
Todos admitimos que de la teoría a la práctica hay un gran trecho, que, en no pocas ocasiones, se convierte en un abismo. Cuando se trata de hacer declaraciones de propósitos, particularmente en política, las promesas invaden el discurso; no se atiende, en general, a los costes, y se detiene la perorata en los propósitos que, alcanzado el poder, tienen alta probabilidad de ser incumplidos.
De entre todo el argumentario internacional, hay dos temas que, en mi opinión, representan lamentablemente bien esta dicotomía perversa. Están imbricados, en realidad: derecho internacional y globalización. Ambos conceptos se han convertido en un recurso dialéctico estupendo para sepultar las buenas intenciones nominales entre los oscuros intereses particulares. Se habla, por ello, de un mundo global y del imperio de la ley y del derecho, como si se tratara de cuestiones admitidas por todos, y, en especial, por los gobernantes de los estados más poderosos de la Tierra.
Y no es así, y, por supuesto, la Historia reciente nos proporciona continuamente ejemplos, por lo que no es preciso recurrir a lo que otros nos han contado. El caso de Siria se está convirtiendo en paradigmático. Desde hace cinco años -escribo ésto en septiembre de 2015- el país está inmerso en una “tremenda guerra civil”, que empezó siendo algo parecido a una revuelta callejera, aprovechando la mecha ilusoria de la llamada “primavera árabe”, desde la fontanería occidental.
Resulta incalificable que lo que, en un primer momento, movilizó a Estados Unidos y a Europa para apoyar el derrocamiento de Yasser Al-Assad, caracterizado con ligereza pero con interés económico, como un dictador impresentable, y presentando su eliminación de la escena política (y hasta del mundo de los vivos) como un objetivo similar a los de Sadan Husein, o Gadafi, se haya trocado ahora en un maremágnum experimental.
Porque como experimento cabe caracterizar el que dentro de Siria, se haya consentido la formación de un conflicto armado virulento entre el ejército islámico heredero de AlQueda, que busca conquistar territorio y los defensores del estado sirio, parapetados en torno a la legitimidad democrática del último Al-Assad. Ambos grupos contendientes, con armas proporcionadas por las potencias europeas, Rusia y Estados Unidos, pueden pretender que se está librando una guerra civil, pero la realidad es que la población civil es sufridora de las consecuencias del conflicto, del que nada puede obtener, más que dolor y miseria.
Siria era un país de 20 millones de habitantes, próspero según todos los indicadores, con elevado nivel cultural y buenas universidades. De pronto, la Unión Europea parece descubrir lo que está pasando, cuando siente la presión de una imprevista oleada de migrantes sirios, que no para de crecer. Pueden ser quinientos mil, y llegarán a ser -¿se teme?-millones. Jordania ya ha acogido/absorbido a más de un millón de desplazados (no solo sirios), por ejemplo.
Hemos estados escuchando, supongo que atónitos, discursos lamentables por parte de los responsables de países europeos respecto a los riesgos de recoger a una cuota excesiva de estos desplazados que se han ido acumulando en las fronteras de la Unión Europea. Responsables de la gestión de sus Estados -también en el campo internacional, puesto que la política exterior de esta agrupación es, como se sabe, incoherente- que han estado haciendo alarde en los discursos anteriores de la voluntad de hacer del organismo el modelo y paladín avanzado de la globalidad, guía para el entendimiento entre los pueblos, y, en fin, ejemplo en la aplicación del derecho internacional, incluido la repulsa activa al genocidio y el asilo humanitario.
En la plasmación práctica, se discute con vehemencia el reparto de migrantes entre países, se han asignado cuotas, se han aceptado exclusiones, se toleran tratamientos vejatorios, se ignora o desprecia a los sufrientes, reduciéndolo todo a una traducción en cifras -como si se tratara de ganado, bienes o perjuicios-.
Alguien ha hablado -¿pretendiendo convencer a los reacios?- de las “ventajas para la economía” de incorporar a asilados de tal o cual cualificación y otros se han atrevido, ya que no a cerrar sus fronteras con concertinas (1) o emitir prohibiciones drásticas (que todo ha valido), a imponer restricciones a la ideología de los que pueden acogerse.
Esta historia solo está empezando, y desconozco el final. Me vienen, persistentes, a la memoria, los versos de un poeta demasiado olvidado, que influyó en el perfeccionamiento anímico de varios poetas de mi generación, y del que, en su momento, leí mucho. Se llamó Gabino Alejandro-Carriedo. Así terminaba un relato dramático: “Estoy roto de llorar, y no sé qué hacer”.
(El dibujo, de pequeño formato, sin título, está realizado con otra ocasión: Una mujer lleva sobre su hombro, el espectro de un niño negro; en el fondo, en una barca neumática se atisban varias sombras. Por la dirección de la proa, debemos caer en la cuenta, de pronto, que se están yendo de la escena. ¡Somos nosotros!. @angelmanuelarias, 2010)
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(1) Nombre de resonancias musicales para una riestra de navajas o cuchillas que tiene por objetivo acallar las conciencias de los que las ponen y toleran y generar ayes de dolor a los que las ven como una muralla que deben franquear para alcanzar una supuesta vida mejor.