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Dar visibilidad a los técnicos

24 noviembre, 2021 By amarias Deja un comentario

No creo que nadie tenga dudas de que las profesiones más visibles, con mayor proyección pública, son los futbolistas y los políticos. No todos, por supuesto, pero de ambos colectivos surgen, periódicamente, representantes que acaparan el interés o la curiosidad de la mayoría ciudadana.

El fútbol, por encima de otros deportes -al menos en nuestras latitudes- cumple una función importante, como sustituto del circo de la Roma clásica. No hay leones ni gladiadores, aunque la disputa por el balón de los jóvenes en calzoncillos alimenta tensiones y emociones en los graderíos. Pocos aficionados a ese deporte -de los que lo practican desde las gradas- admitirán que disfrutan igual del espectáculo cuando el equipo de sus devociones (o una figura de las muy destacadas por su habilidad haciendo filigranas) no está en el campo de disputa.

La política debiera moverse en otro escenario, pues las decisiones que tomen los políticos que hemos aupado a los centros de poder -en unas elecciones en donde nuestra capacidad, como ciudadano libre, está muy reducida-, nos afectan y, en algunos sectores, de manera decisiva. Sin embargo, la deriva hacia la vulgaridad de varios de los políticos más relevantes que ocupan el centro de la gestión de la polis, me lleva a admitir que los políticos se han unido a los futbolistas, cómicos y otros personajes del divertimento, para formar parte del mismo espectáculo.

Es, por supuesto, una situación gravísima, porque está dejando huecos terribles en la eficaz gestión de los problemas. Por fortuna, a pesar de la falta de calidad profesional, de conocimientos teóricos y prácticos de demasiados de nuestros políticos y su terrible sectarismo sin orientación real hacia la resolución de conflictos y a la potenciación de la capacidad global para afrontar el futuro con mejores opciones que las que están utilizando en el presente, existen otros profesionales que cuidan el engranaje.

Hace un par de días, en uno de los foros, siempre interesantes, del Instituto de Ingeniería de España, en el coloquio de una Jornada sobre Geoestrategia, se tuvieron unas palabras elogiosas para la actuación de los militares y los sanitarios en la confrontación contra la pandemia vírica, a la que se enfrentaron, con grave riesgo personal -al menos, al principio-, por el desconocimiento que existía -y me temo, en parte, subsiste- sobre la naturaleza del enemigo. La Unidad Militar de Emergencias (UME), junto a otras unidades militares y de policía, y, desde luego, los médicos y asistentes sanitarios, fueron designados como héroes en esos días de desconcierto.

Tirando de ese hilo, los asistentes reconocieron que también los transportistas, los proveedores de víveres y otras mercancías de primera necesidad, deberían figurar, por derecho propio, en el elenco de profesiones que estuvieron a la altura del problema, ayudando a resolverlo.

Atribuyo a Antonio Colino, Presidente de la Real Academia de Ingeniería, la observación de que los ingenieros también estuvieron en primera línea. Porque la concepción y mantenimiento de todos los instrumentos médicos precisan de la intervención de ingenieros; la logística para la óptima distribución de las vacunas en todo el territorio, supuso el trabajo de ingenieros; el diseño de los conductos de ventilación y fluidos en los hospitales, implica análisis técnico; etc. Solos o en colaboración con otras profesiones, la batalla contra el virus también colocó en primer lugar, aunque menos visibles, a los ingenieros.

Los ingenieros de minas estuvimos y estamos, también (y sobre todo) en primera línea. Porque la extracción de productos de la tierra (en minas y canteras con cuidadoso cumplimiento de la legislación ambiental y, muchas veces, yendo más allá que la prescripción legal), su elaboración posterior -en siderurgia, metalurgia, electrolisis, etc.-, la aportación de la energía necesaria -en centrales nucleares, de carbón, de ciclo combinado, aerogeneradores, placas fotosolares, centrales fotovoltaicas, etc-, la gestión de agua y residuos, la investigación aplicada en materiales de nueva concepción  tecnológica (cerámicos, de alta resistencia, derivados del grafeno, etc.), son campos en los que trabajamos los ingenieros de minas.

Son solo ejemplos, que abarcarían también, directamente, de haber querido ser exhaustivo, el ámbito sanitario, pues tenemos colegas integrados en equipos multidisciplinares, como ingenieros informáticos, biotecnólogos, ingenieros de mantenimiento, especialistas en materiales, etc..

