Las cosas no suceden así, pero, como no sabemos cómo sucedieron la primera vez, podemos imaginarnos algunos detalles de cómo puede discurrir la segunda. Si sucediera, y en caso de que la información de que disponemos de la primera fuera fiable.
Para situar el tema en su dimensión correcta, es preciso desplazarse a una dimensión superior a la que nos movemos los mortales. En ese lugar cósmico ene-dimensional, en donde las fuerzas superiores, dirigidas bajo la suprema y única autoridad del Dios de todos los dioses, ángeles, arcángeles, dominaciones, bienaventurados y desgraciados, así como de potestades, se reúnen de cuando en cuando para hacer una valoración de cómo van aquí y allá las cosas, queremos suponer que en un determinado momento, se esté procediendo a valorar la evolución de la Humanidad.
Un proyecto ambicioso, complejo, que permitió dotar a una criatura finita, vulnerable, de la capacidad singular de analizar lo que le rodea, e influir sobre ello. Una cuestión menor, intrascendente y hasta inapreciable en el marco de los infinitos de cualquier orden, pero que adquirió una proporción descomunal para ese habitante de un planeta minúsculo del Sistema Solar, llamado Tierra, que pretende ser el centro del cosmos.
Aceptaremos, para entendernos, que los nombres que hemos dado a las cosas que conocemos es el mismo que reciben por parte de los controladores cósmicos, y que, con el debido respeto, seremos capaces de poner por escrito sus pensamientos, o como queramos llamar a los productos derivados de su forma de ser, ordenando esas ideas según una secuencia temporal, con su principio y su fin, su camisita y su canesú y todo ello, en lenguaje humano.
-Es evidente que se hace necesaria una actualización completa de los códigos por los que deberían regirse los humanos -diría, para abrir boca, el dios de las Cosas Bien Hechas, apareciendo como lo que le corresponde, una eclosión fantasmal en la metafísica de la divina Pléyade.
-No lo percibo así desde mi infinita sabiduría, que nada tiene que envidiar, desde luego, a la tuya. Los principios que rigen la evolución del hombre están claros desde que se propició el salto del primate al homínido. Son inmutables, porque son parte de nuestra esencia: la completa verdad de las leyes cósmicas, la ausencia infinitesimal de cualquier maldad y la absoluta igualdad de oportunidades dentro de las especies, que está, por tanto, en todo lo creado por nosotros y que emana directamente del Innombrable, el que Todo lo Percibe. Cuestión distinta es que algunos humanos, sobre todo, desde la aparición del hombre de Atapuerca, se hayan desviado en las aplicaciones, tergiversándolas y adulterándolas, hasta hacerlas irreconocibles -replicaría el dios de las Ocasiones Desperdiciadas.
-En todo caso, y a salvo de lo que diga el Dios superior al que toda gloria sea dada -sería la reflexión espontánea que emitiría el dios menor de las Adaptaciones Posibilistas-, no se trata de adaptar las ordenanzas inmutables a las peculiaridades del momento, sino de hacerlas patentes, quitándoles la roña física que se acumula con los siglos. En cada uno de esos minúsculos seres siguen impresos los principios éticos a que te has referido, por lo que siempre han tenido una referencia en sí mismos, enmascarada ahora porque, en lugar de mirarse dentro de sí, sus sentidos se orientan hacia fuera. Esto dicho, sin embargo, no podemos ignorar que, aunque no lo ha sido en la dirección correcta, la Humanidad sí que ha avanzado en eso que llaman tecnología. Sobre todo, desde hace solo unos pocos años -se me hace difícil emplear esa terminología, hermanos-. Por no hablar del conocimiento de fenómenos, misterios y circunstancias que durante cientos de miles de años nos atribuyeron a nosotros, al azar, al mercado, o a la magia.
-Cierto que sí, queridos dioses de esta Pléyade, y alabado sea el que está por encima de todos nosotros. Han pasado cientos de miles de años y muchas vicisitudes por las generaciones humanas -podría ser ésta la aportación al cónclave de la diosa de la Tolerancia Admisible-. Fijémonos, sin embargo, en que la confusión actual no es menor para los humanos, sino mayor que nunca. Las desigualdades han crecido, las oportunidades de felicidad, no son las mismas, porque dependen, sobre todo, de las fuerzas del mal. Por eso, debemos actualizar las referencias que, en su momento, cumplieron la misión de señalarles el camino, no importa si las atribuyeron a dogmas religiosos o a códigos morales. Ahora, cuando ya ha pasado casi todo el tiempo que habíamos previsto para los humanos, o les indicamos aquellas referencias que les ayuden a enderezar el camino y, de paso, a acelerar su ritmo, o nunca llegarán al sitio para el que los hemos creado, perdiéndose en los recovecos de la futilidad más despreciable.
