Permítanme que me presente. Soy solo un ave de corral en esta Granja humana, una más entre los 7.000 millones de aves de toda clase, especie y condición que en este preciso instante están ocupando los cercados, perchas, jaulas, naves y criaderos que la llenan casi por completo. Somos aves peculiares, con capacidad propia para volar, incluso lejos, pero solo con los recursos de la imaginación.
Vivo en una jaula con otros cuarenta y cuatro millones de aves (más o menos), llamada España. La mayor parte, somos gallos, gallinas, y patos (algunos, algo despistados); pero nos visitan también milanos, águilas y buitres, que algunos confunden con seres meríficos.
Si algo llama la atención a quien se aventure, de buena fe, a visitar nuestro espacio, posiblemente sea nuestra heterogeneidad física: los hay rubios, morenos y pelirrojos y, tanto entre jóvenes como ancianos, si varones, muchos calvos; alternan gentes de estatura más bien pequeña con estándares europeos -y más, sobre todo, entre mujeres, casi todas bellas-, con algunos muchachos que sacan a todos más que la cabeza; por supuesto, que los hay gordos y delgados (los menos; y pocas mujeres a partir de ciertas edades, que han resistido a la tentación de lo dulce); blancos, mulatos, negros, cobrizos; no nos importan géneros ni orientaciones a los más. La tolerancia prima.
Hay, en proporción a lo que se veía por aquí hace solo unos años, muchas aves venidas de otros sitios que están para quedarse -Marruecos, Latinoamérica, El Sahel, Rumanía, Ucrania, China,…-, de los que no de todos sabríamos decir en qué trabajan, y otros que vienen de vacaciones, disfrutar del sol y el mar, blanquear dinero u operarse de cataratas o un tumor benigno.
Somos un buen país de acogida, aunque lo estamos pasando muy mal. “La vida en España es dura”, escribió Luis Garicano (en el libro colectivo “La España posible”, Península, 2015), como prólogo para sus ideas de cómo cambiar España. A pesar de todo, y de los casi 5 millones de habitantes que quieren trabajar y no encuentran un modo oficial de hacerlo (¡y la mitad, jóvenes!), disimulamos bien.
Tenemos muchos problemas en nuestra jaula en este momento, y el más grave, es que no somos capaces de entendernos para salir de él. Preciso: no saben cómo sacarnos del agujero momentáneo los que tienen, sino la capacidad completa, sí la obligación de hacerlo. Como no voy a hablar de personas concretas, solo citaré los grupos en donde se les encontrará: políticos, empresarios (en particular, propietarios de las grandes empresas), universitarios, funcionarios, jueces, sindicatos, periodistas. Y algunos otros, que iré señalando, según sea.
Un problema que distorsiona mucho la solución más global de las preocupaciones de nuestra jaula es el de las nacionalidades. Es evidente el empeño que algunos ponen en exagerar la condición de diferentes, atribuyendo virtudes o defectos según en qué espacios o rincones; me resulta, como supongo a muchos, patético y desleal, pero se bien que no es trasladando esa apreciación directamente al que defiende la postura, como se le hará desistir de ella. Porque son duras de pelar las razones de los que, creyendo ser superiores, más ricos, o más capaces, quieren dejan de estar apoyando a los que consideran inferiores, más ineficaces, menos solventes.
Si manejan falsedades, hay que confrontarlos a ellas -también a los que los apoyan- con recios argumentos, no con ocurrencias.
Si en algún punto manejan verdades, habrá que reconocerlas, y negociar el darles algunas contraprestaciones, a cambio de que no abandonen -por un tiempo, al menos- la necesidad de avanzar hacia lo que es ventaja común, sin detenerse más que lo justo en la pretensión de separarnos de golpe, haciendo sangre.