Se necesita dar visibilidad a los técnicos, porque la creciente ignorancia que se está implantando en nuestra sociedad hedonista y frágil, ignora de dónde procede el bienestar del que disfruta. Se atribuye a un Ministro o Ministra de este Gobierno -no quiero ayudar a identificar al autor-, esta frase penosa: “Esta sociedad ha oído ya durante demasiado tiempo a los ingenieros. Hay que escuchar a otros colectivos”.

La falta de información de la realidad de las cosas ha cedido un primer lugar mediático a los que señalan el agujero y no lo que se extrae de él. El bienestar, aviso a los falsos ecologistas, trae consigo un cierto sacrificio momentáneo del paisaje.

Los ingenieros de minas -que, queda dicho, no solo nos dedicamos a la minería- somos responsables tanto de la óptima explotación de los recursos como de la restauración (rectius, rehabilitación) en lo posible, del espacio que haya podido ser afectado. La minería no solo significa trabajo y riqueza cuando actúa como brazo extractor, sino que ha demostrado que puede generar, cuando el recurso ya fue extraído, zonas de excepcional valor paisajístico y de ocio.

Dése visibilidad a los técnicos. Nuestra sociedad los necesita más que nunca.

Publicado en: Ambiente, Ingeniería, mineria Etiquetado como: ambiente, Antonio Colino, circo, ecologistas, fútbol, geoestrategia, ingenieros, ingenieros de minas, Instituto de Ingeniería de España, minería, política, Real Academia de Ingeniería, rehabilitación, restauración, técnicos, visibilidad

Ecologistas de derechas, ¡uníos!

11 julio, 2019 By amarias 2 comentarios

En realidad, el título que había previsto para este Comentario era “Ecologistas de derechas, ¡uníos con los ecologistas de izquierdas!” (o al revés). La justificación de tal indicación proviene del cansancio mental que me producen las reiteradas apelaciones al sesgo ideológico de la concienciación ambiental.

Para muchos colectivos ecologistas, la consciencia del deterioro del planeta y la necesidad de defender el ambiente con medidas urgentes y drásticas, se sigue presuponiendo surgido de una mentalidad intrínsecamente de izquierdas, solidaria y reflexiva, que hay que mantener beligerante frente al ímpetu destructor y consumista de paisaje y naturaleza que estaría guiando, como fuerza ciega, hacia la devastación selectiva y al mayor empobrecimiento de los ya desfavorecidos, a los representantes genuinamente egoístas de la derecha.

No quiero ahora entrar en la discusión de esas versiones simplistas de porqué hemos llegado hasta aquí, sino reflexionar sobre el camino a seguir para salir de la zona de alto riesgo a la que la Humanidad parece abocada si no se toman medidas inmediatas.

La toma de conciencia de que el planeta Tierra avanza rápidamente hacia un deterioro fatal no debiera tener sesgo ideológico. Nos afecta a todos, independientemente del lugar del planeta donde habitemos y sin tener en consideración afinidades políticas o contexto socioeconómico. El calentamiento global no tiene fronteras, si bien conviene poner de manifiesto que una subida media de las temperaturas de la corteza terrestre de 2 grados centígrados, impondrá lugares en los que la temperatura habrá alcanzado 6 y hasta 8 grados por encima de los registros históricos.

Estar concienciado de algo es diferente de la posibilidad de tomar medidas efectivas para atajar sus efectos. Nuestra preocupación por alcanzar un bienestar cada vez mejor, vinculado a la consecución propia, y continua, de sofisticados bienes materiales, se ha convertido en una obsesión generalizada gracias a la difusión de la información y a la globalidad de las tecnologías de consumo particular.

La sociedad líquida no tiene ideología, y afecta tanto a los países que siguen modelos de gestión económica y social devotos del libre mercado como a aquellos que siguen los dictados de la economía centralizada. Es casi imposible sustraerse a la corriente general de querer disfrutar al máximo todo tipo de artilugios y sensaciones, y desear hacerlo de forma inmediata, sin respetar obsolescencias, sin que importe la procedencia o el coste de lo que satisfaría temporalmente nuestra voluntad enferma de poseer lo último, de consumir lo mejor, de gozar sin límites, en una espiral de hedonismo vinculada al descrédito demoledor de los valores éticos y la solidaridad más allá del postureo.

