elaboración enfermiza que Palmira le traicionaba los votos de fidelidad -llegaba a preguntarse, muchos días, repasando los nombres de los vecinos, quién, cuántos, con quiénes, se entendía la buena señora-, contrató a un detective para que la vigilara las veinticuatro horas del día.

El detective le hizo, en el tiempo establecido, un informe completo, que demostraba a las claras la inocencia de la esposa y, de indirecto, lo turbio de los manejos mentales del marido. Pero a Carciondo no le valió. Quiá. Incorporó al investigador de los comportamientos ajenos, a su lista de los potenciales, reales o ficticios seductores de Palmira, y organizó una batalla campal sin parangón con la que era su compañera desde la adolescencia.

-¿Por qué no me cuentas lo que hiciste? ¿Qué me ocultas?¿Te acuestas con el zapatero? ¿Con Marcelio? ¿Con Réntulo? ¿Con todos? -acosaba a su esposa, elevando la voz, en una secuencia incómoda, que se repetía con el mismo libreto muchas noches, incluso delante de los hijos, porque, cambiando de costumbres, aparecía inesperadamente a la hora de la cena, para marcharse luego, dando un portazo solemne.

-¡Me voy con la otra, ya que tú me traicionas como a un perro! -gritaba desde el portal, antes de irse a llorar de soledad a cualquier parte.

Carciondo no bebía, aunque la tensión le había conducido a ser -ocasional primero, regular después- consumidor de cocaína y pastillas de colores, que le proporcionaba un administrativo de la empresa, que tenía amigos colombianos mal relacionados.

En las escenas que organizaba en sus espejismos caprichosos, a veces rompía platos, y otras, empujaba o daba manotazos a quien se le pusiera delante. La situación fue, en fin, insostenible. Palmira, aconsejada por la Asociación Local de Mujeres Maltratadas, pidió la separación y, como no estaba dispuesto a dársela de forma amistosa, la solicitó por escrito en los Juzgados de Familia.

Carciondo, despechado sin porqués, contrató al mejor abogado que le recomendaron, especializado en conflictos matrimoniales, quien preparó una contestación a la demanda muy cuidada, negando pruebas, solicitando otras y, en particular, aportando una propuesta de Convenio Regulador por la que se le negaba a la mujer otra cantidad que no fuera una mínima pensión y unos dineros de pacotilla para los estudios y mantenimiento de los hijos, hasta que alcanzasen la capacidad de tener ingresos propios, además de incorporar referencias gratuitas, y, naturalmente, molestas, a la supuesta ludopatía de Palmira, a sus escarceos en camas ajenas, a sus desvíos en las obligaciones conyugales, fueran las que fuesen.

La Asociación Local propuso a la esposa un bufete matrimonialista que, si no era tan bueno como el de Carciondo, no se le separaba ni dos milímetros en los barremos de la perfección jurídica, si los hubiera. Habida cuenta de que el matrimonio se había acogido al régimen de separación de bienes, (allá cuando el espeso se lanzó a la aventura empresarial), este elenco de letrados preparó una contestación ejemplar, poniendo de relieve la construcción artificial de esa figura -levantando el velo, o la falda de la impostura, como puede decirse-. Su réplica incorporó el detalle de los beneficios que reportaban los salvaescaleras al esposo, reclamando, no ya la mitad, sino los dos tercios de la empresa, el chalet en la sierra y el apartamento en Castellanata y, por supuesto, el usufructo vitalicio de la casa familiar.

En primera instancia, el juez -un excelente muchacho que tenía a su madre inválida por una parálisis impeditiva y que conocía el mérito del salvaescaleras- dio mucha razón a Carciondo. En la Audiencia, le quitaron muchísima. Los montones de papel se acumulaban sobre las mesas, revisando cálculos, aportando nuevos argumentos, con propuestas y contrapropuestas de Acuerdos Regulatorios y Desacuerdos Descompensatorios.

El bufete que defendía las posiciones de Palmira, había denunciado a Carciondo, dicho sea al paso, por malos tratos en el Juzgado de Violencia contra la Mujer. El excelente abogado de Carciondo, no se quedó atrás y, al tiempo que defendía a su cliente negándolo todo y atribuyendo a la enfermedad mental de Palmira las inquinas, presentó, firmada por su hijo -al que convenció de alguna manera- una demanda de incapacitación de la mujer.

Como medida cautelar, Carciondo tuvo que abandonar el domicilio familiar, y pasó a habitar el apartamento en Castellaneta, dejando la empresa en manos de su director de fábrica. Pasaron algunos meses y, un buen día, en un chiringuito junto a la playa, conversando con su abogado, viendo la pirámide formada con los escritos que habían presentado unos y otros, en los variados procesos en que estaban incursos, habiéndose puesto una ralla de droga de buena calidad en la nariz, se preguntó:

-¿Cuál fue el origen de esta torre de Papel?

FIN

Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias, Sin categoría Etiquetado como: abogado, bienes, cuento, cuento de primavera, juicios, letrado, matrimonial, papel, separación, torre

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