En realidad, el título que había previsto para este Comentario era “Ecologistas de derechas, ¡uníos con los ecologistas de izquierdas!” (o al revés). La justificación de tal indicación proviene del cansancio mental que me producen las reiteradas apelaciones al sesgo ideológico de la concienciación ambiental.
Para muchos colectivos ecologistas, la consciencia del deterioro del planeta y la necesidad de defender el ambiente con medidas urgentes y drásticas, se sigue presuponiendo surgido de una mentalidad intrínsecamente de izquierdas, solidaria y reflexiva, que hay que mantener beligerante frente al ímpetu destructor y consumista de paisaje y naturaleza que estaría guiando, como fuerza ciega, hacia la devastación selectiva y al mayor empobrecimiento de los ya desfavorecidos, a los representantes genuinamente egoístas de la derecha.
No quiero ahora entrar en la discusión de esas versiones simplistas de porqué hemos llegado hasta aquí, sino reflexionar sobre el camino a seguir para salir de la zona de alto riesgo a la que la Humanidad parece abocada si no se toman medidas inmediatas.
La toma de conciencia de que el planeta Tierra avanza rápidamente hacia un deterioro fatal no debiera tener sesgo ideológico. Nos afecta a todos, independientemente del lugar del planeta donde habitemos y sin tener en consideración afinidades políticas o contexto socioeconómico. El calentamiento global no tiene fronteras, si bien conviene poner de manifiesto que una subida media de las temperaturas de la corteza terrestre de 2 grados centígrados, impondrá lugares en los que la temperatura habrá alcanzado 6 y hasta 8 grados por encima de los registros históricos.
Estar concienciado de algo es diferente de la posibilidad de tomar medidas efectivas para atajar sus efectos. Nuestra preocupación por alcanzar un bienestar cada vez mejor, vinculado a la consecución propia, y continua, de sofisticados bienes materiales, se ha convertido en una obsesión generalizada gracias a la difusión de la información y a la globalidad de las tecnologías de consumo particular.
La sociedad líquida no tiene ideología, y afecta tanto a los países que siguen modelos de gestión económica y social devotos del libre mercado como a aquellos que siguen los dictados de la economía centralizada. Es casi imposible sustraerse a la corriente general de querer disfrutar al máximo todo tipo de artilugios y sensaciones, y desear hacerlo de forma inmediata, sin respetar obsolescencias, sin que importe la procedencia o el coste de lo que satisfaría temporalmente nuestra voluntad enferma de poseer lo último, de consumir lo mejor, de gozar sin límites, en una espiral de hedonismo vinculada al descrédito demoledor de los valores éticos y la solidaridad más allá del postureo.
Escucho con frecuencia la máxima abstracta de que “debemos cambiar de paradigma”. En ausencia de una interpretación rigurosa, ello implicaría, se supone, involucrar a la Humanidad en su conjunto a un abandono masivo de los elementos a los que se atribuye el deterioro ambiental, en especial, en la producción energética.
Se esgrimen algunas piezas claves de la actuación que vienen a ser como gritos de angustia testimonial en la ciénaga climática donde domina la ausencia de unanimidad: a) abandonar en cortísimo plazo los hidrocarburos como fuente energética y acogerse a las formas de energía “limpias” (eólica, solar, geotermia, biomasa,…); b) cambiar de hoy para mañana los vehículos privados de tracción por gasoil, gasolina y derivados, al coche eléctrico con tracción por baterías, dar preferencia al transporte público, y reducir al mínimo el flujo aéreo de consumibles ; etc.
La ausencia de acuerdos para adoptar soluciones válidas para la totalidad, ha conducido la necesidad de catarsis hacia la atribución de culpabilidades injustas. En la aldea global de los despropósitos, se acusa a la minería de haber sido uno de los principales causantes del deterioro, ignorando que casi todo lo que nos rodea tiene un origen mineral. Las banderas de la ignorancia tecnológica de algunas facciones ecologistas propalan el no a las canteras o graveras, a las explotaciones subterráneas o al cielo abierto (hermosa expresión, dicho sea de paso). No, en suma, a la extracción de cualquier recurso natural en la proximidad de la vivienda de los espíritus concienciados, llámese monacita, wolframita, o gas de lutita. Váyanse lejos de aquí, es el mensaje.
La obsesión por la catarsis ecológica lleva a apoyar la recuperación formal de la limpieza de todas las aguas fluviales para salmónidos, negar la incineración de residuos (y también su almacenamiento), demonizar la afectación a cualquier paisaje y a plantar árboles sin criterio profesional en cada esquina, o a defender la existencia libre de cualquier especie animal con tamaño visible al ojo humano a la que se juzgue como amenazada.
