Estamos en época de exámenes. Para casi todo el mundo, aunque me voy a referir especialmente a aquellos que, atendiendo a esa bella categoría que caracteriza su situación de aprendices de ciencia y conocimientos, denominamos estudiantes.
Para este colectivo, fundamentalmente formado por niños y jóvenes, son momentos importantes, porque los exámenes son aquellas pruebas por las que sus educadores -los docentes- determinan si han alcanzado la suficiencia, es decir, han asimilado los conocimientos suficientes para ser aprobados de una materia.
Esa es la teoría. La práctica ha quedado de tal forma desdibujada que, seguramente consciente del despropósito en que esta sociedad se ha dejado guiar en todo lo que signifique calificar a otros, pocos están enterados de cómo se realiza en la actualidad esa evaluación, y a qué conduce. No pretendo explicarlo en detalle con este sucinto comentario, sino descorrer, desde mi información, algunos velos que ocultan la realidad de la situación y aportar, de paso, mis reflexiones al respecto.
Para empezar, debe el lector ignorante desechar la idea que seguramente pervive en su subconsciente, a partir de su propia experiencia pasada, de que existen exámenes de junio y, para los que han suspendido o no se han presentado a esa primera convocatoria del curso escolar, subsiste la posibilidad de volver a intentarlo en septiembre. Quiá. La mayor parte de las pruebas que se llevaban a cabo en junio, se harán en mayo; y los exámenes de septiembre, no serán tales, sino que los que no superen la prueba de mayo tendrán una segunda opción en junio. Ha leído bien: un mes después.
Es evidente que esta secuencia tan próxima de pruebas no está hecha en beneficio concreto de los alumnos, sino, sobre todo, de dejar un panorama vacacional hasta principios de octubre suficientemente expedito de pruebas académicas a los docentes. No me parece que un mes sea tiempo suficiente para preparar unos exámenes que no se ha conseguido superar -particularmente, si han quedado suspensas varias asignaturas- y, por tanto, el azar juega un papel importante en la posibilidad de que esa segunda prueba permita al alumno encontrarse con la oportunidad de que se le pida responder a alguna de las cuestiones que mejor tenía preparadas, y que no se le propusieron en el examen inmediatamente anterior.
Las opiniones de los docentes -universitarios tanto como de primera o segunda enseñanza- son coincidentes en que los alumnos están peor preparados cada año, tienen menos interés por aprender, y son más contestatarios que nunca ante la perspectiva de ser suspendidos. Por supuesto, los mejores de cada curso destacan mucho, demasiado, en relación con un pelotón cada vez más numeroso, no de torpes, sino de pasotas, de rebeldes en relación con el aprendizaje.
Esta dicotomía creciente entre los que aprecian el saber y los que, despreciándolo, se centran en demandar que se les conceda la superación de las pruebas apelando a la indulgencia del examinador, o, aún mejor, sin ser sometidos a prueba alguna, me lleva de la mano, a otra cuestión.
Me parecen fundamentales los exámenes y las reválidas. Son tanto más importantes, en tanto que la masificación de las aulas no permite diferenciar a los alumnos durante el curso. En cuanto a las reválidas, es decir, los exámenes que permiten apreciar la asimilación de conjunto -lo que antes se llamaba “madurez”- son esenciales para conocer si, después de los estudios, queda un poso duradero suficiente.
Participo con asiduidad en foros de opinión, escucho con atención la forma de expresarse de nuestros estudiantes -y también, ay, de muchos de sus profesores- y puedo constatar que estamos generando una subespecie de indocumentados: una parte nada despreciable de nuestros discentes saben poco, lo poco que saben lo saben muchas veces, mal, y lo que saben mal, creen que es la verdad absoluta.
Si nuestra sociedad quiere reflexionar seriamente acerca de lo que puede esperar del futuro, me parece imprescindible que consiga separar, y con rapidez, la paja del heno formativo. No valen igual todos los títulos, no se exige lo mismo en todos los centros docentes y no cuenta igual un aprobado conseguido con esfuerzo y asimilación personal que el logrado por cansancio, desesperación del examinador (o la necesidad de mejorar su ranking de aceptación para cobrar un plus de docencia). Habría que detectar en los currícula estudiantiles los “aprobados generales”, no poco frecuentes.
Me parece necesario que los programas educativos, en lo que respecta a la formación reglada, se realicen por el más amplio consenso. La dirección seguida es la contraria, con desmesurada e indescifrable proliferación de titulaciones, plagadas de imaginativas asignaturas a la medida del gusto de los docentes o de las arbitrarias políticas universitarias (por llamarlas de algún modo) de las Comunidades Autónomas y todo al amparo de un mal entendido derecho a la libertad de cátedra, que tenía otro propósito y no el de dejar con la rienda suelta al que define los programas.
El futuro de un país se construye en la enseñanza de sus jóvenes. Con rigor, con exigencia, con honestidad, con visión de lo que esta sociedad necesita para mejorar lo que tiene hoy y preparar sus opciones -las colectivas junto a las individuales- para acometer los retos venideros. No se está haciendo. Se está de espaldas a que la tecnología es exponencialmente más compleja a cada paso, la necesidad de adaptación a un entorno cambiante y en parte impredecible -pero sobre el que se puede y debe actuar- supone un tipo de enseñanza que se oriente a la resolución de problemas complejos y no a la idea feliz o a la memorización de materias que servirán para poco.
Es muy cómodo corregir exámenes tipo test, hacer pruebas escritas en lugar de orales, juzgar por una sola prueba sin conocer personalmente al alumno, y retirarse a la cueva profesoral lamentando que los alumnos sean cada vez más torpes. Demasiado cómodo. Para la sociedad que consiente este estado de cosas, la responsabilidad es terrible, porque se está propiciando profundizar en la dicotomía del que sabe para qué, y el que no sabe ni para qué, ni tiene ganas de saberlo algún día.
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