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En el día de la mujer trabajadora

8 marzo, 2021 By amarias 1 comentario

No habrá manifestaciones en Madrid en apoyo del 8 de marzo, día de la mujer trabajadora. No las habrá, al menos, autorizadas por el Gobierno, para evitar aglomeraciones que puedan provocar la activación de nuevos focos de la pandemia.

Esta situación no impide que diversos representantes de colectivos ocupados en glosar el papel de la mujer, saquen a relucir sus argumentos. Por supuesto, la cuestión de fondo principal es la dificultad de la mujer, en un mundo aún dominado por el varón, para acceder a puestos de responsabilidad, para conseguir globalmente cifras de empleo similares a las de los varones o ser remuneradas de forma equivalente por trabajos equivalentes.

Hay aún bastante espacio para conseguir ese objetivo de igualdad socioeconómica y, posiblemente, no será nunca factible llegar a la plena equiparación, limitada por sensibilidades personales, familiares y sociales, que no está siendo fácil desterrar. Pero, para quienes hemos vivido desde épocas no tan pretéritas, casos de marginación y desigualdad que hoy calificaríamos sin reparos de deplorables, el camino andado parece mucho. Si se compara con el estado de la cuestión en muchos otros países, podíamos decir con orgullo que estamos a la cabeza de los logros igualitarios.

Lo que ya no me resulta fácil, es entender, ni conseguir moverme con comodidad, por ese camino tortuoso, en toda esa parafernalia argumental que se asocia a la igualdad de la mujer, a las manifestaciones de género y al movimiento feminista con base populista. Se han colado en esa marmita de intenciones, cuestiones destinadas a causar ruido y barullo, como la legalización de la prostitución (no puedo comprender que haya nadie que apoye esa lacra social y, menos, con el argumento de la libertad de la mujer para el uso que quiera dar a su cuerpo), la libre elección de género o sexo (me pierdo en la distinción semántica) y, ya rizando el rizo, la discusión sobre la edad mínima en que pueda ejercerse ese hipotético derecho, o la cuestión de la carga de la prueba del consentimiento, que se queire vincular al acusado por la víctima como agresor, para los actos ligados a la sexualidad.

Mucho me temo que mi formación de base, las enseñanzas recibidas desde la tierna infancia y, también, obviamente, mi educación católica (no me avergüenzo de ella; al contrario), condicionen la libertad de mi pensamiento en esos temas que considero marginales al propósito fundamental del posicionamiento de la mujer en el podio de la igualdad con el varón. No veo posible un debate sereno, equilibrado, científico, desprovisto del barro mediático o de las vocinglerías de quienes quieren, con la defensa de un argumento o su contrario, asumir protagonismos.

No veo libertad alguna ni derecho defendible al admitir que un niño de doce años pueda elegir cambiar su sexo natural de forma irreversible. No entiendo, y pido perdón de antemano por mi obcecación, las razones que puedan llevar a la transexualidad, aunque defiendo -y reconozco que me ha costado admitirlo- la homosexualidad como una manifestación de la naturaleza, sin que  vea en ello aberración alguna, sino carga emocional para quien tiene esa condición, que merece, por ello, protección, lo que no quiere decir que comprenda ni admita la exhibición pública de la misma, a la que algunos conceden autorización para la impudicia.

En fin, en el día de la mujer trabajadora, mi respeto y aplauso hacia todas aquellas mujeres que demuestran, día a día, que son acreedoras a la igualdad con el varón, que desarrollan actividades de todo tipo, en igualdad de condiciones y que, no pocas veces. superan en eficacia e inteligencia a sus competidores del género opuesto. Mi cariño y admiración hacia todas las mujeres a las que he conocido en mi ya larga vida, unas como jefas, otras como subordinadas o colegas y que me han demostrado eficacia, comprensión, capacidad de liderazgo o de emprendimiento y eficacia.