J. Alvarez Junco, en su libro “Dioses útiles”, destroza con repaso a la Historia de esta jaula, las presuntas diferencias de las que han surgido en España nacionalismos de ocasión. España es una nación consolidada. Producto de mezclas y mosaico de culturas, seguro que más que otros pueblos de Europa, nuestros ancestros han sabido integrar. Si hubo expulsiones de judíos, jesuitas o moriscos, no fue porque el pueblo llano lo pidiera; lo desearon los de arriba.
Que no haya pureza en las estirpes, que casi todos seamos López, González o Fernández, debería sera punto de orgullo y no vergüenza ni desdoro. ¡Hay tantos apellidos y lustres inventados, robados a otros, pervertidos!. La inmensa mayoría somos bastardos, hijos de la pobreza histórica, plebeyos. Un orgullo.
Por eso es de lamentar que los nacionalismos surgidos de la vieja chistera de los intereses particulares se pretendan llevar al terreno de los razonamientos puros, inventando diferencias y clases: no han surgido limpios de condición, llevan la mierda pegada al cascarón de lo que fueron las intenciones previas de quienes los pusieron en circulación como bandera.
Se nos atribuye un carácter vehemente, una tendencia disidente y pendenciera y se nos escatiman desde otras jaulas los méritos, de los que no solemos, además, hacer alarde. No lo veo así, tenemos mucho trasfondo de valor colectivo. Somos, por lo normal, sumisos, obedientes: no cobardes, pero preferimos no discutir, y si llegamos a ese punto, con frecuencia nos acaloramos, perdiendo por el ardor buenas razones.
Quizá no ha sido siempre así. Pesa en nuestro déficit, que hemos tenido hace poco una guerra civil, excepción en la Europa que se cree más civilizada -ni Alemania ni Francia han vivido nada parecido (tuvieron siempre claro sus dirigentes dónde estaba el enemigo, siempre fuera)-. De los entresijos de la jaula, surgen, a poco de rascar, los rencores de las dos Españas que han contribuido a nuestro retraso colectivo. La guerra civil causó una tremenda destrucción de España, que no está ni físicamente -en el territorio- ni sicológicamente -en los espíritus- superada.
Las heridas no se cubrieron con una postguerra en la que los vencedores fueron, precisamente, los que se levantaron contra el orden, y se aprovecharon de la victoria redistribuyendo ventajas. Los perdedores siguieron sufriendo en la paz, y tuvieron que callar, acomodarse; ellos sí, olvidar para salir adelante. No quiero, por mi parte, reabrir ningún capítulo de rencor. Soy hijo de la postguerra, y he podido, como muchos de mis actuales coetáneos mayores, disfrutar de la apertura y tolerancia del tardofranquismo: no fue gratis. Había becas y oportunidades para algunos más, y, en especial, para los mejores si venían de atrás recomendados.
No fueron pocos los estudiantes brillantes que se aprovecharon de esa ventana abierta y, con trabajo, hicieron algo de dinero con el que comprar lo que más apetecía: un coche, un piso, unos estudios mejores para los hijos, a los que no se les negó nada. Todos, los de arriba como los de más abajo, buscaron acomodo: es cierto que la vida sigue, que sobrevivir es la necesidad que está en la sangre.
No merece la pena escarbar en las razones de la guerra civil, pero tampoco parece preciso elucubrar más sobre ella queriendo hacer con ello mala sangre, porque debiera quedar reducto intelectual de la Academia, si en ello encuentra placer que no enseñanza. Ilustres historiadores han detectado opciones por las que ambos bandos lucharon, pero me atrevo a dudar que la mayoría de los que combatieron a sangre y maza, y se mataron a cientos de miles, tuvieran muy claro qué defendían. A los nacidos en la postguerra, y en especial, a los menores de cuarenta y cinco años, no interesa saber qué pasó, sino lo que está pasando. Que no es lo mejor, y, aún peor, que no es lo que podemos hacer que pase.
