Carmen G. volvía a su casa, luego de asistir a la reunión semanal de damas adoradoras del santo recogimiento, cuando alguien la abordó por detrás, cogiéndola por un codo:
-Perdone, señora, mi atrevimiento. Quisiera pedirle algo.
La mujer, sobresaltada, contestó de inmediato como corresponde:
-Tengo mucha prisa.
Había, sin embargo, paz en el rostro del desconocido, lo que sirvió como antídoto al momento de desagrado que Carmen G. había padecido.
El hombre, extranjero por su aspecto -tenía los ojos azules, casi grises; pero, sobre todo, lo que destacaba era su atuendo, demasiado abrigado para el tiempo que hacía-, se colocó frente a la joven y, con un tono entrecortado que ella atribuyó a la larga frase que pronunció, demasiado compleja para su conocimiento del idioma, explicó:
-Me llamo Vassili Grigorieviz Zaitsev. Soy ruso, y mi oficio es el de pintor de iconos. Estoy preparando mi nueva exposición. La he visto e inmediatamente sentí una fuerza interior que me decía: “Esta mujer es la viva imagen de Nuestra Sra. Kazanskaia”, la bendita virgen de Kazan.
Carmen G. no sabría decir si estaba complacida por lo que era, evidentemente, un elogio a su belleza, o si, al observar mejor el rostro del desconocido, apreció inconscientemente su atractivo físico y lo asumió como valor de cambio.
No era un impulso sensual, sino el fruto de la curiosidad sobrevenida hacia quien había tenido el arrojo (¿la desfachatez?) para asaltarla con una propuesta insólita, en la mañana templada de final de primavera de aquella anodina ciudad de provincias, regalándole los oídos. Se sintió adulada, y nadie desprecia ese sabor dulce que el espíritu apetece y paladea, tanto estando ahíto como en ayunas.
Guardó silencio, que el llamado Vassili aprovechó para completar su mensaje:
-Me gustaría pintar su rostro. ¿Me concedería ese honor? No tardaré mucho en realizar mi apunte, porque soy maestro en pintura rápida.
Carmen G. repitió algo, con menor convicción, respecto a la prisa que llevaba; habló de las dificultades por las que entendía que no sería sencillo encontrar abierto un café adecuado a aquella hora del día; indicó que, en efecto, su casa estaba cerca, pero que no parecía conveniente utilizarla como estudio de pintura circunstancial, ya que se marido estaba fuera, trabajando; admitió, finalmente, que, si no era posible otra opción y, puesto que Vassili se comprometió a estar de vuelta en media hora con su canvás y los tubos de pintura al óleo, ella tendría tiempo para cambiarse de ropa y avisar a una vecina para que estuviera presente durante la sesión.
–Porque no quiero estar sola, ¿sabe Vd.? No porque le tenga a Vd. ningún miedo, sino por el qué dirán.
No estaría completamente segura de si llegó a pronunciar la frase, aunque podría jurar que lo había pensado y si no la dijo, fue porque algo la distrajo.
Al cabo de media hora exacta, Vassili Grigorieviz Zaitsev apareció en la dirección que Carmen G. le había indicado, portando un caballete de viaje, un lienzo de tamaño más bien reducido, y un maletín muy coloreado con los inequívocos pegotes de pasta de material repetidamente usado.
La joven casada no había llamado a ninguna vecina, pero se había cambiado de ropa. Llevaba una blusa verde, estampada, que resaltaba su mirada de gacela, y que, con el cuello entreabierto, dejaba asomar la cadena con la medalla de la virgen de Guadalupe, elegida como amuleto de su virtud.
Vassili buscó el lugar con la mejor luz, recorriendo, con discreción y profesionalidad, toda la casa. Decidió que el ángulo solar más adecuado para resaltar la pureza del rostro de Carmen G. era el saloncito contiguo a la habitación principal (el dormitorio del matrimonio propietario), y allí desplegó sus útiles, rogando a la bella mujer que se sentara enfrente, con la mirada volcada hacia la ventana, que abrió, con su permiso.
Un golpe de aire algo fresco provocó un escalofrío en la joven, cuya piel se crispó, erizándose los pelillos de sus brazos torneados por los ángeles (así se expresó el artista).
-Le ruego que se esté quieta, en lo posible, para que pueda captar la esencia, el espíritu de su divina belleza -decía el ruso, moviéndose del caballete a la silla en donde se encontraba la mujer, a la que tomaba delicadamente por la barbilla, orientando milimétricamente el ángulo de su rostro hacia la luz o, alcanzada mayor y más serena confianza, abrirle un poco más -unas centésimas de micra, una nadería- los bordes de la blusa que encerraba el misterio de los senos turgentes.
Carmen G. se sentía algo más azorada, un si es no es más nerviosa, a medida que pasaba el tiempo, deseando intensamente que todo terminara en cualquier dirección imaginable.
De pronto, alguien abrió la puerta de la calle, y unos pasos decididos se oyeron, pasillo adelante. Vassili, en cuestión de segundos, recogió el lienzo y el caballete. El esposo de la joven entró en el salón de la vivienda, llamándola:
-¡Carmen! ¿Estás en casa? ¡La luz del recibidor está encendida!.
Carmen G. se levantó de la silla, nerviosa sin poder explicar exactamente la razón, y fue al encuentro de su esposo. Vassili la siguió, como un cordero. Carmen G. besó al esposo de Carmen G., como cada día; tal vez, de forma algo más fría que de costumbre.
-El famoso pintor ruso Vassili Grigorieviz Zaitsev me ha pedido que posara un momento para un icono. Dice que me parezco a la virgen de Kazanskaia -explicó a su querido esposo, que se sorprendió muchísimo de encontrar a otro hombre en la casa.
-¿Vassili Grigorieviz?¿Como el famoso tirador ruso de la batalla de Stalingrado? ¿Zaitsev, el que no fallaba un disparo? ¿Exactamente se llama Vd. como él, con su mismo apellido? -fue lo que se le vino a la mente.
La batería de preguntas debió resultar suficiente para que el desconocido, el supuesto pintor de iconos, se escabullera, abandonando precipitadamente el lienzo en el que había estado, teóricamente, pintando a la hermosa dama.
El esposo recogió el lienzo, un bastidor rústico en el que había una tela sin encolar, imposible soporte para ninguna pintura, pues no era impermeable. Estaba blanco como una sábana de lino recién lavada, como el papel de una resma apenas abierta, como las nubes que emergen de una batería de hornos de coque durante el apagado.
Carmen G. se quedó pensando, mientras su esposo la reconvenía por su credulidad, aunque había más razones.
FIN