Al socaire

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Cuento de invierno: La pesadilla de la princesa

13 enero, 2014 By amarias2013 Deja un comentario

La reunión se había previsto celebrar en el pabellón de caza, y, más concretamente, en la sala de Elefantes, que estaba habilitada como museo. El monarca ocupaba uno de los sillones de piel de oso, y aguardaba ya, sentado, a que entrasen los demás convocados, que eran pocos.

Sobre la mesa de disección, que servía habitualmente al propósito del maestro de taxidermistas para realizar los cortes, muy precisos, que proporcionaban a los animales disecados un aspecto casi real, había varios pergaminos enrollados, algunas gomas de borrar, un casco de motorista y un par de navajas barberas, con el corte afilado.

-¿Cómo ha podido suceder? -bramó su majestad serenísma, tan pronto como apareció, por la puerta, la princesa, muy pálida, que venía acompañada del camarlengo o camarero mayor, en el que se apoyaba. El séquito se completaba de dos malabaristas, un palafrenero y una doncella llevando una bandeja con soldaditos de Pavía, recién hechos.

El camarlengo mayor hizo una profunda reverencia, pidió la venia, y habló de esta manera:

-Hemos estado analizándolo, majestad serenísima, con el cuidado y atención que son del caso. La princesa lamenta lo sucedido, y espera que el deshacedor de entuertos encuentre la manera de volver las cosas a su sitio, como estaban antes.

La voz le temblaba algo, aunque pudiera deberse a la edad, pues el camarlengo mayor había superado ampliamente la edad de la jubilación, siendo solo la profunda lealtad que profesaba a la casa real lo que le mantenía firme en su puesto, haciéndolo insustituible por cualquier otra persona, como es normal.

-Dí, pues, lo que has descubierto -expresó el Rey, invitándolo a que siguiera de pie, con un gesto de lo más austero; al mismo tiempo, sacando de la manga otro gesto, más liviano, sugirió a la princesa que se sentara sobre sus rodillas, como cuando era una infanta.

El noble mercenario, prosiguió, ajustándose el bisoñé que, por efecto del sudor, se le estaba deslizando desairadamente sobre el ojo izquierdo, impidiéndole la visión.

-Lo que está sucediendo es producto, consecuencia o resultado, por así decirlo, de la introducción en la corte de un peligrosísimo personaje. Un ser abyecto, ajeno a la real naturaleza, que ha penetrado por algunos resquicios al palacio, mordiendo con sus mandíbulas feroces el sitial sobre el que se levanta la fortaleza consuetudinaria de la realeza. Un espíritu traidor, desequilibrante, en fin. Plebeyo, por más señas.

El monarca se revolvió, inquieto, empezando a sentirse molesto por la perorata, que le parecía de todo punto ininteligible.

-¿Quieres vomitar de una vez, desgraciado, el nombre de ese malnacido, ese tipo salido de quién sabe donde que está poniendo en peligro mi corona, que nos deja en ridículo y que tanto malestar causa a esta familia? ¿Dónde se halla? -y, así diciendo, apartaba a su robusta hija del regazo, intentando levantarse como podía.

-¡Que lo prendan de inmediato y le corten ipso facto la cabeza, para que aprenda a no hacer nunca jamás un mal como el que hizo! -bramó, dando un puñetazo sobre la mesa de disecar, con tal efecto, que una de las cabezas de elefante, que estaba mal ajustada por sus clavos a la pared del fondo, se vino abajo, con fatal estrépito, rompiéndose de paso uno de sus colmillos: el izquierdo.

-Desgraciadamente, castigarlo será imposible. -Se lamentó el camarlengo, abriendo de par en par las manos, en gesto claro de impotencia.

-Pues …¿quién es? ¿Quién lo defiende?… ¿Alguna potencia poderosa? -dudó el monarca, pensando en enemigos extranjeros y volviendo a caer sobre la silla, de donde la princesa se había puntualmente escurrido.

-Ese enemigo, del dicho plebeyo origen, que se ha colado en las alcobas reales, revoltoso, y que está en el centro de los nuevos males que agarrotan esta monarquía, es…

-¡No me digas más, lo mato, lo mato! -gritaba el Rey, fuera de sí, desaforado.

-Se llama Amor, majestad.

-¿Amor? -deslizó, asombrado, como quien menta la cuerda en casa del ahorcado, el Rey.

