Han empezado las clases para los escolares de los niveles elementales, y en los hogares con educandos, los desayunos cobran un nuevo ritmo acelerado. Las aceras se pueblan antes de las nueve de la mañana en que se abren las aulas para la docencia, de padres apresurados que conducen a hijos propios y ajenos hacia los lugares en donde se imparte el saber oficial.
Mi horario deportivo (hago una hora diaria de musculación, por prescripción facultativa) se cruza, mientras me dirijo al gimnasio, con esas diminutas huestes con rostros de no haberse despertado del todo, y me detengo en contemplar, al paso, sus uniformes. Todos van uniformados, supongo que con independencia de que la doctrina que les imparten sea por la vía pública, la privada o la concertada.
¡Ah, el uniforme! Los niños de mi generación no llevábamos uniforme, sino mandilón. El mandilón, o guardapolvo era un cúbrelotodo que impedía que nos ensuciáramos el atuendo de vestir con los avatares de las aulas y de los juegos infantiles en las polvorientas calles y plazas en donde entonces circulaban pocos vehículos e, incluso, a menudo se cerraban al tránsito para explotar barrenos con los que se abrían unos agujeros por donde afloraban las tuberías de agua que debían ser cambiadas por otras nuevas.
Ahora se han puesto de moda los uniformes. El uniforme es signo de distinción, en el sentido de diferenciación. Hay uniformes que infunden y proporcionan señal de prestigio y respeto, como las togas judiciales y las militares. Las batas blancas o verdes de los facultativos y resto del personal médico y paramédico son, por supuesto, signo de categoría.
Otros uniformes, por el contrario, proclaman sumisión y servicio: los de las chicas de trabajo doméstico, los jardineros de multipropiedades, los conserjes,…hasta las gorras de plato que aún siguen usando los conductores de vehículos para uso principal de ejecutivos, gentes del Estado y de la farándula mediática, sirven para proclamar la subordinación propia de su trabajo al mandato de otros.
Estos niños de uniforme no saben aún que esos pantaloncitos, blusas, faldas, zapatos y hasta mochilas, en los que van bordados los escudos de las escuelas y colegios que forman parte de uno de los negocios más seguros del mundo real, que es la guardería intelectual y física de los que son preparados para el día de mañana, los convierten en anuncios visibles, en señales de muchas cosas que pertenecen al lenguaje de adultos.
No me es difícil desentrañar, mientras avanzo hacia mi destino deportivo, esas señales. Infantes y adolescentes que cursan enseñanzas en colegios donde se les enseña el privilegio de pertenecer a una clase superior, o donde se les hace creer que la igualdad de oportunidades existe, mientras otros crecen en el mundo de relaciones que habrá de servirles, adultos, para apalancarse en las mejores posiciones.
Resulta, entonces, que los uniformes no sirven para uniformar, sino para clasificar, para crear distinciones ya desde edades tempranas. Qué paradoja.
Miro hacia atrás de mi vida, y me veo entre mandilones. Qué tiempos.
Hay aves de comportamiento especialmente gregario y, desde luego, los moritos (plegadis falcinellus) figuran entre ellos. Su porte inconfundible, con plumaje color castaño brillante -que parece negro a luz contrastada o en el anochecer- y su pico curvo, perfectamente detectable en vuelo como en reposo, los hace pertenecer al tipo de especies de la avifauna que todo el mundo conoce. Se alimentan en humedales, buscando invertebrados en aguas someras y, al atardecer, se dirigen en pequeñas bandadas hacia los dormideros, donde suelen coincidir con las garceta comunes (egretta garzetta).