Mi respeto, amistad y reconocimiento a cuantas mujeres, en variados cometidos, circunstancias y momentos, me han mostrado su generosidad, su calidad como personas, su afecto, apoyo o han sabido disculpar mis errores y ayudarme a mejorar como persona. Solicito comprensión si a muchas las he encontrado, además de eficaces, hermosas. No quiero aparecer como un asqueroso machista, sino como un respetuoso admirador de lo que la naturaleza ha dispuesto como ejemplo de belleza.

Y hoy, que es el día de mi aniversario de boda, celebrada en tiempos en que no se conmemoraba ninguna festividad por la mujer trabajadora, rindo también homenaje público a la mujer que ha compartido conmigo, hasta el día de hoy, cuarenta y siete años de su vida, derrochando comprensión, eficacia, inteligencia y capacidad para dirigir con buen rumbo nuestro proyecto de pareja. Porque lo tuvimos y lo tenemos.

Publicado en: Actualidad, Personal Etiquetado como: aniversario, belleza, día de la mujer trabajadora, esposa, homosexualidad, igualdad cambio de sexo, transexualdiad

Cuento de primavera: Obra inacabada

3 mayo, 2014 By amarias 1 comentario

Carmen G. volvía a su casa, luego de asistir a la reunión semanal de damas adoradoras del santo recogimiento, cuando alguien la abordó por detrás, cogiéndola por un codo:

-Perdone, señora, mi atrevimiento. Quisiera pedirle algo.

La mujer, sobresaltada, contestó de inmediato como corresponde:

-Tengo mucha prisa.

Había, sin embargo, paz en el rostro del desconocido, lo que sirvió como antídoto al momento de desagrado que Carmen G. había padecido.

El hombre, extranjero por su aspecto -tenía los ojos azules, casi grises; pero, sobre todo, lo que destacaba era su atuendo, demasiado abrigado para el tiempo que hacía-, se colocó frente a la joven y, con un tono entrecortado que ella atribuyó a la larga frase que pronunció, demasiado compleja para su conocimiento del idioma, explicó:

-Me llamo Vassili Grigorieviz Zaitsev. Soy ruso, y mi oficio es el de pintor de iconos. Estoy preparando mi nueva exposición. La he visto e inmediatamente sentí una fuerza interior que me decía: “Esta mujer es la viva imagen de Nuestra Sra. Kazanskaia”, la bendita virgen de Kazan.

Carmen G. no sabría decir si estaba complacida por lo que era, evidentemente, un elogio a su belleza, o si, al observar mejor el rostro del desconocido, apreció inconscientemente su atractivo físico y lo asumió como valor de cambio.

No era un impulso sensual, sino el fruto de la curiosidad sobrevenida hacia quien había tenido el arrojo (¿la desfachatez?) para asaltarla con una propuesta insólita, en la mañana templada de final de primavera de aquella anodina ciudad de provincias, regalándole los oídos. Se sintió adulada, y nadie desprecia ese sabor dulce que el espíritu apetece y paladea, tanto estando ahíto como en ayunas.

Guardó silencio, que el llamado Vassili aprovechó para completar su mensaje:

-Me gustaría pintar su rostro. ¿Me concedería ese honor? No tardaré mucho en realizar mi apunte, porque soy maestro en pintura rápida.

Carmen G. repitió algo, con menor convicción, respecto a la prisa que llevaba; habló de las dificultades por las que entendía que no sería sencillo encontrar abierto un café adecuado a aquella hora del día; indicó que, en efecto, su casa estaba cerca, pero que no parecía conveniente utilizarla como estudio de pintura circunstancial, ya que se marido estaba fuera, trabajando; admitió, finalmente, que, si no era posible otra opción y, puesto que Vassili se comprometió a estar de vuelta en media hora con su canvás y los tubos de pintura al óleo, ella tendría tiempo para cambiarse de ropa y avisar a una vecina para que estuviera presente durante la sesión.

–Porque no quiero estar sola, ¿sabe Vd.? No porque le tenga a Vd. ningún miedo, sino por el qué dirán.