-Amor se llama -prosiguió el camarero real- Y, aunque hemos consultado a todos los físicos del Reino, para el que padece sus efectos, no hay remedio. Le hace creer cosas imposibles, firmar como certezas las más mentirosas causas, olvidar obligaciones, omitir consejos. Y en este caso peor, se ha aliado con Codicia, la joven que tenían adoptada como servidora en Palacio, y han parido hijos. Hemos descubierto toda una nidada de despropósitos alojados en el oropel de las coronas, difícil de arrancar sin hacer mucho daño a la pintura.

El Rey miró de hito en hito al camarlengo, y algo debió intuir, porque montó en un caballo bayo que tenía preparado y, al galope, desapareció en la espesura. Estuvo todo el resto de sus días cazando perdices y codornices, que comía a hurtadillas.

Por su parte, la princesa, como si no fuera con ella la cosa, primorosa, cortaba lirios y rosas y astros, y cosas así en el jardín de las delicias.

Pasaron unos días, y en el salón de los Elefantes, apareció un tipo con aspecto bastante zaparrastroso, diciendo que tenía nuevas instrucciones. Pero era ya demasiado tarde. No encontraron en todo el palacio real, ni siquiera en las mazmorras bajo la torre del homenaje, títere con cabeza.

FIN

Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado como: amor, infanta, instrucciones, pabellón de caza, princesa, sala de los elefantes, títere con cabeza

Cuento de otoño: Las tres gracias

24 septiembre, 2013 By amarias2013 Deja un comentario

Aunque no está demostrado, es absolutamente posible, con probabilidad cercana a la certeza, que hace muchos, muchísimos años, se estuviera viviendo una situación muy parecida a la actual. Y es también posible que, si tuviéramos la oportunidad de retroceder en el tiempo tanto como quisiéramos, nos encontraríamos un escenario poblado de seres misteriosos, princesas enamoradizas, hadas madrinas, enanos saltarines y lobos parlantes.

Es allí donde quiero situar esta historia, para que quienes creen estar seguros de saberlo todo y de que no hay nada que pueda asombrarles, se convenzan de lo contrario. Porque, por muy intensas que hayan sido las propias vivencias, siempre habrán quedado huecos para muchas más, y solo será posible tenerlas en cuenta utilizando la imaginación.

En uno de esos lugares, vivían tres princesas, cada cual más hermosa que la anterior, si hubiera forma humana de ponerlas en orden, como los números primos o los húsares de un regimiento. Una era morena como su madre, la Reina, con unos ojos verdes que encandilaban a todo el que pretendiese dilucidar, mirándolos, si eran del color de la obsidiana o del aguamarina. Otra era rubia, como su padre, el Rey, y tenía un cuerpo cimbreante como cáñamo de terciopelo, que era objeto de admiración rendida para todo el que tuviera la suerte de pasar cerca y rozarla aunque solo fuera con las fragancias de su aliento. Y, en fin, la tercera, era pelirroja con los matices del sol del atardecer los días de otoño, porque su pelo se había contagiado del color predominante el día en que nació y, contemplada a contraluz, hipnotizaba más que el vuelo de una mariposa.

A pesar del distinto color de su pelo, eran tan parecidas de carácter, tan similares de porte y compostura, que, cuando llevaban puesta la toca con la que las princesas evidencian o mejoran su recato, no había forma de distinguirlas. Por eso las llamaban, las tres Gracias, aunque sus nombres verdaderos eran Leocadia, Leonor y Leovigilda, por una promesa hecha a los dioses por su madre, creyendo que iba a ser estéril.

Las tres jóvenes estaban siempre juntas. Iban a la escuela donde se forma a las princesas ya a primeras horas de la mañana, estudiaban allí comportamiento principesco, cánticos meríficos y expresiones melindrosas, y, volvían, con sus cartapacios llenos de cuentos de hadas y deseos de besos de desencantamiento, a palacio, cuando el día declinaba. Eran las tres únicas alumnas y, siendo la escuela concertada, el Estado abonaba la media pensión.

La escuela para princesas estaba situada al otro lado de la calle, enfrente al Palacio y, por eso, para tan corto tránsito, no utilizaban la carroza real, sino que iban andando, tranquilamente, pian pianito, de un sitio al otro, … eso sí, vigiladas por el alguacil mayor, que las observaba, a las horas oportunas, desde una ventana, cuidando de que nadie las importunara con preguntas impertinentes, ni ellas se distrajeran con cuestiones que no venían al caso.