Todas las medidas puestas sobre la mesa de las actuaciones deseadas, muchas de ellas, interesantes o ingeniosas, cuestan dinero. Muchas suponen acuerdos globales, conocimientos técnicos, mantenimiento, para no convertirse en simples despilfarros voluntaristas.
Es falso que ser ecologista, defensor ambiental, negacionista del valor de la minería, devoto ferviente de las baterías para vehículos eléctricos, etc., pueda ser compensado con ahorros de otros sectores y, en muchos casos, suplido con otras fuentes. Es falso que la conciencia ecologista generalizada genere empleo neto, como lo es que la difusión de los avances tecnológicos sirva para mejorar la distribución de la riqueza.
Por eso, debemos tomar consciencia del dilema. La concienciación ecológica no puede tener ni género, ni ideología, ni condición social; debe abarcar a grandes como a pequeños Estados, a lo particular, como a lo público. O jugamos todos, o habremos roto la baraja. Y la selección de las actuaciones más urgentes y más eficaces no puede dejarse a la improvisación ni a fantasías.
Como eso que reclamo como necesario no está sucediendo, soy escéptico respecto al futuro que espera a las nuevas generaciones. Mi escepticismo se renueva cada vez que veo una colilla, una bolsa o una caca de perro abandonada en el suelo o “adornando” alcorques; se consolida como fatal obviedad cuando descubro en cada esquina recipientes de hipotética recogida separativa mal utilizados, individuos que cambian el aceite de sus automóviles junto a ríos y riachuelos, empleados de servicios públicos y privados que llenan mi ciudad de agujeros sin la menor coordinación ni claras intenciones; se convierte en sólida convicción cuando contemplo en todo parque tecnológico, exultantes chimeneas que ventilan gases con conspicuos olores contaminantes.
Me pregunto dónde está nuestra concienciación ambiental.
Y cuando asisto, con declinante esperanza a las discusiones interminables, vacías de acuerdos eficaces, entre los representantes de los países que componen nuestra variopinta geografía, me represento la dificultad práctica de tomar una decisión colectiva, por falta de visión no ya respecto a la magnitud del problema, sino de la necesidad de poner medios y no palabras.
El panorama ambiental está contaminado de turbias intenciones, falacias, zancadillas, evaluaciones tramposas. ¿Cómo contradecir? Los países menos desarrollados esgrimen como fundamento para quemar carbón (o petróleo) sin limitaciones, que no pueden imponérseles restricciones al uso de sus recursos energéticos y naturales, sin importantes compensaciones pues no son causantes de la crisis climática, provocada por los países que tienen el mayor bienestar económico y tecnológico.
Hace falta movilizar mucho dinero, y hacerlo bien, no poniendo parches que no servirían de nada. Por eso, concluyo con el mensaje del principio. ¡Ecologistas de todos los países, de todas las ideologías, uníos!
Pero no lo hagáis desde el voluntarismo, la falacia, el recelo o la enemistad, sino desde la verdad tecnológica, la sinceridad en los planteamientos, la evaluación de los verdaderos costes de las acciones que se adopten y cómo se van a pagar.
Suerte en el empeño. Si no lo lográis, yo no estaré seguramente aquí para ser testigo de nuestro fracaso, pero lo serán nuestros descendientes y, ciertamente, nada nos eximiría de la responsabilidad de la inacción ni de la falta de criterios para la adopción de las medidas que nos condujeron al desastre.
Identifico el ave de la fotografía, no sin dificultad, como un avión roquero (ptynoprogne rupestris), más por el hábitat -la garganta fluvial del Duratón- que por su fisionomía, aunque mantiene rasgos típicos de la especie; la cuña negruzca en la parte inferior de las alas, la cola poco bifurcada y roma (en la que, al menos en esta instantánea, no se distinguen las marcas blancas cerca de la punta) y las alas menos rígidas que los vencejos.
He dudado incluso si no se trataría de un vencejo pálido (apus pallidus), que es un acompañante habitual del avión roquero. El pálido, a su vez, es muy parecido al común, al menos, visto de lejos. No me justifico con ello en mis digresiones taxonómicas. Hasta los más expertos reconocen que la identificación de las aves en vuelo es extremadamente difícil, porque pocas veces se dan las condiciones idóneas de luz. Cuando se le tiene más cerca y, sobre todo, si vuela bajo o con una iluminación transversal, el vencejo pálido resulta, como su nombre común viene a destacar, más claro.
Por fortuna, si se tiene paciencia cerca de una charca con bordes de barro en torno a la cual revolotean aviones o golondrinas, es posible fotografiarlos de cerca, en época de cría, mientras recogen barro para sus nidos.