El macrojuicio a los ocho insurrectos involucrados en la declaración unilateral de independencia de la región catalana es también un proceso al Tribunal Supremo español.
La transmisión en directo de las actuaciones permite analizar, a legos y a expertos, hasta en sus menores detalles, los comportamientos de magistrados, de los representantes de la fiscalía y de la abogacía del Estado y, por supuesto, de los encausados y de los letrados encargados de su defensa y, no en último lugar, de los casi quinientos testigos.
Se ha alabado el buen hacer profesional y la tranquilidad de talante del presidente del Tribunal, el magistrado Marchena, al que las huestes mediáticas parecen querer preservar, por el momento, del paso de los caballos. Como en un reality show, al que la televisión nos tiene bien acostumbrados, todos los demás integrantes de esta tragicomedia a la española, están siendo escrutados con suma atención, y cada cual pretende extraer consecuencias como le parece mejor.
Está fuera de duda que la excesiva prolongación del proceso de enjuiciamiento, los claramente insólitos, por lo desmesurados, medios de prueba aceptados y la admisión ultra tolerante de declaraciones testificales, pretenden, junto con la transparencia pública, -inmediata, en tiempo real-, de los devenires procesales, tienen como objetivo demostrar que se está actuando con total rigor, seriedad y sin que se omita la presentación de cualquier medio de defensa que pudiera servir para disminuir la gravedad de los hechos y actuaciones juzgadas.
Pero, como todo en la vida, todo lo excesivo se asoma a provocar el efecto contrario. En este caso, tanta claridad, tanta luz sobre los encausados y sus juzgadores, añadida a la exposición pública de los argumentos de una selección nada despreciable de los políticos que afectan y seguramente afectarán a nuestras vidas, deja un poso amargo de cortedad, de miseria intelectual, de país de medio pelo, exponiendo nuestras partes pudendas, y haciendo que, al tiempo que se juzga, demos motivos para que se nos juzgue.
Los periódicos del día (véase El País del 3 de marzo de 2019) ya apuntan a discrepancias entre los más de setenta magistrados del Tribunal Supremo sobre el tema crucial que pende sobre la responsabilidad de los instigadores de la rebelión. Es decir, si hubo o no violencia, abundando en la precisión jurídica, semántica o vulgar de lo que se entiende por tal y, en consecuencia, sobre la naturaleza del delito principal que se juzga y sus consecuencias penales.
No quiero entrar en la polémica, porque tengo la mente ocupada en otras cosas más útiles para mi bienestar personal y el de los que aprecio.
Pero viene al pelo recordar que no es la primera vez que el Tribunal Supremo se acerca al fuego de la definición de lo que es actuar con violencia. Porque, como ejemplo, al juzgar robos con violencia, el Alto Tribunal, en Sentencias ya muy citadas, ha definido que ” si surgen o sobrevienen la violencia o la intimidación antes de (…) alcanzarse la consumación del delito de apoderamiento, la violencia y la intimidación se integran con el apoderamiento y transmutan el hurto o el robo con fuerza en robo violento.” (STS, 9 de Marzo de 2001 ) y que “el previo concierto para llevar a término un delito de robo con violencia o intimidación que no excluya a priori todo riesgo para la vida o la integridad corporal de las personas, responsabiliza a todos los partícipes directos del robo con cuya ocasión se causa una muerte o unas lesiones, aunque sólo alguno o alguna de ellos sean ejecutores de semejantes resultados personales” ((STS 690/2009, 25 de Junio de 2009).
Espero que esa dureza profesional, esa neutralidad quisquillosa, esa impenetrable muralla a la que nos hemos enfrentado los ya viejos juristas en nuestros encuentros con esos colegas de altura que son los miembros del Tribunal Supremo, cuando, al acudir a su docto parecer en defensa de la posición de nuestros clientes, solemos volver a los despachos con el rapapolvo pedantuelo del superior conocimiento que impregna su autoridad, no flaquee al juzgar a estos presuntos delincuentes de lazo amarillo, y los trate con el mismo rasero inflexible, a ellos y a sus letrados, que a quienes fueron encontrados culpables de ser violentos por intención, al planificar un hurto que acabó en homicidio no premeditado.
Y, ya de paso, la insolencia del diputado Rufián al contestar a las preguntas de la fiscalía o de los letrados de los acusados e, incluso, para hacer bromitas destinadas a su galería con las observaciones del presidente del Tribunal, hubiera merecido la apertura de una pieza separada por desacato, burla al tribunal, que hubiera implicado, cuanto menos, una multa.
La pareja de cormoranes moñudos (phalacrocorax aristotelis) , en plumaje de cortejo, en el puerto de Roquetas, espera ávidamente que los pescadores, que se encuentran limpiando sus redes de los pececillos que quedaron atrapados en ellas, lancen al agua ese fácil alimento.
Tendrán que competir con algunas gaviotas sombrías y picofinas, otros cormoranes grandes (phalacrocorax carbo) y un quinteto de garzas comunes. ¡Qué espectáculo! Puedo decir que saqué decenas de fotografías, tratando de captar la pelea entre esas especies, reunidas en una ceremonia para mí insólita, pero que estoy seguro se repite todos los días.