Pero si alguien quiere sonreir tristemente con lo que algunos, desde su pretendida autoridad moral, pensaban y escribieron, para adoctrinar a otros, valga como desgraciada muestra lo que Enrique Herrea Oria, (hermano del primado), Licenciado en Ciencias Históricas, S.J. con el título meloso de “España es mi madre”, decía en el “III Año Triunfal, 1939”: (pág, 283) “Lo malo es que los mismos gobiernos de España se han vendido a los comunistas rusos, porque los gobernantes son malos, muy malos, son masones. ¿Qué es esto de masones? Son unos hombres que reniegan de Dios. No quieren ni curas, ni frailes, ni religiosas, ni iglesias. Dicen que ellos son amigos de hacer el bien. Pero se reúnen ocultamente a media noche, en unas casas que llaman logias. Allí reciben instrucciones secretas de lo que hay que hacer, de sus Jefes, gente malvada que también reciben instrucciones de otros jefes que están en Francia. (…)”
Estoy convencido de que, en tiempo de grave crisis colectiva, ahondar en el pasado tiene escaso interés, salvo para detener a quienes pretenden repetirlo, sin haberlo conocido ni estudiado bien.
No escribo así por petulancia ni por sabiduría. Mi visión de conjunto de esta jaula es propia y, por tanto, la responsabilidad es mía, y no pretendo imponerla, ni tampoco tengo un foro para expresarla ni difundirla, salvo estas páginas. No es fruto de una improvisación ni de una calentura. Proviene de los muchos libros leídos, de no pocos viajes, y, sobre todo, de haber vivido casi hasta el final el período de mi estancia en esta jaula: la experiencia, que comparto con otros que peinamos canas y hemos aprendido a amortiguar vehemencias y a detectar falsas plumas y turbios intereses.
Como sujeto, normalmente paciente y pocas agente (quiero creer que no por mi culpa, zancadillas no faltaron), tuve ocasión de conocer muchas gradaciones de lo que se llama libertad, y, de resultas de haber buscado siempre el acomodo, procurando no herir, aunque sin renunciar a avanzar en la conquista de derechos de los más, he aprendido a amar lo que poseo y a desconfiar de los que ofrecen mejoras como quien vende acémilas de desecho en los mercados.
No acostumbro a citar a otros cuando escribo, porque siempre me pareció que era auparse con ello en la autoridad de otros, pretendiendo parecer igual, pero la ocasión merece aquí algunas ajenas referencias.
Empiezo con una que parecería traída a contrapelo. La tomo de “La selección natural y el apoyo mutuo”, de Piotr Kropotkin, un teórico del anarquismo polifacético: “Para dar una idea completa de la respuesta de los animales a su entorno, deberían también analizarse las (…) modificaciones que se producen en el color y las marcas de los animales cuando se transforma su entorno” y más adelante (citando a De Vries): “no nos asombra conocer (…) que cada mutación debe tener no solo una causa interna, sino también una causa externa”.
Como postdarwinista, Kropotkin cree que la evolución no viene determinada solo por la genética, sino por lo que sucede alrededor. A veces, nos acomodamos al entorno, para sacar beneficio de él o subsistir, pero también sucede que lo externo nos constriñe, nos limite y entorpezca. En nuestra jaula hispana, siempre ha habido una gran densidad de aves que, sin haber tomado tiempo en analizar qué problema hay que resolver primero, nos hablan de soluciones y prometen glorias.
Por aquí y por allá se han organizado, en todo tiempo, en casi cada lugar, en torno a esos visionarios, verduleros de afición, cantamañanas de oficio, grupos de devotos en los que alternan polluelos, gañanes, gallos, pollastras y tipos de la uña, que se atontan con lo que escuchan, tomando por verdades sacras cualquier cosa que escuchen desde lo alto, con tal de que les suene a beneficio propio, y, en particular, si lo ven factible en corto plazo.
El caso es que nuestra jaula está, de natural, bien orientada: da al sol, tiene buenas vistas, no falta la comida. Pero somos un país pobre, sin recursos naturales salvo los que se pueden enfocar hacia el turismo, que es y será pan para hoy y hambre para mañana.
