En la misma calle en que habito, tiene su comercio abierto un tendero. El rótulo que está colocado sobre la puerta, debe corresponder a la actividad desarrollada por el propietario anterior, ya que en él se lee Peluquería. Y este tendero parece estar dispuesto a vender de todo pero no a cortar el pelo.
Desde hace varios meses, sigo con interés y curiosidad la evolución de su negocio. Incluso se su nombre: Armadendo Contritio, porque, la semana pasada, en uno de los cajones de cartón que se amontonaban a la entrada de su negocio, leí ese nombre, la dirección correcta y la naturaleza del peculiar establecimiento. “Armadendo Contritio S.L., calle de las Delicias s/n, Especialidad en Placebos y Sustancias con Propiedades Terapéuticas Imaginarias.
En realidad, podía haber supuesto la singular naturaleza de lo que era el objeto de comercio para Armadendo. Yo mismo, recién abierto el mismo al público, debí haber sido uno de los primeros clientes. Recuerdo perfectamente la conversación.
-Buenas tardes, me alegro de que el barrio tenga por fin alguna actividad nueva. Aquí no hacían más que cerrarse negocios -fue mi introducción, mientras curioseaba por las estanterías, en las que apenas descubría mercancía, pues estaban prácticamente vacías.
-¿Qué busca? -fue la escueta y directa interpelación del tendero, sin levantar la vista de una libreta en la que estaba anotando algo.
-En realidad…-iba a decirle que había entrado solamente para saludarlo como nuevo vecino, pero, finalmente, descubrí, en la esquina de uno de los estantes, un bote en el que se podía leer: “Melaza repelente de parásitos intestinales”, lo que me llamó la atención y cambié mi propósito sobre la marcha- Quisiera una Melaza contra los parásitos del intestino.
-No se qué es eso -casi me escupió el propietario del negocio, ajeno a mis evoluciones por el local.
Creyendo que el hombre no sabía aún exactamente ni lo que tenía expuesto para la venta, tomé el bote, y lo puse sobre el mostrador.
-Me llevaré esto -le indiqué, con una sonrisa que pretendía ser de complicidad.
-Son cincuenta céntimos -me aclaró, y, mientras recogía la moneda que le tendí, envolvió la lata en papel de estraza, dándose muy poca maña. Después, ató el paquete con un cordel de esparto y metió todo en una bolsa de plástico, que me ofreció, sin pronunciar más palabras.
Debo reconocer que me sorprendió el reducido precio que me cobró por aquel artículo, aunque, como no tenía ninguna referencia personal sobre la procedencia, naturaleza y contenido de la lata, admití que era correcto y que aquel nuevo comerciante del barrio estaba decidido a ofrecer productos con muy escaso margen, con el propósito de conseguir una clientela fiel.
Cuando abrí el artículo en casa, encontré que el contenido era una especie de mermelada que, por prudencia, y aunque me olía arándanos silvestres, ya que todas las indicaciones estaban escritas en una lengua que no conocía, me abstuve de probar, y se lo ofrecí, dada la obstinación con la que me lamía los zapatos, pidiéndome su parte, a mi foxterrier, que lo devoró, encantado.
Al día siguiente, y al otro, y al otro, pasé por delante del comercio y ví, con complacencia, que el interior iba llenándose de mercancía, hasta el punto que en el transcurso de una semana, todas las estanterías me parecieron ya atiborradas de productos. El tendero estaba en todas las ocasiones, de pie, a la entrada del establecimiento, con la misma o parecida libreta, tomando notas y más notas. Ninguna de estas veces advertí que en el local hubiera cliente alguno. Incluso, en muchos momentos, estaba cerrado a cal y canto, aunque se trataba del habitual horario comercial.
El hombre tenía un aspecto descuidado, realmente desaliñado. Aparecía, muchas veces, con el rostro preocupado y su ropa estaba sin planchar, los zapatos polvorientos y la mirada perdida.
Pero, un día, en uno de mis paseos, sí descubrí al tendero hablando con una joven -me pareció una mujer agraciada, vestida con una blusa y una falda que se me antojaron sugerentes-. El comerciante parecía entonces muy animado, y la muchacha tomaba apuntes en un cuaderno que llevaba, al que, por las apariencias, trasladaba con cuidado el contenido de las notas que le iba leyendo el hombre.
-Mañana mismo llegará el pedido -comunicaba aquella mujer, cerrando con lo que me pareció una evidente fruición, su libreta.
La escena se repitió varias veces a lo largo de las siguientes semanas, en sus dos versiones. El comerciante, si el local estaba abierto, permanecía a la puerta. Estaba siempre vacío de clientela . Si mi paseo coincidía con las últimas horas de la tarde, me la encontraba invariablemente tomando notas al dictado del extraño tendero.
La tienda se iba llenando de mercancía, que ocupaba ahora, no ya las repletas estanterías, sino gran parte del suelo. Un día, incluso, encontré que algunos productos estaban expuestos -o mejor dicho, simplemente, amontonados- ocupando parte de la acera.
-Buenas tardes -saludaba siempre, al pasar, al tendero.