No estaría completamente segura de si llegó a pronunciar la frase, aunque podría jurar que lo había pensado y si no la dijo, fue porque algo la distrajo.

Al cabo de media hora exacta, Vassili Grigorieviz Zaitsev apareció en la dirección que Carmen G. le había indicado, portando un caballete de viaje, un lienzo de tamaño más bien reducido, y un maletín muy coloreado con los inequívocos pegotes de pasta de material repetidamente usado.

La joven casada no había llamado a ninguna vecina, pero se había cambiado de ropa. Llevaba una blusa verde, estampada, que resaltaba su mirada de gacela, y que, con el cuello entreabierto, dejaba asomar la cadena con la medalla de la virgen de Guadalupe, elegida como amuleto de su virtud.

Vassili buscó el lugar con la mejor luz, recorriendo, con discreción y profesionalidad, toda la casa. Decidió que el ángulo solar más adecuado para resaltar la pureza del rostro de Carmen G. era el saloncito contiguo a la habitación principal (el dormitorio del matrimonio propietario), y allí desplegó sus útiles, rogando a la bella mujer que se sentara enfrente, con la mirada volcada hacia la ventana, que abrió, con su permiso.

Un golpe de aire algo fresco provocó un escalofrío en la joven, cuya piel se crispó, erizándose los pelillos de sus brazos torneados por los ángeles (así se expresó el artista).

-Le ruego que se esté quieta, en lo posible, para que pueda captar la esencia, el espíritu de su divina belleza -decía el ruso, moviéndose del caballete a la silla en donde se encontraba la mujer, a la que tomaba delicadamente por la barbilla, orientando milimétricamente el ángulo de su rostro hacia la luz o, alcanzada mayor y más serena confianza, abrirle un poco más -unas centésimas de micra, una nadería- los bordes de la blusa que encerraba el misterio de los senos turgentes.

Carmen G. se sentía algo más azorada, un si es no es más nerviosa, a medida que pasaba el tiempo, deseando intensamente que todo terminara en cualquier dirección imaginable.

De pronto, alguien abrió la puerta de la calle, y unos pasos decididos se oyeron, pasillo adelante. Vassili, en cuestión de segundos, recogió el lienzo y el caballete. El esposo de la joven entró en el salón de la vivienda, llamándola:

-¡Carmen! ¿Estás en casa? ¡La luz del recibidor está encendida!.

Carmen G. se levantó de la silla, nerviosa sin poder explicar exactamente la razón, y fue al encuentro de su esposo. Vassili la siguió, como un cordero. Carmen G. besó al esposo de Carmen G., como cada día; tal vez, de forma algo más fría que de costumbre.

-El famoso pintor ruso Vassili Grigorieviz Zaitsev me ha pedido que posara un momento para un icono. Dice que me parezco a la virgen de Kazanskaia -explicó a su querido esposo, que se sorprendió muchísimo de encontrar a otro hombre en la casa.

-¿Vassili Grigorieviz?¿Como el famoso tirador ruso de la batalla de Stalingrado? ¿Zaitsev, el que no fallaba un disparo? ¿Exactamente se llama Vd. como él, con su mismo apellido? -fue lo que se le vino a la mente.

La batería de preguntas debió resultar suficiente para que el desconocido, el supuesto pintor de iconos, se escabullera, abandonando precipitadamente el lienzo en el que había estado, teóricamente, pintando a la hermosa dama.

El esposo recogió el lienzo, un bastidor rústico en el que había una tela sin encolar, imposible soporte para ninguna pintura, pues no era impermeable. Estaba blanco como una sábana de lino recién lavada, como el papel de una resma apenas abierta, como las nubes que emergen de una batería de hornos de coque durante el apagado.

Carmen G. se quedó pensando, mientras su esposo la reconvenía por su credulidad, aunque había más razones.

FIN

Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias, Sin categoría Etiquetado como: cuadro, cuento de primavera, cuentos, esposa, óleo, pintor, Vassili, virgen

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