Escucho con frecuencia la máxima abstracta de que “debemos cambiar de paradigma”. En ausencia de una interpretación rigurosa, ello implicaría, se supone, involucrar a la Humanidad en su conjunto a un abandono masivo de los elementos a los que se atribuye el deterioro ambiental, en especial, en la producción energética.

Se esgrimen algunas piezas claves de la actuación que vienen a ser como gritos de angustia testimonial en la ciénaga climática donde domina la ausencia de unanimidad: a) abandonar en cortísimo plazo los hidrocarburos como fuente energética y acogerse a las formas de energía “limpias” (eólica, solar, geotermia, biomasa,…); b) cambiar de hoy para mañana los vehículos privados de tracción por gasoil, gasolina y derivados, al coche eléctrico con tracción por baterías, dar preferencia al transporte público, y reducir al mínimo el flujo aéreo de consumibles ; etc.

La ausencia de acuerdos para adoptar soluciones válidas para la totalidad, ha conducido la necesidad de catarsis hacia la atribución de culpabilidades injustas. En la aldea global de los despropósitos, se acusa a la minería de haber sido uno de los principales causantes del deterioro, ignorando que casi todo lo que nos rodea tiene un origen mineral. Las banderas de la ignorancia tecnológica de algunas facciones ecologistas propalan el no a las canteras o graveras, a las explotaciones subterráneas o al cielo abierto (hermosa expresión, dicho sea de paso). No, en suma, a la extracción de cualquier recurso natural en la proximidad de la vivienda de los espíritus concienciados, llámese monacita, wolframita, o gas de lutita. Váyanse lejos de aquí, es el mensaje.

La obsesión por la catarsis ecológica lleva a apoyar la recuperación formal de la limpieza de todas las aguas fluviales para salmónidos, negar la incineración de residuos (y también su almacenamiento), demonizar la afectación a cualquier paisaje y a plantar árboles sin criterio profesional en cada esquina, o a defender la existencia libre de cualquier especie animal con tamaño visible al ojo humano a la que se juzgue como amenazada.

Todas las medidas puestas sobre la mesa de las actuaciones deseadas, muchas de ellas, interesantes o ingeniosas, cuestan dinero. Muchas suponen acuerdos globales, conocimientos técnicos, mantenimiento, para no convertirse en simples despilfarros voluntaristas.

Es falso que ser ecologista, defensor ambiental, negacionista del valor de la minería, devoto ferviente de las baterías para vehículos eléctricos, etc., pueda ser compensado con ahorros de otros sectores y, en muchos casos, suplido con otras fuentes. Es falso que la conciencia ecologista generalizada genere empleo neto, como lo es que la difusión de los avances tecnológicos sirva para mejorar la distribución de la riqueza.

Por eso, debemos tomar consciencia del dilema. La concienciación ecológica no puede tener ni género, ni ideología, ni condición social; debe abarcar a grandes como a pequeños Estados, a lo particular, como a lo público. O jugamos todos, o habremos roto la baraja. Y la selección de las actuaciones más urgentes y más eficaces no puede dejarse a la improvisación ni a fantasías.

Como eso que reclamo como necesario no está sucediendo, soy escéptico respecto al futuro que espera a las nuevas generaciones. Mi escepticismo se renueva cada vez que veo una colilla, una bolsa o una caca de perro abandonada en el suelo o “adornando” alcorques; se consolida como fatal obviedad cuando descubro en cada esquina recipientes de hipotética recogida separativa mal utilizados, individuos que cambian el aceite de sus automóviles junto a ríos y riachuelos, empleados de servicios públicos y privados que llenan mi ciudad de agujeros sin la menor coordinación ni claras intenciones; se convierte en sólida convicción cuando contemplo en todo parque tecnológico, exultantes chimeneas que ventilan gases con conspicuos olores contaminantes.

Me pregunto dónde está nuestra concienciación ambiental.

Y cuando asisto, con declinante esperanza a las discusiones interminables, vacías de acuerdos eficaces, entre los representantes de los países que componen nuestra variopinta geografía, me represento la dificultad práctica de tomar una decisión colectiva, por falta de visión no ya respecto a la magnitud del problema, sino de la necesidad de poner medios y no palabras.