Nunca me contestaba. Absorto, huido de todo lo demás, concentrado en quién supiera qué meditaciones.
En la acera empezaron a acumularse ya escandalosamente, mercancías y más mercancías, hasta el punto que los viandantes tenían, si no querían sortear las pilas de estrambóticos productos -desde plantas agostadas, frutas que se estaban pudriendo, cartones de productos contra la caída del cabello o estimuladores de potencia sexual, laxantes, chupetes para infantes, colirios,…hasta vinos espumosos e, incluso, libros de autoayuda-, debían aventurarse a pasar a la calle, para seguir su paseo.
Cuando supe, por fin (o así lo imaginaba), el objeto social de aquel singular negocio, cuyo erróneo planteamiento y evidente declive hasta el fracaso absoluto, eran manifiestos, guiado por mi formación de asesor empresarial, me creí en la obligación de exponerle al huraño tendero mi opinión sobre el asunto.
-Perdone mi intromisión -le expresé-. Veo que en su local no hace más que introducir nueva mercancía, aunque no me parece que tenga el éxito esperado. ¿Le va bien? ¿Es solo mi apreciación errónea la que me hace ver que está perdiendo dinero a manos llenas, con un inmovilizado que le está lastrando su economía?
El tipo, que estaba apoyado, como casi siempre, en la pared del local, entre los bultos dispares, me miró con unos ojos inexpresivos.
-¿Y a usted, qué le importa? -me espetó.
Me quedé helado.
-Desde luego, no mucho, porque la decisión es suya. Solo que me parece, por lo que tengo observado, que en este local solo entra mercancía, pero no sale ninguna.
-Pues ya lo tiene claro. Eso es lo que pretendo -me aclaró, si tal explicación fuera convincente, como, sin duda, a él le parecía.
Convencido de que el mercachifle estaba como una cabra, cuando ayer lo descubrí hablando con la joven, en la idéntica actitud que a ambos los relacionaba -la una, con su libreta de encargos, el otro, venga a aumentar la lista de pedidos invendibles-, seguí a la mujer y, cuando me pareció que estaba suficientemente lejos de la vista del orate, la abordé, con el propósito de afear su conducta.
Estaba convencido de que aquella mujer, comisionista o intermediaria de quién sabe cuántos proveedores de las más variadas naderías, se estaba aprovechando de la debilidad mental del mal comerciante.
-Le ruego que me disculpe por entrometerme. Vengo observando que usted es la proveedora de mercancía de la tienda de Armadendo. ¿No se da cuenta de que no consigue vender nada de lo que le compra a usted? ¡El pobre hombre no hace más que acumular cosas en su local, sin éxito alguno!
La joven, que se había detenido en su marcha, m observó con sus hermosos ojos azules, con una mirada angelical.
-¿Piensa que no me doy cuenta? -me replicó, asomando en su rostro una mueca de tristeza-. Lo se, pero no tengo otro remedio que actuar así.
-¿Qué me dice? ¿No tiene más remedio que expoliar a un débil mental, a un pobre loco? -le increpé, sin entender.
-Armadendo es un hijo único de una familia extraordinariamente rica. Su padre, un hombre de negocios con mucho éxito, ha fallecido hace meses y, dejó varias empresas en funcionamiento y este local. Está profundamente enamorado de mí y, para ayudarme, me compra todo tipo de cosas, garantizando así que, cada día, pueda obtener suficiente dinero para lo que necesito. -aclaró la joven.
-¿Es ese motivo para estafarle? ¡Lo que necesita ese hombre es ayuda médica y no de alguien que se aproveche del amor que, sin ninguna correspondencia, pueda sentir hacia alguien que se comporta con él tan injusta y dolosamente! -casi grité, llevado de un impulso de reproche que no pude contener.
-Armadendo no está loco, sino que es una bellísima persona. Ha de saber que él es mi esposo. Tenemos un hijo enfermo de una extraña dolencia para cuyos cuidados se precisa mucho dinero. Su padre nunca aprobó nuestra unión. No así, por fortuna, su madre, usufructuaria del local, que nos ama y está totalmente volcada hacia ese único nieto.
La joven, prosiguió:
-El problema es que mi suegro impuso en su testamento una cláusula perversa, y es que no podemos enajenar las empresas que posee. Por eso, cada día, simulamos vender las mercancías suficientes, procedentes de la producción de su emporio industrial, para garantizar que nuestro hijo tenga la ayuda médica que necesita. Ese es el cálculo que hacemos diariamente, y que, al parecer, a usted le intriga. No nos interesa venderla, sino lo que yo obtengo como comisionista. -la mujer hizo intención de mostrarme la libreta, pero renunció, dejando caer su pregunta- ¿Lo entiende ahora? ¿Sabe por qué hacemos lo que hacemos?
Mientras asimilaba la información, solo se me ocurrió decirle, desde lo profundo de mi corazón, en el que afloraba un aire intenso de simpatía hacia ella y de arrepentimiento por mi falsa elucubración.
-Creo que lo que ustedes necesitan es un buen abogado.
Y, pidiendo disculpas, despidiéndome de ella con un apretón de manos, crucé la calle, aprovechando que el semáforo tenía la luz verde.
FIN