El cuentista se puso a reflexionar, como solía hacer con frecuencia -puntualicemos: no con “cierta” frecuencia, sino con mucha, alta y hasta desmesurada frecuencia, pues era persona de natural reflexivo, lo que, por otra parte, tratándose de un contador de cuentos no tiene porqué parecer extraordinario, sino, más bien, encajable en el grado medio con que se dedican a la reflexión los cuentistas que ni fu ni fa.
En aquella ocasión, la causa desencadenante había sido la recepción de un mensaje extraordinario -esto es, sin aviso previo ni antecedente o señal premonitoria por parte de su emisor, aunque no por ello habría de ser juzgado de insólito o impertinente- de una persona a la que el cuentista apreciaba personalmente.
El contenido esencial del mensaje era éste: “No merece la pena que malgastes tu tiempo, pues es evidente que lo que escribes no tiene ningún interés, ya que prácticamente nadie te lee”.
Debe completarse la valoración del mensaje antedicho con una precisión: el emisor del mismo pertenecía al inmenso grupo de los que jamás habían leído nada de lo escrito por el cuentista.
Por demoledor que le pareciera el consejo, el cuentista no podía pasar por alto que no constituía óbice, cortapisa o dificultad para que entendiera que la concluyente afirmación que contenía, partía de una premisa mayor o principal correcta. Prácticamente nadie leía lo que, con tenacidad y recalcitrancia, escribía, casi todos los días.
La conclusión, sin embargo (que figuraba situada en primer lugar de la frase que analizamos, a modo de tesis o deducción del silogismo) apelaba a una cuestión subjetiva -y que, por tanto, solo podría valorarse cabalmente en el ámbito personal de los móviles del propio cuentista-: no merece la pena que malgastes tu tiempo.
Se trataba, pues, de una concatenación causa-efecto, siendo la variable de entrada (input) el tiempo del cuentista, y el resultado de la función, cualquiera que fuera su formulación matemática o intuitiva, que “no merecía la pena”, sin precisión de sujeto, elemento o fórmula de evaluación aplicados, aunque podría deducirse que a quien no habría de merecerle la pena era al propio cuentista, que era quien ponía, al fin y al cabo, la carne en el asador, esto es, su tiempo.
Especialmente intrigante resultaba al cuentista la existencia de una segunda hipótesis (subsumible como premisa menor en el razonamiento lógico empleado por su interlocutor), y que se convertía en la protagonista principal del pretendido aserto. Era su objetividad la que le parecía que podría ser puesta en entredicho, siempre que fuera posible medir el interés de un escrito, alocución o mensaje, en relación con algún otro baremo distinto al número de lectores o seguidores que pudieran contabilizarse en un momento dado.
El cuentista encontró en el asunto materia suficiente para reflexionar, al menos durante algunos minutos, en relación con los términos “interés objetivo” y “formas de despertar la atención acerca de lo que se escribe”, en el supuesto, claro está, de que el “interés subjetivo” de escribir estuviera claro, lo que aparcó de momento, para no complicarse la vida.
De acuerdo con esta intención previa, cuya catalogación entendía que a él solo correspondía hacer, recogió algunos ejemplos de éxito ajeno, tomados de la vida misma.
Ejemplo Primero: Es conocido que muchos -o todos- los partidos políticos que se presentan a unas elecciones, ya sean o particulares, para conseguir llenar los locales en donde sus representantes más cualificados -los que pretenden vivir de ese cuento, en suma- exponen sus ideas o programas (en el supuesto de que los tuvieran), apelan a incluir, como atractivo, o acicate, formando parte intrínseca del espectáculo, a cantantes o artistas de la farándula que, con su arte, adornan el momento, le dan publicidad y alegrarán al personal asistente, haciéndole pasar un buen rato.
El cuentista realizó algunas encuestas -limitadas, ya que no dispone de muchos medios- acerca del contenido que recordaban los asistentes a los que tuvo acceso, de aquellos mítines y reuniones multitudinarias.
Encontró que, con absoluta exactitud, los asistentes recordaban quién o quiénes habían aderezado el festival con sus representaciones folclóricas, pero no eran capaces de indicar en qué consistía ese programa político. Aún más, cuando se aventuraba el encuestado a elucubrar sobre el mismo, lo que creía haber escuchado no coincidía en absoluto con lo que correspondía al programa del que se suponía había sido destinatario y objeto preferente del mítin, limitándose a expresar frases genéricas, que igual podían ser atribuibles al partido político A, a su opositor B, o al catecismo del Padre Astete.
Concluyó, entonces, el cuentista que -si bien podría aceptarse que el mítin o reunión analizados, habían tenido éxito de convocatoria, pues se había llenado el aforo- la capacidad del mismo para difundir un mensaje específico, distinto del hecho de pasarlo de forma más o menos divertida con el espectáculo- era objetivamente nula.
Ejemplo segundo.- Tomando como envidiable referencia la de aquellos competidores por la atención del deseable público que tenían éxito notabilísimo de audiencia o seguimiento -los llamados gurús de las ondas, que acostumbran a pontificar sobre todos los temas imaginables, recortando aquí, copiando allá, o elucubrando sobre la marcha hastacullá-, analizó dos cuestiones: a) el número y calidad de las adhesiones que suscitaban sus comentarios y b) el tiempo presuntamente dedicado, a partir de las estadísticas disponibles- a leer esos mensajes.
Encontró que cualquier mensaje de los llamados gurús o conductores de opinión, en especial, los que se limitaban a indicar: “Feliz día” o “Os deseo que os vaya bien” obtenía cientos y hasta miles de adhesiones inmediatas, concretadas en “Me gusta” o, más explícitamente: “Te deseo lo mismo”.
En relación con mensajes más elaborados, cuya lectura, incluso rápida, hubiera consumido, al menos, de tres a cinco minutos, los registros evidenciaban que solo había merecido, salvo contadísimas excepciones atención durante un máximo de 3 segundos, supuesto, por lo demás, que los contadores fueran capaces de registrar tamaña precisión.
Concluyó, pues, que esos -en principio, tenidas por importantes y, por qué no, en algún caso, elaboradas elucubraciones de sus autores, cuya escritura podía haberles llevado un mínimo de entre veinte minutos a media hora- era consumido en menos tiempo que el que se emplea en sonarse la nariz o tirarse un p.
El cuentista, con este bagaje práctico, concluyó su análisis con esta determinación:
Haré lo que me parezca bien, sin importarme la trascendencia que consiga con mis elaboraciones. Al fin y al cabo, escribir cuentos me produce una satisfacción personal que no puedo conseguir de otra manera y, tal vez, alguien. que hoy ni siquiera conozco, conceda atención a lo que escribo, y le sirva para algo. Y, en todo caso, estoy muy agradecido de esas diez o veinte personas que me consta que me leen y, de vez en cuando, me comunican que les gusta lo que han leído.
Eso me basta, escribió el cuentista. Y escribió, aquel día, este nuevo cuento, para que, quien tenga ganas y tiempo de leerlo, disfrute o piense, aunque solo sea un instante, sobre lo que merece la pena y por qué .
FIN