Un día neblinoso, con una niebla tan intensa que era imposible ver un burro a dos pasos, un enano saltarín, del tipo específico de los que se dedican a fastidiar a reyes y princesas en los cuentos infantiles, proponiéndoles pruebas muy difíciles de cumplir para librarlos de sus malévolos encantamientos, y que venía acechando su oportunidad desde que eran niñas, se les acercó, cuando salían de la escuela principesca, y, con voz aflautada, disimulando la ronquera que era propia de su hábito de fumar hojas secas de aquilega, les dijo:

-¿Saben sus altezas principescas que hay fiesta con saltimbanquis en el pueblo en el que sus majestades son reyes y señores, y la entrada es gratuita para princesas y gnomos?

Las princesas no tenían ni pajolera idea de que tal oportunidad existiera, porque no les era permitido alejarse de palacio más que para cruzar la calle. Por eso, y como estaban educadas para decir la verdad en lo que no tenía importancia, expresaron, al unísono, lo que procedía: “No”.

Para abreviar la historia, diré que, picadas por la curiosidad y la labia pegajosa del enano saltarín (que, en realidad, era el gigante Melanchón, y vivía en un frondoso bosque de robledales y hayedos, y estaba harto de comer bellotas tanto crudas como cocidas y de fumar plantas venenosas para mejorar la digestión), accedieron, por una sola vez, y sin que sirva de precedente, a desviarse de su camino, y, dando la vuelta a la escuela principesca, envueltas en la niebla, se encaminaron hacia el pueblo, que quedaba justo al otro lado.

El alguacil, que no veía ni torta por razón de la densa capa neblinosa, pero que daba por seguro de que, todo habría sucedido como cualquier día, cuando le pareció oportuno, cerró la puerta, e informó a los Reyes que las infantas habían llegado y se habían retirado a sus aposentos, preparándose para la cena.

Llegó la hora de la cena y las tres gracias no aparecieron. Entretanto, a ellas les había sucedido algo terrible. Engañadas por el embaucador polimorfo, no tardaron, sin embargo, en advertir que no había fiesta alguna, ni saltimbanquis o espectáculos malabares, ni siquiera pueblo, pues, al doblar el primer recodo, el enano saltarín tomó su forma más principal de gigante Melanchón, y, cogiendo a las tres jóvenes con toda la delicadeza de sus manazas, se las metió en el bolsillo, relamiéndose de antemano por lo sabrosísimas que estarían, convenientemente aderezadas con patatas, cebolla picada y pimientos coloradetes, que pensaba agenciar, al paso, en cualquier abacería.

La culpa de que las cosas no sucedieron exactamente como imaginaba el coloso multifacético, hay que atribuírsela a un agujero que tenía en el bolsillo del pantalón, y en el que no había reparado ni él ni su madre, con la que vivía, y que era la zurcidora y la que lo tenía a régimen de bellotas. Por ese agujero, mientras Melanchón corría, dando saltos de gozo, -pues su condición saltarina no dependía del tamaño que adoptaba su cuerpo, al ser característica intrínseca, es decir, natural-, muy contento de estar de vuelta a su bosque encantado con las preciosas cargas que venía anhelando desde que había advertido cuán apetitosas se les ponían las carnes turgentes, se le escaparon, una tras otra, las tres princesas, sin que el se apercibiera.

Cada una cayó en un sitio diferente. Luego, utilizando las artes que les habían enseñado para el caso en que pudiera ocurrirles algo parecido -en la asignatura de Raptos y Encantamientos-, se preocuparon, en principio, en volver lo antes posible a Palacio, en donde estaba seguras que les esperarían sus padres, preocupados, sí, pero con la cena preparada.

La morena, al llegar a un río bastante caudaloso, se transformó en una trucha y, después de nadar varias decenas de kilómetros, apareció en la fuente del jardín de su casa palaciega, en donde volvió a adoptar la forma humana, esto es, su aspecto divino. La rubia, que era más aficionada a dejar volar sus pensamientos, tomó el aspecto de un águila real y, dejándose llevar por las corrientes atmosféricas, recaló en la aguja terminal del pináculo de la torre más alta del palacio, momento en que pudo ser nuevamente la joven hermosa que conocían sus padres y, con mucho cuidado, resbalando asida a tejas y canalones, llegó al suelo y se incorporó, gozosa, al yantar, ya algo más frío.

En cuanto a la pelirroja, estuvieron esperando un buen rato. Era la más lista, decían, y no tenía explicación alguna que no estuviera de vuelta como las otras. Pasaron las horas, los días, los meses y los reinos y, sin embargo, nunca más se supo de ella.

