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Cuento de primavera: Obra inacabada

3 mayo, 2014 By amarias 1 comentario

Carmen G. volvía a su casa, luego de asistir a la reunión semanal de damas adoradoras del santo recogimiento, cuando alguien la abordó por detrás, cogiéndola por un codo:

-Perdone, señora, mi atrevimiento. Quisiera pedirle algo.

La mujer, sobresaltada, contestó de inmediato como corresponde:

-Tengo mucha prisa.

Había, sin embargo, paz en el rostro del desconocido, lo que sirvió como antídoto al momento de desagrado que Carmen G. había padecido.

El hombre, extranjero por su aspecto -tenía los ojos azules, casi grises; pero, sobre todo, lo que destacaba era su atuendo, demasiado abrigado para el tiempo que hacía-, se colocó frente a la joven y, con un tono entrecortado que ella atribuyó a la larga frase que pronunció, demasiado compleja para su conocimiento del idioma, explicó:

-Me llamo Vassili Grigorieviz Zaitsev. Soy ruso, y mi oficio es el de pintor de iconos. Estoy preparando mi nueva exposición. La he visto e inmediatamente sentí una fuerza interior que me decía: “Esta mujer es la viva imagen de Nuestra Sra. Kazanskaia”, la bendita virgen de Kazan.

Carmen G. no sabría decir si estaba complacida por lo que era, evidentemente, un elogio a su belleza, o si, al observar mejor el rostro del desconocido, apreció inconscientemente su atractivo físico y lo asumió como valor de cambio.

No era un impulso sensual, sino el fruto de la curiosidad sobrevenida hacia quien había tenido el arrojo (¿la desfachatez?) para asaltarla con una propuesta insólita, en la mañana templada de final de primavera de aquella anodina ciudad de provincias, regalándole los oídos. Se sintió adulada, y nadie desprecia ese sabor dulce que el espíritu apetece y paladea, tanto estando ahíto como en ayunas.

Guardó silencio, que el llamado Vassili aprovechó para completar su mensaje:

-Me gustaría pintar su rostro. ¿Me concedería ese honor? No tardaré mucho en realizar mi apunte, porque soy maestro en pintura rápida.

Carmen G. repitió algo, con menor convicción, respecto a la prisa que llevaba; habló de las dificultades por las que entendía que no sería sencillo encontrar abierto un café adecuado a aquella hora del día; indicó que, en efecto, su casa estaba cerca, pero que no parecía conveniente utilizarla como estudio de pintura circunstancial, ya que se marido estaba fuera, trabajando; admitió, finalmente, que, si no era posible otra opción y, puesto que Vassili se comprometió a estar de vuelta en media hora con su canvás y los tubos de pintura al óleo, ella tendría tiempo para cambiarse de ropa y avisar a una vecina para que estuviera presente durante la sesión.

–Porque no quiero estar sola, ¿sabe Vd.? No porque le tenga a Vd. ningún miedo, sino por el qué dirán.

No estaría completamente segura de si llegó a pronunciar la frase, aunque podría jurar que lo había pensado y si no la dijo, fue porque algo la distrajo.

Al cabo de media hora exacta, Vassili Grigorieviz Zaitsev apareció en la dirección que Carmen G. le había indicado, portando un caballete de viaje, un lienzo de tamaño más bien reducido, y un maletín muy coloreado con los inequívocos pegotes de pasta de material repetidamente usado.

La joven casada no había llamado a ninguna vecina, pero se había cambiado de ropa. Llevaba una blusa verde, estampada, que resaltaba su mirada de gacela, y que, con el cuello entreabierto, dejaba asomar la cadena con la medalla de la virgen de Guadalupe, elegida como amuleto de su virtud.

Vassili buscó el lugar con la mejor luz, recorriendo, con discreción y profesionalidad, toda la casa. Decidió que el ángulo solar más adecuado para resaltar la pureza del rostro de Carmen G. era el saloncito contiguo a la habitación principal (el dormitorio del matrimonio propietario), y allí desplegó sus útiles, rogando a la bella mujer que se sentara enfrente, con la mirada volcada hacia la ventana, que abrió, con su permiso.

