Todos lo hemos vivido así, o lo vivirán de ese modo. Se pasa de ser los más jóvenes, sin transición, a ser de los mayores del grupo.
Pertenezco a la promoción cultural de los que nos casamos poco después de terminar la carrera. No pretendo, al indicar este detalle, aprovechar para hacer un relato de las razones que nos movían, a poco de encontrar un trabajo remunerado, para organizar el proyecto vital. Pretendo solo presentar el marco personal con el que contar un par de anécdotas de mi época como profesor de la Escuela de Minas de Oviedo.
Desde 1972, y durante tres años, simultanée mi trabajo en Ensidesa con el de profesor encargado de dos cursos de la asignatura de Algebra Lineal. Eran tiempos de pluriempleo, y hoy no me duelen prendas en reconocer que ambas tareas lo eran a tiempo completo. Sumados ambos sueldos, ganaba una miseria, pero no era el dinero lo que me guiaba, -no lo apunto como mérito, sino como realidad compartida con otros muchos- sino catapultar la economía de la recién formada familia a zonas de confort.
Todos los días de la semana, de lunes a viernes, después de la jornada de Ensidesa (factoría de Avilés), que por fortuna para la compatibilización horaria, era continua, almorzaba apuradamente en en el comedor de la empresa, y, sin mucho tiempo para preparar las clases, me lanzaba a cuatro horas seguidas (dos por grupo) de permanencia en las aulas, ante un centenar de alumnos a los que seguramente no sacaba más de tres o cuatro años de media de edad.
Cuando me casé, en marzo de 1974, en pleno curso, no me atreví a pedir permiso por el feliz acontecimiento, y llevé a la que empezaba a ser mi paciente esposa, de viaje de novios de fin de semana, a Santillana del Mar, volviendo a tiempo para dar las clases del lunes.
No sería ese mismo lunes, pero, pongamos, el martes siguiente, María Jesús empezó a mostrarme sus habilidades culinarias con unos estupendos escalopines a la cayena. Estaban muy sabrosos, aunque los encontré algo picantes.
Llevaba apenas media hora de clase cuando me acometió un ardor indescriptible. Debo indicar, además, que las clases, en aquellas aulas inmensas, se desarrollaban con mucho apoyo escrito con tiza sobre encerados de pizarra, que era necesario borrar cada poco. Toqué el timbre, y apareció un conserje -supongo que sería Jesús, ya una institución por entonces, pues Mario aún no se había incorporado-.
-Por favor, tráigame un vaso de agua -pedí con un hilo de voz-
Al poco, aunque los minutos me parecieron siglos, llegó el deseado líquido, que ingerí de un trago.
Pero no se amortiguaba mi ardor, así que volví a tocar el timbre, y pedí otro vaso. Así terminé la primera clase.
Cuando al comienzo de la segunda clase del día, y a pesar de haber aprovechado el descanso de cinco minutos para abrevar como si me hubiera convertido en un camello a punto de cruzar el desierto, volví a pedir otro vaso de agua, Jesús vino con una jarra:
-No se qué te pasa hoy, pero tienes un incendio en el estómago.
Lo tenía. Cuando, por fin, terminé la jornada y María Jesús me ofreció cenar de los mismos escalopines a la cayena que tanto me habían gustado al almuerzo, me interesé por saber la cantidad de especie que había utilizado.
-Solo cuatro o cinco de los pimientitos -me reconoció-. Para que estuvieran más sabrosos.
Los grupos de Algebra de aquel año resultaron muy especiales. Había estudiantes excepcionales, en lo académico y en lo personal. Unas semanas antes de lo que acabo de recordar, comuniqué a mis alumnos que me casaba, y que seguramente me tomaría uno o dos días libres.
Al día siguiente, el delegado de uno de los cursos me entregó, solemnemente, con el aplauso de la clase que, seguramente, habría participado en el regalo, junto a un aparatoso ramo de flores, un par de gallos de pelea de alpaca, que conservé hasta que, en una de las muchas mudanzas (ya se sabe que tres mudanzas equivalen a un naufragio) se me perdieron.
El grado de confianza o de cordial desvergüenza con aquellos (falsos) discípulos, quedó reflejado en la frase que grabaron en una de las figurillas. Era algo así: “Al profesor Arias, con el deseo de que nunca se pelee con su esposa”.
Pues, sí, fue premonitorio, jóvenes colegas de antaño. Cuarenta y tres años después, aquí estamos. Sin apenas rasguños. ¡Y mira que soy un tipo difícil…!
Esta pareja de carboneros garrapinos comparte lugar en el comedero del jardín comunitario. No lo tienen fácil, porque la competencia es mucha, y estas aves -de las más pequeñas del plantel de comensales- deben aprovechar momentos en que el lugar queda momentáneamente libre. Con preferencia, a primera hora del amanecer, 0 cuando el sol ya se ha ido bajo el horizonte de la manzana de casas. Con eso no quiero justificar la baja calidad de la foto, sino poner de manifiesto la complicidad y sagacidad de estos pequeños páridos.