Dicen que decidió quedarse en el bosque, incluso que, caprichosa de ánimo, se había enamorado secretamente del enano gigantuelo, creyéndolo príncipe encantado o poseedor de quién sabe qué cualidades o virtudes. No pasaba de ser mera especulación, pues, por más que la buscaron, entrando hasta los confines en los que el bosque empezaba a ser peligroso, no hallaron ni un pelo rojo que les pusiera sobre la pista.

Todos los años, por estas fechas, sale una expedición de Palacio, con ojeadores y perros sabuesos, para dejar unos ramos de flores en el sitio donde se cree que cayó. Incluso alguien recita unos versos en su memoria, ya muy desdibujada, contaminada por las especulaciones, pues ya se sabe cómo es la gente. Incluso se duda que hayan sido tres, las Gracias, o que de serlo, haya sido princesa.

FIN

Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado como: angel arias, cuentos de otoño, enano saltarín, gigante Melanchón, las tres gracias, morena, pelirroja, princesa, rubia

Desnudando al Rey: Amores, desvaríos y comisiones

20 marzo, 2013 By amarias2013 Deja un comentario

Se está representando en este pequeño país llamado España, bajo el reclamo de tratarse de una opera bufa, una tragicomedia, cuyo protagonista principal son las relaciones entre el monarca español y una mujer del comercio.

El argumento se desarrolla en varios actos de corta duración, y, desde luego, resulta muy entretenido, porque en él se mezclan cuestiones muy apreciadas por el respetable del patio de comedias. Es de señalar, además, que a diferencia de aquel cuento en la que el Rey, un fatuo personaje al que engañaban unos pillos haciéndose pasar por sastres colegiados, paseaba sus carnes desnudo creyendo que iba engalanado, la historia parece discurrir aquí del revés. Al Rey se le muestra bien armado, pero la chusma se complace en desvestirlo a manotazos.

Que el Rey Juan Carlos haya tenido (por la edad y el estado físico actual muy aparente, procede hablar aquí en pasado) amores, interesará a los plumillas del corazón ajeno, pero a mí me trae al pairo, salvo en lo que pueda mostrarme a solas envidioso del éxito que se presupone a quien pudiera tener a medio reino entregado  a sus pies (y a unos cuantos, si lo maneja bien, hasta en su cama). Que entre esos presuntos desvaríos -pueden llamarse incluso amistades íntimas– figure alguna sedicente princesa, “alemana y rubia”, por más señas de supuestos atractivos, no me hace mover ni una ceja.

Que se esté revolviendo en los papeles secretos del Estado para hurgar entre sus líneas si esa señora de buen ver  cuyo nombre de pila pasa de boca a oreja por los mentideros de la Corte, hizo negocios como intermediaria de empresas españolas, cobró comisiones por sus tareas de relación, me parece propio de un pueblo mezquino y con ganas de generar una revuelta por un quítame allá esas pajas.

Porque si esa principesa del tipo sanguíneo que la naturaleza le haya dado, lo hizo como agente de intereses privados, su tres por ciento de comisionista está a a nivel de lo que se estila por esos mundos y no tengo nada que objetar. Más o menos por esos andurriales del dinero anda la compensación por poner en contacto a fulanito con menganito para que, si les conviene, con una pierna tapen la otra.

Y si lo hizo compartiendo comisiones con el Rey, que me perdonen los amigos republicanos, tampoco veo en ello más pecado que el que otros cometen a diario. Saber que los Reyes y príncipes de sangre azul mantienen negocios mundanos, además de representar a sus dioses en la Tierra y atender a las inclinaciones naturales tomando los rábanos por las raíces, entra en la lógica del sistema. ¿O es que alguien pensó que esperaban, crédulos, a ser recompensados en el más allá?

Supongo que en cualquier momento se anunciará el descanso y habrá ocasión para intercambiar opiniones y, espero que, por esta vez, corregir el libreto. En algunos palcos he notado que hay ganas de salir a la palestra, y desarmar a mandobles el teatrillo.

Confío, además, en que los sastres que se aplican a toda velocidad en recomponer los ropajes del Rey a medida que algunos osados lo desnudan, sean solventes, en este nuestro cuento, y tapen las íntimas vergüenzas antes de que, entre tanto jolgorio, y en el caso probable de que existan, aparezcan.

Porque entonces me temo que veremos a un tiempo al Rey desnudo y a los súbditos de su reino de España, aunque les parezca a algunos que no va a ser así, en pelotas.

Publicado en: Actualidad, Sociedad Etiquetado como: comisiones, Corinna zu Sayn-Wittgenstein, Monarquía, princesa, rey juan carlos, sangre azul, teatro

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