El panorama ambiental está contaminado de turbias intenciones, falacias, zancadillas, evaluaciones tramposas. ¿Cómo contradecir? Los países menos desarrollados esgrimen como fundamento para quemar carbón (o petróleo) sin limitaciones,  que no pueden imponérseles restricciones al uso de sus recursos energéticos y naturales, sin importantes compensaciones pues no son causantes de la crisis climática, provocada por los países que tienen el mayor bienestar económico y tecnológico.

Hace falta movilizar mucho dinero, y hacerlo bien, no poniendo parches que no servirían de nada. Por eso, concluyo con el mensaje del principio. ¡Ecologistas de todos los países, de todas las ideologías, uníos!

Pero no lo hagáis desde el voluntarismo, la falacia, el recelo o la enemistad, sino desde la verdad tecnológica, la sinceridad en los planteamientos, la evaluación de los verdaderos costes de las acciones que se adopten y cómo se van a pagar.

Suerte en el empeño. Si no lo lográis, yo no estaré seguramente aquí para ser testigo de nuestro fracaso, pero lo serán nuestros descendientes y, ciertamente, nada nos eximiría de la responsabilidad de la inacción ni de la falta de criterios para la adopción de las medidas que nos condujeron al desastre.


Identifico el ave de la fotografía, no sin dificultad, como un avión roquero (ptynoprogne rupestris), más por el hábitat -la garganta fluvial del Duratón- que por su fisionomía, aunque mantiene rasgos típicos de la especie; la cuña negruzca en la parte inferior de las alas, la cola poco bifurcada y roma (en la que, al menos en esta instantánea, no se distinguen las marcas blancas cerca de la punta) y las alas menos rígidas que los vencejos.

He dudado incluso si no se trataría de un vencejo pálido (apus pallidus), que es un acompañante habitual del avión roquero. El pálido, a su vez, es muy parecido al común, al menos, visto de lejos. No me justifico con ello en mis digresiones taxonómicas. Hasta los más expertos reconocen que la identificación de las aves en vuelo es extremadamente difícil, porque pocas veces se dan las condiciones idóneas de luz. Cuando se le tiene más cerca y, sobre todo, si vuela bajo o con una iluminación transversal, el vencejo pálido resulta, como su nombre común viene a destacar, más claro.

Por fortuna, si se tiene paciencia cerca de una charca con bordes de barro en torno a la cual revolotean aviones o golondrinas, es posible fotografiarlos de cerca, en época de cría, mientras recogen barro para sus nidos.

Publicado en: Actualidad, Energía Etiquetado como: ambiente, cambio climático, derechas, deterioro, ecologistas, izquierdas

Ecologistas, a la calle

20 enero, 2019 By amarias Deja un comentario

¿Queda alguien por ahí que aún no se haya enterado que los minerales y rocas forman parte esencial de nuestro bienestar desde que el hombre tomó consciencia de que mejorar su existencia como ser inteligente dependía de cómo aprovechara los recursos de la naturaleza?

Puede. Incluso es seguro que sí, que haya muchos coetáneos que crean que la minería -en especial, la que se practica a cielo abierto, o quizá solo ésa- es una operación perniciosa para el medio ambiente. Estos protectores oficiosos de la naturaleza impoluta, abominan de cualquier operación por la que (según su peculiar sistema de valoración) se afecte por los seres humanos al “paisaje natural”.

De nada servirá argumentar, por especialistas, historiadores y sensatos en general, que la minería es imprescindible para la vida y, sobre todo, para el mejor bienestar; que la tecnología minera ha alcanzado -por supuesto, no sin parciales derrotas: así es el íter humano hacia lo óptimo- niveles de gran excelencia, que permiten garantizar con probabilidad cercana a la certeza, la seguridad de los trabajos, la máxima eficiencia en la extracción de los recursos, la mínima afectación posible del entorno, la mayor proporción de empleo cualificado y…cuando se acaben los trabajos mineros, se encargará de asegurar, en tiempos predecibles y bajo cumplimiento de las ordenanzas y restricciones legales,  la restitución del paisaje a niveles de disfrute incluso, con frecuencia, superiores a los de origen.

