Cuando descubrimos que somos viejos, hace tiempo que ya lo éramos. Porque nos resistimos sicológicamente a determinar el preciso instante en que empezamos a serlo, y ocultamos la situación imaginando que será reversible.
Ese punto de no retorno en el precipicio de la ancianidad podría estar situado unos días antes de aquél en el que, creyendo detectar la primera cana, observamos que tenía, en realidad, varias compañeras. Puede que, para algunos, hubiera sido posible localizarlo apenas unos meses antes de que el odontólogo, al realizar lo que pensábamos era solo una endodoncia, nos abrió el camino hacia la dentadura postiza. No hay que descartar que el asomo de la vejez tuviera que ver con aquella vez en que preferimos ver una película en el reproductor de vídeo antes que aceptar la sugerencia de calentarnos en el lecho con la pareja.
Persófilo de la Higuera estuvo, desde muy tierna edad, preocupado por el tema de la vejez. Y, lo que es más importante, tomó la decisión de no envejecer cuando era un niño de siete años, al visitar a su abuelo en el geriátrico, acompañando a su madre.
-Mamá -preguntó a su progenitora, al terminar la rápida visita-. ¿Por qué el abuelo te llama Marianela? Tu nombre es Brunilda.
-Me confunde con mi madre, que se llamaba así. Es que el abuelo es muy viejo y no se acuerda de casi nada.
Por eso, para acordarse de todo, Persófilo, comenzó un itinerario complejo que debería conducirle al deseado propósito de no envejecer. Cuando cumplió la edad de veintiséis años, provisto de un doctorado en Física Evolutiva y una Licenciatura en Filosofía Involutiva, creyó haberse pertrechado con el más moderno aparato de investigación que podía imaginarse, en tanto que ser humano, y se puso a meditar sobre el tiempo.
Dedicaba largas horas a tratar de desmenuzar el tiempo, dotándolo del máximo contenido. En las primeras etapas de la investigación, procuró simplemente acelerar la realización de los actos mecánicos, de manera que si, pongamos por caso, inicialmente podía solamente realizar en un segundo veinticinco rayas sobre un papel, llegó a conseguir dibujar trescientas veinticinco, y lo que es más interesante, siendo plenamente consciente de lo que estaba haciendo.
-Mi tiempo cunde cada vez más, -escribió en su cuaderno de bitácora, que era como llamaba al archivo informático en donde dejaba registrados sus avances.
Solo que, como es fácil imaginar, por intenso que pareciera al joven Persófilo el esfuerzo por descomponer el tiempo en parcelas más pequeñas, ninguna aplicación tenía para resolver su preocupación principal, que era, cmo se dijo, detenerlo. Y, creía el tenaz investigador, si fuera capaz de parar el reloj (por así decirlo), el volverlo hacia atrás ya podría considerarse pan comido.
Sus amplios estudios le habían llevado a admitir que, con el herramental de la memoria, podía retroceder en el tiempo, y conseguir revivirlo en la imaginación. Lo que se le resistía, obviamente, era lograr que esa situación imaginada, por vívida que fuera, tornara realidad. Con el avance de los ejercicios de concentración, creyó descubrir que no necesitaba retroceder con la imaginación mucho tiempo atrás, sino que le bastaría conseguir revivir el instante inmediatamente anterior.
-Si fuera capaz de retroceder una sola unidad elemental de tiempo, y volver a situarme en ella, la cuestión estaría plenamente resuelta -Ese fue el hito más relevante de la investigación, según anotó.
El método parecía, teóricamente, sencillo. Se trataba de concentrarse a tope en el ejercicio de vivir el presente y, cuando se estuviera en situación de máxima proximidad con el momento justamente anterior, saltar sobre él, como un jinete avezado.
Si no he sido capaz de reflejar en estas modestas frases la categoría intelectual del proceso en el que Persófilo estaba inmerso, el problema es mío. Porque la investigación de la posibilidad de retroceder en la flecha del tiempo, convirtiéndola en un boomerang de ida y vuelta, ha sido preocupación reconocida de los más altos científicos y, por supuesto, literatos. Los segundos han recurrido a pócimas misteriosas, seres diabólicos o trucos de magia para explicar el control que ejercían sobre el tiempo sus personajes. De los primeros, han quedado algunas páginas notables, pero desgraciadamente, ininteligibles.
Persófilo podría haber sido tomado por loco, por su obstinación en perseguir una quimera, pero lo cierto es que no envejecía. Cumplía años, sí, aunque permanecía tan juvenil, mondo y lirondo en su carácter, como el primer día, esto es, como el día en que se había puesto a meditar sobre la trascendencia del tiempo. Había llegado a la edad en que quienes se resisten a envejecer, creen conseguirlo pintándose las canas, cubriéndose la cocorota con ridículos tupés, o, si tienen medios económicos, haciéndose estirar una y otra vez la piel detrás de las orejas o el sobaco hasta que se le rompe en pedazos.
El no necesitaba nada de eso, porque no envejecía, como dejó puntualmente consignado en sus archivos.
Criticaba a quienes pretendían simular lo evidente, haciendo ver que, a la postre, la ocultación solo servía para proporcionar un efímero consuelo a ellos mismos. Porque, por mucho que lo intentaran, los demás descubrían fácilmente el engaño, convirtiendo la intención de mantenerse juvenil en motivo de risión, en clave de ridículo. Les hubiera sido más económico admitir el poder del tónico que proporciona la misma naturaleza, ya que la pérdida sucesiva de vista, oído, olfato y, a la postre, de toda sensibilidad, es el premio con el que esa benévola señora condecora a sus súbditos añosos, para que no perciban la degradación que han ido sufriendo.
Tengo en mis manos una copia de los resultados de la investigación de Persófilo y, en verdad, que me parecen sorprendentes y estimulantes. Me suscitan múltiples preguntas que me hubiera gustado formular al investigador, si estuviera aquí con nosotros.
Por lo que me cuenta la que fue su novia durante largos años, una anciana venerable que vive en una casa en las afueras de Aranjuez, rodeada de gatos siameses, un buen día, su enamorado se instaló en el ayer, y ya no pudo, no supo, o no quiso, volver.
FIN