Tenemos otro valor muy mal aprovechado. Si nos olvidamos de la paja, descubrimos buen percal entre algunos de los que se arriesgan a pensar con independencia -y que no mandan, aunque, para analizar con otra calma, no falta quienes mandaron y vienen ahora con consejas-. Hay tela de valor, en los estantes, de quienes podrían actuar con mérito y valor si estuvieran mejor orientados, se les instruyera mejor, y, en tantos casos, no se les calentara de fantasías la cabeza.
Un problema que no es fácil de resolver mientras estemos dirigidos por gentes incompetentes o con poca experiencia, es el de tomar las decisiones correctas -también lo apuntan César Molinas, Luis Garicano y otros en el libro citado, pero no se me interprete con ello que estoy con pleno acuerdo en sus propuestas, sino que solo escribo ahora desde el análisis-. Ese análisis, convertido en pieza fundamental, de nuestro comportamiento colectivo, podría ser tomado por cierto por aclamación y es el verdadero deporte nacional.
Seguros de la incapacidad del que dirige, de forma intuitiva, si algo apreciamos, en grupo, es ver derrotado al que está encumbrado, aunque lo haya sido por nuestro impulso. Estamos cómodos es no respetar ninguna regla, educados para transgredirlo todo, con permiso que nos autootorgamos con total beneplácito.
¿Para qué una Constitución? ¿Una norma de acción? ¿Unos principios, unas reglas? Como mejor nos sirven es para obviarlas, olvidarnos de ellas cuando se trata del beneficio propio. La tendencia innata nos anima a desear como espacio mejor, el de anarquía. No la de todos, la que consolida nuestra independencia para mirarnos a gusto el propio ombligo.
Esto trae consecuencias funestas. J. K. Galbraith, en su libro “La anatomía del poder”, después de analizar las distintas formas de ejercer el poder, expresa: “En una democracia nadie puede dudar de la eficacia real de la oposición organizada al poder concentrado.” Antes había indicado: “(…) la vida se caracteriza por el número de organizaciones que compiten por dominar la mente pública y política…, grupos de presión, comités de acción política, organizaciones de interés público, asociaciones comerciales, sindicatos, empresas de relaciones públicas, asesores políticos y de otro tipo, evangelistas por Radio y Televisión y muchas más”…”si tienen alguna función que cumplir es porque son capaces de influir en el Gobierno y apropiarse de alguna parte de su poder”.
Precisamente por no conseguir estar bien organizados, la ventaja la tienen los que lo están para sacar tajada.
Dudo que quienes ejercen el control político más directo de la jaula hispana hayan leído a Galbraith, lo que tampoco sería importante, si tuvieran presente que la mayor parte del poder que ostentan es “poder condicionado”, y que la libertad de palabra y expresión es solo una parte de otras libertades cuyo correcto ejercicio debe controlarse desde el Estado, como elemento de “poder compensatorio”, protegido por la Ley.
Una sociedad capitalista no puede subordinarse a las grandes empresas o a los intereses del mayor capital, porque no debe abandonar la responsabilidad de garantizar el bienestar a sus ciudadanos, ordenando la redistribución de las plusvalías colectivas.
Hace falta, en esta jaula, un Estado fuerte, convincente, serio. Y con voluntad de actuar para todos. Sí, estoy defendiendo, hoy, un gobierno de concertación, o, al menos, el de más amplio espectro. Ningún partido tiene la verdad completa, y, como idea más fuerte, hay gentes valiosas en todas las grandes opciones. No es momento para ideologías, sino para acciones concretas. Y, si nos quitamos las gafas de no ver al otro, entenderemos que, al margen de partidos, de posiciones de clase, de intereses manifiestos, semienterrados u ocultos, hay personas que saben que pueden, que quieren.
Es la obligación de este instante, ponerlas en valor, sacarlas de donde están, escucharlas y atender a sus propuestas. Ponerlas en marcha es más sencillo.
(continuará)