Un golpe de aire algo fresco provocó un escalofrío en la joven, cuya piel se crispó, erizándose los pelillos de sus brazos torneados por los ángeles (así se expresó el artista).

-Le ruego que se esté quieta, en lo posible, para que pueda captar la esencia, el espíritu de su divina belleza -decía el ruso, moviéndose del caballete a la silla en donde se encontraba la mujer, a la que tomaba delicadamente por la barbilla, orientando milimétricamente el ángulo de su rostro hacia la luz o, alcanzada mayor y más serena confianza, abrirle un poco más -unas centésimas de micra, una nadería- los bordes de la blusa que encerraba el misterio de los senos turgentes.

Carmen G. se sentía algo más azorada, un si es no es más nerviosa, a medida que pasaba el tiempo, deseando intensamente que todo terminara en cualquier dirección imaginable.

De pronto, alguien abrió la puerta de la calle, y unos pasos decididos se oyeron, pasillo adelante. Vassili, en cuestión de segundos, recogió el lienzo y el caballete. El esposo de la joven entró en el salón de la vivienda, llamándola:

-¡Carmen! ¿Estás en casa? ¡La luz del recibidor está encendida!.

Carmen G. se levantó de la silla, nerviosa sin poder explicar exactamente la razón, y fue al encuentro de su esposo. Vassili la siguió, como un cordero. Carmen G. besó al esposo de Carmen G., como cada día; tal vez, de forma algo más fría que de costumbre.

-El famoso pintor ruso Vassili Grigorieviz Zaitsev me ha pedido que posara un momento para un icono. Dice que me parezco a la virgen de Kazanskaia -explicó a su querido esposo, que se sorprendió muchísimo de encontrar a otro hombre en la casa.

-¿Vassili Grigorieviz?¿Como el famoso tirador ruso de la batalla de Stalingrado? ¿Zaitsev, el que no fallaba un disparo? ¿Exactamente se llama Vd. como él, con su mismo apellido? -fue lo que se le vino a la mente.

La batería de preguntas debió resultar suficiente para que el desconocido, el supuesto pintor de iconos, se escabullera, abandonando precipitadamente el lienzo en el que había estado, teóricamente, pintando a la hermosa dama.

El esposo recogió el lienzo, un bastidor rústico en el que había una tela sin encolar, imposible soporte para ninguna pintura, pues no era impermeable. Estaba blanco como una sábana de lino recién lavada, como el papel de una resma apenas abierta, como las nubes que emergen de una batería de hornos de coque durante el apagado.

Carmen G. se quedó pensando, mientras su esposo la reconvenía por su credulidad, aunque había más razones.

FIN

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Cuento de invierno: Un pájaro de cuento

31 enero, 2014 By amarias2013 Dejar un comentario

No había amanecido aún y ya se oía el gorjeo y trinar de un pájaro, tan cerca de la casa, que el sonido del canto parecía inundar la habitación como si se estuviera en medio de un concierto. Parcelino Leondoiro estuvo un rato escuchando, manteniendo la luz del cuarto apagada hasta que, sin poder contener la curiosidad de saber quién era el autor de tal despliegue cantor, abrió suavemente la ventana.

El frío de la noche entró de pronto en la habitación. Por efecto del brusco cambio de temperatura ambiente, Parcelino, que estaba solo protegido por un somero pijama, sintió un escalofrío.

Allí lo vió. En un arbusto cercano a la casa, recortado su perfil contra las tenues luces del día que apenas comenzaba, descubrió su silueta. La ausencia de claridad no permitía distinguir los colores del plumaje; solo advirtió que se trataba de un ave muy grande. Demasiado grande para ser un tordo malvís; demasiado grande para asemejarse a una oropéndola, que, además, no dispone de un canto tan variado; más grande, incluso, que un cuervo, cuyo graznido le hubiera resultado inconfundible.

El pájaro no se movió de donde estaba, aunque, interrumpió su canto.

A Parcelino Leondorio le pareció que le miraba. Lo que ya no estaba tan seguro era de haber escuchado con nitidez lo que creyó haber escuchado:

-Hola.