El debate que se inició en la Pléyade de los dioses fue muy intenso, y como con todas las entidades para las que el tiempo no significa nada, interminable. Cuanto más expresaban, más sabiduría generaban, y más necesidad de precisar se desarrollaba en ellos. Por fortuna suprema, no faltaban algunos entre los dioses que exponían sugerencias prácticas, como realizar un sorteo para detectar poblaciones candidatas a servir de emplazamiento para el nacimiento de un nuevo niño Dios. Pero se negó la premisa mayor, que era negarlo todo. La mayoría desechó, sin necesidad de votación, sino por ciencia infusa, que la propuesta era costosa en esencias divinas, innecesaria formalmente e incluso, peligrosa para la propia identidad de las divinidades, pues las técnicas de detección de ADN y otros procedimientos experimentales, aunque elementales, podrían poner en evidencia la naturaleza de los dioses, y causar honda conmoción entre los humanos, creando incómodos contratiempos en el proyecto cósmico.
-Alto ahí. Las técnicas de las que actualmente disponen los humanos son más que suficientes para que interpreten un mensaje, si las claves con el que las emitimos dejan entrever que la instrucción proviene de las profundidades cósmicas y no ha surgido de un farsante -sería la opinión de la diosa de la Tecnología Suprema.
A pesar de su sensatez, la propuesta resultó controvertida, pues no se reconocía a ningún ser humano, en la generación vigente, la autoridad suficiente como para que su palabra fuera aceptada por todos -se manejaron, entre otros, los nombres, eso sí, de Messi, Ronaldo, Francisco, Barak, Xi, Vladimir, Mariano y Angela-, ni existía científico o filósofo con tal solidez que sus conclusiones no fueran de inmediato, quién sabe por qué siniestros caminos, rebatidas como erróneas. Por cierto, hubo grandes discrepancias a la hora de proponer representantes de este segundo grupo.
Decidido, pues, que el mensaje no consistiría esta vez en ningún demiurgo para que enseñara, con su sacrificio y virtud, a los descarriados humanos ejemplo de vida alguno, el debate se centró, solo en la forma y en su contenido, que debería ser escueto, general, y contundente como una patada en el hígado. Habría, por supuesto, de tener validez para todos los habitantes de la Tierra, independientemente de su lugar de residencia, del color de sus manos o de la rama étnica por la que hubieran evolucionado desde el primer mono bípedo, haciendo abstracción, tanto fuera para bien como para mal, de su nivel económico o su capacidad intelectual. Había consenso en que debería reimprimirse en todos y cada uno de los seres humanos, como una marca de ganadería.
Reaparecieron aquí las tendencias particulares de cada deidad, producto de sus propios orígenes, ya fueran fantasiosos, intelectuales o degeneraciones inexcusables. Había quien, como el dios de la Guerra (que desde hacía varios pestañeos se hacía llamar de la Defensa), opinaba que deberían enviarse meteoritos que chocaran contra las ciudades más representativas del desarrollo humano, destruyéndolas. Otros, como el dios de los Acontecimientos Provocados, estaba a favor de levantar varios tsunamis allí donde no hubiera apenas agua o enviar calores abrasadores a las zonas más gélidas de la Tierra, para que la contradicción fuera patente con los principios físicos manejados en la Tierra.
Cuando la discusión estaba en su punto más acalorado, entró Dios, el Innombrable, el que Es, el que Permanece sobre todo lo contingente. Todos se rindieron a su evidencia y guardaron un nanosilencio respetuoso. No necesitaban decirle nada, porque, en su infinita sabiduría, todo lo sabía, todo lo tenía presente (pasado como futuro) y todo lo convertía, con su sola esencia, en música celestial y arrobo místico.
-Vuestra inquietud es impropia. Tengo decidido desde el principio de los tiempos lo que se ha de hacer.
Todos bajaron la vista, sin osar mirarle. Y Dios continuó.
-Nada. No se va a hacer nada-
-¿Nada? -osó preguntar la diosa de la Duda Persistente.
-Nada de nada-confirmó Dios-. En toda la eternidad tendremos infinitas oportunidades para mejorar cuanto se nos ocurra, que es indefinido al tiempo que inconmensurable. No perdamos, por ello, ni una mónada de tiempo más. Esta vez, este experimento de propiciar un ser contingente que piense por sí mismo, la consideraremos como una prueba y, de entre las pruebas, la marcaremos como fallida. En el cómputo infinito, este fracaso no tendrá importancia alguna y todo quedará, como debe ser, entre nosotros.
El silencio volvió a imperar sobre los sonidos en las inmensidades cósmicas, y los dioses mayores, menores y medianos se habrían puesto de inmediato, supongo, a hacer de las suyas, como si aquí, en la Tierra, no hubiera pasado nada. Que no es poco.
FIN
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