No voy a discutir la obviedad:
comparado contigo, soy un tipo aburrido.
Hace lustros que agoté mi confianza
aunque siempre estuve a punto de inventar algo definitivo.
Sigo creyéndome el mejor,
pero no me quedan ya cosas por decir:
repasándome, lo he dicho todo, Dios.
Con estas ganas no se puede salir a la calle,
me justifico mientras alzas la persiana
y pones de tu parte mesa y mantel a un nuevo día.
Así que me dejo vestir con el disfraz de los domingos
que de cuantos poseo es el que está menos usado
y dando algunos pasos me sorprendo
buscando entre las ganas de vivir algo que comer.
Estoy muy débil para convencer incluso a un partidario,
refunfuño, sostenido en la fuerza que derrochas
haciéndome creer en el valor de lo que hago
y hasta el aire que alborota mis canas me parece
hijo del impulso que nos hizo llegar hasta aquí.
Cuando me notas a punto de caer, desvelas el regalo
que traes en esa caja de juguetes: tu sonrisa,
la manera de entretener con trozos que pueden ser pasado
el momento en que otro como yo, con esta carga al hombro,
no tendría más remedio que estallar en semen o en sollozos.
No es solo eso, no; son muchas más las veces
en que alternando anécdotas con historias inventadas
-así eras tú, este árbol plantaste, la huella del jardín
pertenece sin duda a tu zapato- me conduces al futuro,
segura entre precipicios de ambos lados.
Bendita seas,
lazarillo lleno de voluntad que me salva paso a paso,
del riesgo de caer, ciego como voy, renco y muy feo,
en la zanja de tanta profundidad
que cruza de lado a lado, sin señales ni advertencias,
destrozándola por la mitad, mi propia calle.
(Poema 2 de “Poemas de encargo”, @angelmanuelarias, octubre de 1998)
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