Creían conocerse, porque eran amigos y se reunían de vez en cuando. Tenían mucho en común: un alto nivel de vida, salud aceptable, un interés razonable por lo que les afectaba o podía afectar y un conocimiento somero de lo que creían que no les afectaría jamás.
Con ocasión del cumpleaños de uno de ellos, Balisondio, éste les había invitado a su casa, un chalet en la zona residencial de Caraleja. Al llegar, un camarero les ofrecía bebidas de la bandeja que sostenía, y la pareja anfitriona los saludaba con las habituales palabras de bienvenida.
Lloviznaba. Hacía un poco de frío.
Cuando llegaron Sacarindo y su nueva amante, la esposa de Balisondio, Maicosenda, no pudo ocultar una mueca de disgusto. Había invitado también a Covelanta, la primera mujer de Sacarindo, con la que le unía un especial cariño, pues se había imaginado la posibilidad de una reconciliación.
Aunque Sacarindo le había advertido de que vendría acompañado, había malinterpretado que lo sería de un hombre. Por eso le había pedido a Covelanta que trajera, por su parte, a otra mujer.
-¿Dónde habéis dejado el coche? -preguntó Maicosenda, por decir algo, recogiendo la gabardina de Sacarindo, con el vestigio húmedo de haber cubierto con ella a su acompañante, protegiéndola de la llovizna, en el trayecto hasta la casa.
-Hemos venido en taxi, para no tener problemas a la vuelta, ya sabes -contestó el interpelado, al que le habían retirado el carnet en una ocasión anterior por superar la tasa de alcohol admisible.
Sacarindo entregó el regalo que traía, una colección de litografías eróticas de un pintor de moda, envueltas en un papel de estraza, y presentó a su acompañante. Los anfitriones la observaron con intensidad. Podría ser su hija por la edad, y, acentuado el sonrosado de sus mejillas por la carrera que había hecho para escapar de la lluvia, les pareció al mismo tiempo hermosa, sensual y coqueta.
El cumpleañero agradeció el presente y, después de un rápido pasar por las láminas, con mirada descuidada (“Cosas de Sacarindo” pareció pensar) lo dejó sobre la mesa donde se encontraban los otros regalos: el último libro de Whalton West sobre la Dependencia global, un abrelatas que era también conector de wifi, y varias botellas de Tempranillo.
-No os importará que haya venido con Susiela, ¿verdad? Es estudiante de sicología y, como veréis, muy guapa.
-He leído casi todo lo que has escrito -dijo la estudiante, quizá algo nerviosa, dirigiéndose a Balisondio-. Me parecen muy atractivas tus ideas sobre el instinto gregario, y todo eso. Solo que…no estoy de acuerdo.
-Nena, no hemos venido de invitados a esta cena a hablar de temas serios. Deja la cuestión para otro momento -intentó cortar Sacarindo, jovial y algo incisivo, como siempre.
-Al contrario, al contrario. Me parece bien tener temas de controversia -dijo Balisondio-. Pero te corrijo, Sacarindo. Esto no va a ser una cena, sino una merienda. Maicosenda prefirió encargar un catering, y así tendremos más tiempo para hablar entre nosotros, moviéndonos libremente.
Sacarindo dirigió entonces una mirada al salón y advirtió que solo estaban en él seis personas.
-¡Qué alivio! ¡Pensé que llegábamos los últimos, pero veo que somos de los primeros!
-No. Ya estamos todos. Solo seremos diez, esta vez -le aclaró Maicosenda, indicándoles que tomasen asiento.
Había, en efecto, otros tantos sillones como invitados, dispuestos en círculo. Susiela se sentó al lado de Covelanta, en el lugar que estaba libre, entre ésta y Carminolina, la esposa de Urgiondo, que era médico estomatólogo.
Carminolina, más o menos de la edad de su marido, tenía cuarenta y cinco años, era catedrática de química física en la Universidad Universal y era menuda, no muy agraciada. Sospechaba que su marido se entendía, al margen de lo profesional, con una de las enfermeras de la clínica dental donde atendía lunes y jueves, lo que era, desde luego, cierto.
Balisondo, colocándose en el centro del espacio que ocupaban sus amigos, reclamó atención.
-Os agradezco vuestros regalos, pero deberías haberme hecho caso, cuando os adelanté, al invitaros a este encuentro, que el regalo que necesitaba ya lo tenía preparado, y me lo ibais a entregar en el transcurso de la merienda -afirmó, en tono bastante grandilocuente.
-Porque lo que desearía que, en esta reunión, en lugar de hacer como acostumbramos, tomar unas copas y hablar de cuestiones bastante intrascendentes, conversáramos sobre un tema concreto. -Respiró, dando énfasis a sus palabras-. Quisiera que habláramos, mejor dicho que discutiéramos, sobre el amor. Sobre lo que cada uno entiende que es el amor.
-Qué interesante -dijo Susiela-. Como en El Banquete de Sócrates.
-El Banquete lo escribió Platón -corrigió Covelanta, que era profesora de Filosofía Básica en el Bachillerato-. Aunque si te refieres a quién era el anfitrión, según el relato, era Agatón.
Balisondo se sentó en el único sillón que aún estaba vacío.
-Ya podéis empezar -solicitó.
-¿Cómo empezar? ¿No hay preguntas para responder? ¿No nos das un guión previo? -se interesó Carminolina, que aparecía preocupada por la propuesta.
-Yo puedo ayudar, ya que el tema me interesa. -habló Sacarindo, cuya mirada se cruzó, por unos instantes, con la de quien había sido su esposa- Por qué no tratamos de responder a esta cuestión. Enfoquémoslo desde la perspectiva de la utilidad. ¿En qué me beneficia estar enamorado de otra persona?
Todos parecieron meditar la respuesta. Todos, menos Covelanta, que se levantó, y mientras se dirigía a la amplia mesa, situada en un lateral del salón, en donde se habían dispuesto las vituallas, afirmó, sin que le importara encontrarse de espaldas a los demás.
-¿Y por qué no respondemos a la pregunta contrarecíproca? Si no estamos enamorados, ¿qué nos perdemos?
Susiela abrió su boquita de fresa para decir algo, aún sin tener seguro qué podría ser. Se había convencido, instintivamente, de que la merienda iba a resultar de lo más interesante y, llevada por su ingenuo temperamento, pensó que era una oportunidad estupenda de demostrar a los amigos de Sacarindo que no se había equivocado eligiéndola a ella como amante.
(continuará)