La primera intención de Parcelino fue cerrar, asustado, la ventana. ¿Habría entendido bien?. Como tampoco estaba seguro de lo que estaba viendo, con curiosidad que superpuso al temor, retrocedió sigilosamente, para no asustar al animal, y recogió las gafas de la mesita de noche, poniéndoselas con la misma discreción y lentitud de movimientos que tendría quien estuviera al acecho de una valiosa pieza de caza.

Puede que este sea el preciso momento de indicar que Parcelino Leondorio se encontraba en un caserón que acababa de heredar de un pariente, emigrante en La Martinica, en donde había conseguido hacer, al menos, dinero suficiente para comprar el terreno y mandar edificar un curioso edificio en aquel preciso lugar.

Ese lugar debía haber tenido para ese pariente de Parcelino una importancia especial, que, sin embargo, nunca le llegó a explicar a él ni, por lo que llevaba investigado desde que se instaló en la casa, a ningún otro lugareño. Porque, siguiendo con la verdad de la historia, la única persona de su familia a la que Parcelino conoció había sido a su madre, quien lo había traído al mundo, como se suele decir “de soltera” y no se había casado con nadie -también en sentido figurado-, aunque no le habían faltado pretendientes.

No tuvo Parcelino oportunidad de preguntarle a su santa quién era ese pariente sobrevenido, pues solo conoció de su existencia por ese testamento que se le comunicó cuando ella ya había fallecido, años antes. Y lo que puede resultar aún más sorprendente, el emigrante tampoco llegó a habitar la casa que había mandado construir en un sitio cuya importancia, sentido o valor sentimental, se había llevado con él a la tumba.

No era, en efecto, el apellido Leondorio el que correspondía a su desconocido progenitor, sino el de su venerada mamá, que había sido echada de casa de sus padres cuando se manifestó embarazada de un estudiante de veterinaria, rico en imaginaciones calenturientas, al que no volvió a ver, escapado de su aventura sentimental. Tampoco la Sra. Lendoiro había tenido mayor relación con sus mayores, luego de aquel despido improcedente. Y en cuanto a lo de no casarse, si el lector tuviera curiosidad por qué no había caído en esa tentación, sírvale esta frase:

-Mejor tira la yegua sola que mal acompañada por cabestro en una yunta –era su respuesta a los que se acercaban a requerirla o le preguntaban por qué seguía, siendo de buen ver, sin tener pareja.

Tanto desconocimiento de sus razones genealógicas, le había causado a Parcelino, cuando era niño, una severa reprimenda en clase de Historia Sagrada, por una metedura de pata inocente que aún era recordada por los compañeros de escuela. ¡Pues no había comparado a su madre con María Santísima!

-¿Qué quiere decir que la Virgen tuvo a Jesús sin concurso de varón? –había preguntado al maestro Don Jeremías, en clase de Historia Sagrada.

-Quiere decir que tuvo a su Hijo por obra y gracia del Espíritu Santo, que la mantuvo como doncella sin mácula –le explicó el venerado maestro. Y, para mayor aclaración del curioso discípulo, había añadido:

-Todo ello fue posible porque Jesús era Hijo de Dios.

A lo que el niño Parcelino, atando cabos, añadió su convencimiento:

-Como yo. Mi madre también me dice que soy hijo de Dios.

Así que la vida de Parcelino estaba rodeada de misterio, de silencios, de ignorancias supinas. Un mundo de oscuridad respecto a sus orígenes que le había llevado, en busca de una expiación por un pecado que, desde luego, no había cometido, a seguir un camino que se le había revelado equivocado. Porque Parcelino Lendoiro era sacerdote. Un sacerdote sin fe, renegado de las enseñanzas que le habían inculcado. Un hombre sin rumbo, sin afectos, ahora sin aquella madre que, durante tantos años, fue único sostén de su virtud, una santa que le exhortaba a difundir la verdad entre los feligreses, y amarlos con el cariño que solo los devotos pueden cualificar certeramente.

Hacía dos semanas que había recibido una carta desde La Martinica, firmada por el cónsul francés en la isla, y que, por las anotaciones del sobre, había seguido un largo camino hasta llegar a él, cuando le fue entregada por un agente del Registro Civil Central.

