Entre los años 247 y 208 a.C., el emperador chino Qin Shisuang dedicó una parte importante de los recursos a crear una ciudad mortuoria colosal en Xian, cuyo centro sería su propio mausoleo. Se calcula que más de 700.000 seres humanos encontraron allí una ocupación, es decir, el objetivo vital de los modestos, que les permitió subsistir.
Para muchos de ellos significó también un lugar de muerte: por accidente, extenuación e incluso porque allí fueron enterrados vivos, en ritos cuyo significado concreto se trata de descifra. Pero que podemos intuir, en coherencia con el resto del despliegue: servir al emperador en su supuesto entorno metafísico, enlazando, de paso, caminos de la vida con la muerte, tanto para el que domina como para sus lacayos, condenados en su proyecto megalómano a servirle eternamente.
Los momentos de prosperidad generan próceres que aprovechan la oportunidad para engordar su imagen mientras dure la bonanza. Fue también el mismo emperador el que dió impulso a la Gran Muralla, iniciada tres siglos antes, y cuya renovación y conservación proporcionaría trabajo, es decir, pan y distracción para que no se obsersionaran con su penuria, al pueblo chino durante la dinastía Ming, unos siglos más adelante.
Un esfuerzo descomunal en tiempos y dineros cuyo objetivo teórico era servir de freno a las invasiones de los pueblos del norte (mongoles y manchúes), que resultó militarmente baldío: Gengis Kahn solo tuvo que sobornar a un centinela para atraversar la Gran Muralla con su ejército por una de sus puertas.
La Historia está llena de ejemplos de obras que hemos caracterizado popularmente como “obras faraónicas”, en referencia a las pirámides de Egipto. Trabajos que reclamaron concentraciones fabulosas de recursos, cuya finalidad parece haber sido un pretexto. Ese aparente despilfarro lo encontraríamos también -por ejemplo- en los templos incas, en la misteriosa muralla de Adriano que limitó tenuemente la antigua Britania, en los templos esculpidos en la piedra de Petra, y, con el nivel de gradación de despropósito o inutilidad que queramos otorgarles (o al revés), en coliseos, catedrales, mezquitas, altares, castillos, necrópolis, infraestructuras viales, naves industriales, centrales nucleares o térmicas, ciudades abandonadas, y en esos millones de ruinas -vestigios de grandes y pequeñas obras devenidas inútiles- que testimonian esfuerzos de inversión y trabajo que en su momento fueron consideradas necesarias.
Lo que tienen en común todas esas referencias es que, en su momento, generaron trabajo, repartieron recursos. Muchas de entre ellas, fueron inútiles para cumplir sus objetivos, o lo consiguieron durante muy escaso tiempo, o se erigieron en honor de dioses y cultos -celestiales y humanos- que no resultaron útiles, y se abandonaron, a ellos y a sus centros de devoción.
Hay otras acciones humanas que también generaron actividad, en el sentido de dedicación de esfuezos económicos y recursos humanos e intelectuales, y, por tanto, generaron y riqueza para nuestros predecesores. Lo significan también hoy día. Son las expediciones de conquista, cruzadas, invasiones, guerras, expolios. ¿Cómo olvidar que muchas de las bonanzas y fortunas actuales tienen su origen en actuaciones que, si fuéramos libres para juzgarlas, reprobaríamos éticamente?. Encontramos en ellas una línea viscosa: la utilización de los otros (muchos) en beneficio propio, siempre de unos pocos.
Quienes tengan la memoria más activa pueden recordar que, incluso recientemente, el desarrollo de maquinaria de guerra más eficiente está en el núcleo de algunos momentos estelares de los pueblos. Bastaría, en todo caso, consultar los planes de defensa conjuntos entre los gobiernos de Canadá y Estados Unidos de los 90 del pasado siglo, considerados como eje de su impulso económico, o analizar sin más escrúpulos que la búsqueda de la verdad, el apoyo a la industria metalúrgica en la Alemania hitleriana, y expurgar decenas de otros testimonios, en occidente como en oriente, de la dedicación consistente, sistemática, firme, para combinar proyectos que sirvieran para mantener al pueblo ocupado en actividades que conservaran, o mantuvieran al menos, la posición de dominio de la élite.
¿A dónde quiero llegar? En realidad, no quiero llegar a ningún sitio, sino mostrar una carencia. La decadente Europa no tiene en este momento recursos para generar un proyecto de Gran Pirámide, ni tiene ideario para embarcarse en una Cruzada, carece de liderazgo para encargar un mausoleo, o generar cualquier actividad gigantesca que le suponga empleo colectivo suficiente para sostener el bienestar del que disfrutan las clases medias.
La globalización, uno de los dioses a los que algunos grupos industriales y políticos europeos han levantado altares, ha provocado un efecto indeseado: el centro mundial de actividad se ha encuentra desplazado hacia Oriente y América.
No nos queda sino asumir, con dignidad, nuestra posición de derrotados. Y deberíamos hacerlo desde la solidaridad y la inteligencia, aprovechando al máximo las oportunidades que aún nos brindaría una ordenada retirada del campo de batalla. Porque nuestras Pirámides y Murallas van adquiriendo el aspecto de piezas de museo, mientras meditamos por qué no nos dimos cuenta a tiempo que a los invasores les ha bastado con convencer a los centinelas.
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