No tengo dudas en negar que el mayor problema de España en este momento sean los efectos del indulto a los secesionistas catalanes o la amenaza que puedan suponer los desplantes y exabruptos desde el sarpullido regional republicano y las huestes separatistas a la unidad del Estado. Tampoco me preocupa la persecución constante desde las instituciones revolucionarias catalanas -sobre todo- de la Monarquía constitucional, magníficamente encarnada en Felipe VI y su esposa plebeya, mi paisana la reina Letizia.
Son ruidos barulleros, carentes de más fuerza que la que pueda presentar un petardo de feria, a pesar del alcance mediático que se les dispensa, con el objetivo soterrado, por parte de los informadores adictos al régimen de Sánchez, de desviar a la opinión pública y a la oposición política de los verdaderos problemas que urge abordar.
Me preocupa, sin embargo, la dificultad con la que se encuentran las alternativas al gobierno de Sánchez para consolidar un programa que aglutine y anime a los votantes, -incluidos, claro, los de las regiones en las que ha crecido la simpatía hacia la corriente independentista, alimentada sin pudor por los gobiernos autonómicos-.
Creo que la unidad de España, defendida como elemento básico de la Constitución vigente, no tiene, por sí misma, suficiente fuerza de convicción para exigüas mayorías locales, que, adoptando la forma de diversos partidos del espectro ideológico -sin importar que se trate de opciones de derecha o de izquierda- se unen para formar coaliciones regionales que solo atienden a sus intereses particulares, tensando continuamente la cuerda de la solidaridad entre regiones. Ese Cid Campeador está muerto, amojamado, y resulta carente de atractivo para vencer a los opositores, por mucho que lo paseen, una y otra vez, por el campo de batalla de los desencuentros regionales.
El meollo tiene entra enjundia. Los independentistas vascos o catalanes, por citar a los más vocingleros, no corresponden a facciones ideológicas, sino a la convicción de que les irá mejor a sus regiones si disminuyen su contribución al bienestar general, aumentando hasta el límite las cantidades que aporten al fondo común. Ese es el aglutinante: la idea de romper la unidad, para llevarse la mayor tajada a su reducto. Algo que en Asturias, Andalucía o Galicia (por citar solo tres regiones) sería inimaginable, triunfa en las dos regiones más favorecidas de España (junto con Navarra). El modelo de desarrollo regional se nutre de construir fronteras, barreras económicas e ideológicas, solidaridades internas, mafiosas, que sirvan de defensa contra la competencia exterior y, al mismo tiempo, perfeccionen el reparto interno de los beneficios.
Fracasa, por tanto, en España, la idea crucial de la solidaridad. Ha renunciado a su defensa el Partido Socialista, traicionado en su esencia por Sánchez y sus seguidores de los restos de la maltrecha socialdemocracia. Pero el Partido Popular carece de programa creíble -creo que ni se lo ha planteado- que defienda la ventaja económica y social, e incluso la obligación ética, de mantener la unidad de España e impulsar objetivos comunes.
Acabo de escuchar, en el magnífico programa de Alsina (“Más de uno”, Onda Cero, 22 de junio de 2021) la entrevista a Pablo Casado. El político de derechas me dio la imagen de hombre inteligente, enterado y concienciado del deterioro que sufre el país. No dice tonterías, no se va por las ramas, no lanza exabruptos. Solo que está demasiado polarizado por la obsesión de criticar las actuaciones de Pedro Sánchez. Lo veo como un error de estrategia. En dos años -si no antes-, el gobierno de coalición cosechará su siembra de fracasos y despropósitos. Por eso, es ya momento de olvidarse de ser oposición -ni leal ni contestataria- y pasar a ser alternativa.
No se engañe el Partido que ahora acaricia la mayoría parlamentaria, si se realizasen los comicios en este momento. Habrá, desde luego, que reconstruir o deshacer algunas cosas que este Gobierno, en su carrera a la trágala, dejará como herencia. Pero lo más importante es lo que se hará cuando se consiga la jefatura del Gobierno. Y, para que eso llegue, también hay que contar con el voto suficiente, la adhesión complaciente, de las mayorías no independentistas catalanas y vascas.