A los veinte días de esta guerra provocada por un infiel a las leyes de convivencia internacional, quizá ya algo cansados los improvisados comentaristas que se han convertido a alta velocidad en expertos en Ucrania, en armamento y hasta en interpretar las órdenes del infractor sobre el tablero de ajedrez en que convirtió un país hace un par de semanas, fértil y pacífico, seguimos preguntándonos cuánto va a durar esta guerra, cómo va a terminar, y con qué gravedad y por cuanto tiempo afectará a nuestras economías.
El escenario bélico, para quienes tenemos acceso diario y casi continuo sobre los desastres que está provocando esta barbarie, se va cubriendo de desolación, muertos, heridos, fugitivos y miles de millones de euros en edificios destruidos, pérdidas de terreno agrario, la ruina de empresas y familias ucranianas. No sabemos, o muy poco, cómo está afectando en verdad la presión internacional (me refiero, la del mundo occidental) sobre Rusia y, en concreto, sobre los bienes del propio Putin y los oligarcas que le rodean. Parece ser que la población rusa apoya mayoritariamente al sátrapa y permanece ignorante de la tremenda desolación que la pertinaz estrategia de tierra quemada del Kremlin está produciendo en el vecino pueblo eslavo, culpable únicamente de haber manifestado (por boca de su Presidente legítimo) que desearía incorporarse a la Unión Europea y, por qué no, disponer del abrigo antiainvasió de la OTAN.
El avance de la guerra permite tomar consciencia del resultado final previsible de esta contienda descomunal entre un perverso Goliat contra un enclenque David, provisto de una honda con una china que no llega a guijarro. Un David-Zelenski, al que, con una actitud que podría juzgarse de perversa, hemos estados animando desde la grada con aplausos y vítores. No puede decirse lo mismo ahora, después de casi tres semanas de invasión, en la que la Unión Europea, a nivel colectivo e individual de los países miembros, ha comprendido que Putin-Goliat no va a detenerse hasta conseguir el rendimiento incondicional del Gobierno de Ucrania y que, aproximándose a la frontera de Polonia, en una maniobra de matón de barrio exhibiendo su fortaleza física mientras vapulea a un inocente estudiante de primario, parece indicar que está dispuesto a continuar la pelea con todo el que se acerque para separar a los contendientes o pretenda auxiliar al que, caído en el suelo, cubierto de tamaños moratones, con pundonor, rabia y fuerzas extraídas de su impotencia, tiene arrestos para reclamar del abusón, “¡Sigue pegándome, que te vas a enterar cuando me levante del suelo!”
Los comentaristas de este hecho singular que está marcando definitivamente la Historia coetánea, porque es capaz de señalar el final a muchos paradigmas, ponen de manifiesto, con esfuerzo inventivo, lo que quiere Putin: Apropiarse de una parte sustancial de Ucrania, e irse de rositas después de haber esquilmado el resto del país invadido y obligar, en un armisticio desleal, a que ese país mutilado jamás vuelva a intentar acercarse a la Unión Europea. La realidad es que la situación parece aún descontrolada -resiste Ucrania, persiste Rusia, observa Estados Unidos, teme el contagio la Unión Europea, y China se perfila como imposible tercero para mediar ante el loco de la badalaika y sus secuaces. Porque si existe un beneficiario claro de la guerra contra Ucrania es Xi JinPing, o sea, la capacidad expansiva de China para asumir el liderazgo económico y militar del mundo.
En verdad, no me interesa lo que piensa Putin. Me interesaría, y mucho, conocer lo que piensa la Unión Europea y, desde luego, nuestro chico de ZumoSol (perdón por la frivolidad) sobre cómo parar la guerra. Mientras -supongo- los thinktank occidentales se devanan los sesos sobre las opciones, debemos dar por seguro que, aunque se consiga detener mañana mismo la masacre ucraniana, por más que sea factible llegar en un plazo muy corto a contar exactamente los muertos, heridos y forzados expatriados del país de la bandera azul y amarilla, aunque se empeñen los amigos occidentales del Estado oprimido por el garfio del terror en recuperar la mayor parte de los edificios y la actividad destruída por la inicua guerra, los daños colaterales para la Unión Europea serán brutales. Estamos en vísperas de una recesión brutal.
¿Qué quiere la Unión Europea? ¿Va a dejar que sea un solitario Macron, en conversaciones telefónicas muy confidenciales con el sátrapa, quien pida clemencia sobre Ucrania? ¿Se atreverán todos los líderes del mundo occidental -todos, unidos. solidarios- a decir alto y claro, a Putin y sus secuaces, que no van a consentir que ni por un minuto más se siga machacando un país libre y que, nobleza obliga, vale más morir con honra que vivir con vilipendio?
No se si el lector duerme tranquilo, puede disfrutar sin sobresaltos de su hasta hace veinte días merecida sensación de bienestar. No oigo aún el clamor que llegue, por todos los medios al alcance occidental (ya que no parece que se pueda contar con esa otra mitad del mundo percibido como oriental y proclive a juzgar las cosas con sus propias anteojeras), hacia la población rusa.
La periodista Marina Ovsiannikova, detenida el libes al irrumpir durante la emisión de los informativos en la Primera cadena rusa, exponiéndose conscientemente a perder su libertad y se juzgada por terrorismo, marca un camino. Lo presentó en un cartel improvisado, con letras desiguales y aspecto cutre, en inglés y ruso. Sobre todo en ruso: No a la guerra. Os están mintiendo” Que pare ya este despropósito. No oigo el clamor. El morbo de contar noticias sobre refugiados, muertos en las calles, destrucción y centrales nucleares que se apagan, unido a la subida de precios constante, disparada en nuestros mercados, debe quedar sepultado, cuanto antes, por una posición sólida, inmensa, única, contra la guerra. No quiero que se nos juzgue desde el vilipendio, la complacencia, el mirar hacia otro lado. No va solo por mí, viejo y enfermo. Va por todos.
Deja una respuesta