¿Hay dudas del valor de la minería? Las hay. Cuando se anuncia que una empresa está en disposición de iniciar trabajos de exploración de un recurso minero, y solicita los permisos necesarios, no faltan grupos que echan mano del argumentario, aplicándolo sin compasión ni rigor sobre la pretensión.

Todo vale: los niveles freáticos se contaminarán, habrá desprendimientos de tierras, el hermoso paisaje se verá irremediablemente afectado, el transporte de los materiales deteriorará caminos y levantará polvaredas nocivas, los explosivos empleados causarán destrozos en las viviendas, la fauna salvaje y la cabaña doméstica adquirirá enfermedades desconocidas e incurables, los humanos, aunque algunos pocos consigan empleo en la deplorada explotación, padecerán desgracias sin cuento, en tanto una multinacional ávida del verdadero recurso, el dinero, se enriquecerá a costa del empobrecimiento ajeno.

Sería de agradecer que la minería tuviese sensatos y serios defensores, y no solo lo sea por los ingenieros de minas, los geólogos y los responsables de empresas mineras. Sería lógico que, conscientes de su valor, los políticos, los comentaristas, los científicos en general, los sociólogos y los sensatos, defendieran que la explotación de recursos minerales es una necesidad, una oportunidad, un logro de los avances técnicos. Y que todos se concienciaran que disponer de un recurso explotable, técnica y económicamente, en cantidades importantes y con un mercado apropiado, es un regalo de la naturaleza.

Los seres humanos tenemos a nuestra disposición, para utilizarlos sabiamente, multitud de recursos, a los que debemos poner en valor con nuestros conocimientos crecientes. No se trata, desde luego, de destruir lo que tenemos de forma irreversible, sino aprovecharlo para mejorar nuestro disfrute. Y, por supuesto, hacerlo cumpliendo las leyes, con la mejor tecnología disponible. La crítica e, incluso, la oposición, a las pretensiones egoístas, excesivas o erróneas, es imprescindible. Pero no se deben hacer trampas en la argumentación, ni engañar en las consecuencias, ni destruir sin alternativas.


En Madrid, como en algunas otras capitales europeas, se ha mejorado la implantación de la recogida separativa de residuos con un nuevo contenedor: la basura exclusivamente orgánica. Tenemos, por tanto, los ciudadanos de algunos barrios madrileños, que realizar la selección de los siguientes tipos de desechos: papeles y cartón; vidrio; basura orgánica; resto de residuos domésticos. La ropa y el calzado usados y ya no deseados por sus primeros dueños, también pueden encontrar un segundo destino en contenedores adecuados. Además, hay que separar para llevarlos a un punto limpio, los aceites consumidos, los enseres inútiles según su naturaleza y composición (madera, metal, electrodomésticos, pilas, etc.).

Los contenedores de papel y los designados para recoger ropa y calzado, se han convertido en lugar preferido de su prospección callejera para grupos organizados que, con camionetas destartaladas y la celeridad de quienes trabajan a destajo, vacían los unos y hurgan en los otros, dejando a su paso los restos de su actuación apresurada.

No son estas gentes -supongo que necesitadas para actuar de ese modo y por tales sitios- las que llaman mi atención de citadino escéptico. Son los de esos otras gentes con mayores medios, educadas para el respeto ambiental, concienciadas, por vocación y origen en la defensa ecológica, que mantienen perritos que llenan las aceras y alcorques de cacas abandonadas, que tiran cigarrillos, latas y papeles en cualquier sitio distinto de las papeleras, que surcan las ciudades a toda la velocidad y con máxima potencia acústica de sus cacharros.

Y, sobre todo, como lo demuestra esta foto obtenida de una calle cualquiera de Madrid, me decepciona saber que, a diario, hay miles de conciudadanos a los que importa un pito que existan contenedores concretos para residuos específicos y puntos limpios para acoger a materiales desechados. Convierten, a su antojo, en vertederos irregulares justamente los sitios destinados a conseguir que nuestras ciudades sean más limpias, pasándose por su arco triunfal los desvelos de quienes cumplen con las normas y están serenamente concienciados de que la basura tiene su lugar, y no es la calle.

 

 

 

Publicado en: Ambiente Etiquetado como: ambiente, basura, contenedores, desperdicio, ecologistas, explotación, minería, recursos

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