En las calles de la ciudad donde vivo, me crucé ayer -víspera de la festividad católica de Todos los Santos- con muchos infantes que lucían, divertidos, al salir de la escuela, sus rostros pintados, aparentando, con mayor o menor fortuna, ser reflejo de muertos vivientes. Con sus ojeras marcadas, pómulos ennegrecidos o dentaduras rotas, no daban miedo, por supuesto, sino que suscitaban ternura por su inocente representación.
Esa noche, los mayores organizan, en esta España acomodaticia a lo que significa diversión sin frenos, masivas fiestas, en copia infiel del Halloween americano, a las que se acude con los atavíos más complejos, que incorporan seductores delantales para brujas encantadoras que dejan ver hasta el final de los muslos, guerreros con sus cráneos sangrantes perforados por hachas y cuchillos, y muchas otras evocaciones de la muerte y sus daños físicos.
Este carnaval de final del otoño, tiene un significado perdido y se ha quedado en lo que más importa al cuerpo, que es el jolgorio, en sus variadas evocaciones pasionales. Ya pocos de los más jóvenes -digamos, de los sesenta para abajo- van a los cementerios, ni en esta fecha del uno de noviembre ni en el siguiente día, llamado de Difuntos. Se da sepultura a los difuntos y se pasa página, cumpliendo a conciencia el rito del vivo al bollo y el muerto al hoyo. Pareciera que, al dejar los muertos en su paz, los cementerios se perfeccionan año tras año como lugar de reposo -al menos, por los noventa y nueve años que dura la perpetuidad legal, o incluso muchos menos, si necesita el responsable del campo más espacio, o se precisa mover la mojama por caprichos de redención histórica, o… hay una demanda de paternidad por medio-.
Entiendo correcto y muy moderno, no tener miedo a la muerte. Si el final nos pilla en un Hospital, tras una enfermedad bien solventada en sus dolores, y se nos aplica la dosis conveniente de somnífero, los expertos que asistieron a cientos de finales se ratifican que el paciente moribundo se va al otro barro (sic) con una sonrisa de estulticia, como quien entra en un sueño después de una borrachera.
Lamentable es, desde luego, que haya cientos de miles de desgraciados que vean su final huyendo de la hambruna o de la miseria, ahogados en los mares que lindan con la prosperidad aparente o mantenidos a raya con dispares letales desde muros insuperables, pero no hay peligro, parece, de que eso nos suceda a nosotros. Lamentable es que haya lugares en esta esfera achatada que es un mínimo punto en el cosmos, donde las gentes prueban en los de enfrente armas cada vez más precisas y con capacidad letal asumible por la conciencia de sus usuarios y fabricantes y que, como efectos colaterales, haya millones de anónimos espectros aún vivos (por poco tiempo) que se vean obligados a deambular con su nada a cuestas, pidiendo compasión.
No tengamos miedo a la muerte. Aún en los casos más violentos, el acto final dura relativamente poco y el cuerpo y la mente están preparados para soportarlo; no hay otro remedio. Tengamos miedo a vivir sin ideales, sin convicciones, compartiendo la existencia con el egoísmo y el desprecio. Tengamos miedo a que nuestra vida haya sido inútil, vacía, despilfarradora de ocasiones y afectos. No se trata de ser un sabio, ni un santo, ni un héroe, ni de pasar a la historia pequeña de la humanidad.
Podría parecer un mensaje desde el púlpito, aunque ni tengo autoridad ni pretendo la peana. Es una lectura en voz alta de mi propia desorientación, el reconocimiento de mis temores y tremendas limitaciones. Se trata de conseguir estar a bien con uno mismo, ser consciente de haber hecho, cuanto menos, lo posible.
A una vida perdida en la frivolidad es a la que habría que tener miedo. Formamos parte, -quiero verlo así, por encima de credos, mandatos, falacias y promesas de una existencia atemporal-, de un colectivo en marcha permanente hacia su perfección. Como individuos de esa especie racional que tenemos circunstancialmente el soplo de la vida, nos debemos a los demás y a ese objetivo.
Nuestra aportación, por pequeña que sea, debería someterse al propósito de mejorar a la Humanidad en su camino para desbrozar el misterio de la existencia. ¡Qué difícil resulta no equivocarse, con tantas tentaciones para claudicar, espejismos a seguir, necios poniendo zancadillas!
Buen día de Difuntos, amigos vivos.
Tengamos miedo a vivir sin ideales, sin convicciones, compartiendo la existencia con el egoísmo y el desprecio. Tengamos miedo a que nuestra vida haya sido inútil, vacía, despilfarradora de ocasiones y afectos.
Maravilloso amigo Ángel eso es dar sentido a la vida