Por esa carta se le comunicaba que D. Sebastián Dosegado Carbonero, fallecido en tierras tan alejadas, le reconocía como su único heredero, por ser hijo de D. Sebastián Dosegado Carpentier, fallecido soltero, sin hermanos ni más parentela.

Miraba ahora Parcelino aquel ave parlante que le había saludado, y, con mayor temor que el que antes había manifestado, la oyó decir, claramente:

-En este lugar, para expiación de mis pecados, he pedido a mi abuelo que haga construir esta casa en la que estás, y que, a su fallecimiento, te la donara en herencia.

Parcelino se persignó, arrodillándose.

-Hay, sin embargo, una condición, que debes cumplir.

Parcelino no pudo, sin embargo, escuchar esa condición. Había, por la emoción, fallecido.

He pasado, por casualidad, por el lugar, y comprobado que el caserón estaba abandonado. La yedra cubría, densa e indómita, las paredes y ocultaba parcialmente las ventanas, muchos de cuyos cristales se hallaban rotos. Sobre un árbol descuidado y bastante frondoso, había un gran nido de una especie desconocida.

FIN

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Mi Diccionario desvergonzado (31): virgen, boxer, muela, lameculos, plazo

10 julio, 2013 By amarias2013 Dejar un comentario

virgen: 1. Imagen femenina venerada localmente, a la que se atribuyen portentosos milagros y participación en sucesos maravillosos, manifestación nada sorprendente del polimorfismo con el que todo ser humano, según su cultura y ubicación geográfica, solventa el deseo de ser hijo predilecto de la naturaleza. 2. Estado de tensión con el que se obligaba a las mujeres a llegar al matrimonio, en la creencia de que era la forma de forzar a que su novio pidiera su mano a sus padres, lo que se consideraba, desde luego, un eufemismo. 3. Dícese del estado de salud en el que algunos miembros de congregaciones, devociones y potestades dicen encontrarse, como manera de mortificar los cuerpos en la ignorancia de aspectos propios de la naturaleza.

boxer: 1. Prenda masculina de marca que cubre las partes íntimas, y que los jovenzuelos procuran mostrar en la mayor proporción posible (la prenda), bajándose los pantalones, para evitar cualquier especulación sobre la posibilidad de que no la lleven. 2. Raza de perro de naturaleza inofensiva y aspecto muy feroz, muy parecido físicamente al que lo lleva atado con una correa muy resistente, que tiene predilección especial por ensuciarse el hocico con la mierda de otros cánidos.

muela: 1. Concesión extraordinaria que la naturaleza ha puesto en la boca de los humanos para que los odontólogos, cirujanos de maxilar, ortodoncistas y técnicos dentales se enriquezcn con la desgracia ajena. 2. Cada una de las piezas dentales que se va perdiendo a lo largo de la vejez, y que serán sustituídas, ya avanzado el proceso de deterioro, por una prótesis que servirá para dotar a sus portadores de una inconfundible sonrisa o mueca de insatisfacción.

lameculos: 1. Oficio desagradable que se empeñan en realizar gentes de toda condición profesional, pero idéntica desviación mental, que les lleva a aplaudir cuanto hacen sus superiores, sin preocuparse por la calidad de lo que eyectan. 2. Aparato con forma de lengueta con el que, en las aberraciones denominadas como coprofilia, se trata de aprovechar cualquier resto, por pequeño que sea, de materia orgánica.

plazo: 1. Término temporal que no se puede superar, salvo que se pertenezca a la propia administración pública y, muy especialmente, a la judicatura. 2. Fecha muy temida que, cuando es ya inminente, provoca un incremento de actividad desmesurado en quienes están obligados a entregar en ella una oferta, recurso, maquinaria, traje o chirimbolo, y que, en la mayor parte de los casos, no tendrá ninguna importancia para quien lo recibe.

Archivado en:Actualidad, Cultura, Diccionario desvergonzado, Sociedad Etiquetado con:boxer, diccionario desvergonzado, lameculos, muela, plazo, virgen

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