La reunión se había previsto celebrar en el pabellón de caza, y, más concretamente, en la sala de Elefantes, que estaba habilitada como museo. El monarca ocupaba uno de los sillones de piel de oso, y aguardaba ya, sentado, a que entrasen los demás convocados, que eran pocos.
Sobre la mesa de disección, que servía habitualmente al propósito del maestro de taxidermistas para realizar los cortes, muy precisos, que proporcionaban a los animales disecados un aspecto casi real, había varios pergaminos enrollados, algunas gomas de borrar, un casco de motorista y un par de navajas barberas, con el corte afilado.
-¿Cómo ha podido suceder? -bramó su majestad serenísma, tan pronto como apareció, por la puerta, la princesa, muy pálida, que venía acompañada del camarlengo o camarero mayor, en el que se apoyaba. El séquito se completaba de dos malabaristas, un palafrenero y una doncella llevando una bandeja con soldaditos de Pavía, recién hechos.
El camarlengo mayor hizo una profunda reverencia, pidió la venia, y habló de esta manera:
-Hemos estado analizándolo, majestad serenísima, con el cuidado y atención que son del caso. La princesa lamenta lo sucedido, y espera que el deshacedor de entuertos encuentre la manera de volver las cosas a su sitio, como estaban antes.
La voz le temblaba algo, aunque pudiera deberse a la edad, pues el camarlengo mayor había superado ampliamente la edad de la jubilación, siendo solo la profunda lealtad que profesaba a la casa real lo que le mantenía firme en su puesto, haciéndolo insustituible por cualquier otra persona, como es normal.
-Dí, pues, lo que has descubierto -expresó el Rey, invitándolo a que siguiera de pie, con un gesto de lo más austero; al mismo tiempo, sacando de la manga otro gesto, más liviano, sugirió a la princesa que se sentara sobre sus rodillas, como cuando era una infanta.
El noble mercenario, prosiguió, ajustándose el bisoñé que, por efecto del sudor, se le estaba deslizando desairadamente sobre el ojo izquierdo, impidiéndole la visión.
-Lo que está sucediendo es producto, consecuencia o resultado, por así decirlo, de la introducción en la corte de un peligrosísimo personaje. Un ser abyecto, ajeno a la real naturaleza, que ha penetrado por algunos resquicios al palacio, mordiendo con sus mandíbulas feroces el sitial sobre el que se levanta la fortaleza consuetudinaria de la realeza. Un espíritu traidor, desequilibrante, en fin. Plebeyo, por más señas.
El monarca se revolvió, inquieto, empezando a sentirse molesto por la perorata, que le parecía de todo punto ininteligible.
-¿Quieres vomitar de una vez, desgraciado, el nombre de ese malnacido, ese tipo salido de quién sabe donde que está poniendo en peligro mi corona, que nos deja en ridículo y que tanto malestar causa a esta familia? ¿Dónde se halla? -y, así diciendo, apartaba a su robusta hija del regazo, intentando levantarse como podía.
-¡Que lo prendan de inmediato y le corten ipso facto la cabeza, para que aprenda a no hacer nunca jamás un mal como el que hizo! -bramó, dando un puñetazo sobre la mesa de disecar, con tal efecto, que una de las cabezas de elefante, que estaba mal ajustada por sus clavos a la pared del fondo, se vino abajo, con fatal estrépito, rompiéndose de paso uno de sus colmillos: el izquierdo.
-Desgraciadamente, castigarlo será imposible. -Se lamentó el camarlengo, abriendo de par en par las manos, en gesto claro de impotencia.
-Pues …¿quién es? ¿Quién lo defiende?… ¿Alguna potencia poderosa? -dudó el monarca, pensando en enemigos extranjeros y volviendo a caer sobre la silla, de donde la princesa se había puntualmente escurrido.
-Ese enemigo, del dicho plebeyo origen, que se ha colado en las alcobas reales, revoltoso, y que está en el centro de los nuevos males que agarrotan esta monarquía, es…
-¡No me digas más, lo mato, lo mato! -gritaba el Rey, fuera de sí, desaforado.
-Se llama Amor, majestad.
-¿Amor? -deslizó, asombrado, como quien menta la cuerda en casa del ahorcado, el Rey.
-Amor se llama -prosiguió el camarero real- Y, aunque hemos consultado a todos los físicos del Reino, para el que padece sus efectos, no hay remedio. Le hace creer cosas imposibles, firmar como certezas las más mentirosas causas, olvidar obligaciones, omitir consejos. Y en este caso peor, se ha aliado con Codicia, la joven que tenían adoptada como servidora en Palacio, y han parido hijos. Hemos descubierto toda una nidada de despropósitos alojados en el oropel de las coronas, difícil de arrancar sin hacer mucho daño a la pintura.
El Rey miró de hito en hito al camarlengo, y algo debió intuir, porque montó en un caballo bayo que tenía preparado y, al galope, desapareció en la espesura. Estuvo todo el resto de sus días cazando perdices y codornices, que comía a hurtadillas.
Por su parte, la princesa, como si no fuera con ella la cosa, primorosa, cortaba lirios y rosas y astros, y cosas así en el jardín de las delicias.
Pasaron unos días, y en el salón de los Elefantes, apareció un tipo con aspecto bastante zaparrastroso, diciendo que tenía nuevas instrucciones. Pero era ya demasiado tarde. No encontraron en todo el palacio real, ni siquiera en las mazmorras bajo la torre del homenaje, títere con cabeza.
FIN