Solo la complacencia política puede pretender que una Smart City se presenta como una realidad inmutable, un logro definitivo, Ni siquiera aquellas ciudades que consiguieran hoy el galardón de ser apetecibles como lugar de residencia (juzgado tanto por los que habitan en ellas como por los que las conocen y no viven allí), pueden sentarse a contemplar el futuro con tranquilidad.
Porque, como ya expresé, el concepto de Smart City es una utopía, un objetivo que se desplaza, como el horizonte, a medida que nos acercamos teóricamente a él. Ninguna definición puede superar, en mi opinión a ésta: La Smart City es un conglomerado urbanístico, cuyos objetivos permanentes son la información, la interrelación, la movilidad, la seguridad, y la sostenibilidad.
Las ciudades necesitan una reconstrucción, un replanteamiento, que puede ser tenido por una pacífica destrucción que permita la eliminación de las trabas que impiden el cumplimiento de esas ideas globales, intuitivas, pero que encuentran su concreción cuando contemplamos otra urbe que nos suscita envidia especial, porque tiene características de las que no disponemos.
La labor es ingente, que es como decir, que es imposible. No se puede pretender que todas las urbes del mundo disfruten de iguales características, y lo que es más importante, el mantenimiento de esos niveles de bienestar es una cuestión de élites, porque cuesta dinero.
Las Smart Cities habrán de estar defendidas por barreras especiales, de las que, sin duda, el alto coste de vivir en ellas será el más significativo: quien quiera lo bueno, tendrá que pagarlo. Los habitantes de una Smart City serán seres privilegiados, que ganarán más dinero que los demás, tendrán acceso a mejores fuentes de información, aunque también será cierto que en torno a esas apetecibles estructuras se conformarán barrios marginales -a mayor o menos distancia- en las que vivirán quienes cubran los servicios menos esenciales de los Smart citizens.
La dinámica de la urbanización es diferente según el nivel económico-tecnológico de los países: es especialmente alta en los países en desarrollo, y en los menos desarrollados, en donde se están produciendo continuamente masivas incorporaciones desde las zonas pobres del campo, atraídos por el olor a bienestar de las capitales y urbes mayores, que crecen indiscriminadamente. En otros trabajos, he defendido que debería apoyarse la creación de “ciudades intermedias” (con limitación a setecientos mil habitantes, como máximo), que sirvieran de descongestión a las grandes ciudades y, desde luego, como elemento disuasorio al crecimiento desorbitado que se está presentando, desde hace décadas, en los estados más pobres (y que tampoco puede decirse sean tan fácil de contener en los desarrollados, dado el nivel de concentración que alcanzan algunas urbes).
A nivel global, el urbanismo -esto es, la acomodación física del territorio a la habitabilidad- tiene, como consecuencia de este crecimiento rápido, y en buena medida no planificado (o mal previsto), distintas concreciones, que van desde los asentamientos espontáneos, o los barrios miserables a las ciudades dormitorio. El abandono del campo agrario se mantiene ininterrumpidamente. Aunque pretendamos estar en una sociedad tecnológicamente avanzada, la generación de empleo más importante se vincula a la industria pesada, la producción masiva de bienes de consumo, o la construcción de infraestructuras.
No existe consciencia de la importancia de sostener la agricultura no intensiva, de una naturaleza no subyugada al interés económico, a la avidez temporal. La vida en el campo es despreciada, aunque quienes pueden, aún pretenden disfrutar unos días al año asistiendo a su declinar acelerado.
Estamos en el comienzo de una nueva forma de urbanización y, en mi apreciación, de forma curiosa, son típicamente las “ciudades cercadas” las que se ofrecen de modelo a seguir. En toda Europa, aunque para llamar la atención sobre España, Barcelona es un caso paradigmático, al que uniría Santander, La Coruña, Cádiz, Córdoba y otras ciudades a las que las limitaciones de espacio han obligado a plantearse la calidad de su crecimiento urbano. Son “ciudades terminadas” (o casi) por razón de su falta de terreno para crecer megalo -maníacamente .
Sí, Madrid, en este sentido, podría ofrecerse como contramodelo, pues la amplia disponibilidad de espacio convertido en urbanizable ha permitido crear un monstruo de megaciudad, aprisionado, más que enaltecido, por más de diez núcleos urbanos que han copiado con manifiesta simplicidad un modelo urbano centrado en la especulación, en el corto plazo, en el individualismo.
El renacimiento de las ciudades ha de estar basado en la incorporación de la cultura a la convivencia, como forma de vida saludable. Las ciudades del futuro, sean o no calificadas de Smart, han de ser más polifacéticas, más verdes, deberán estar interna y externamente, más y mejor intercomunicadas. Es el comportamiento de sus habitantes el que los hará inteligentes, y ese propósito global, fundamentalmente político, tiene que ser incorporado con urgencia, robustecido y animado si ya se encuentra en él en sus principios, a la esfera ciudadana.
En los próximos comentarios proseguiré con este análisis.
(continuará)