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Cuento de primavera: Discusión en las alturas

30 marzo, 2014 By amarias Dejar un comentario

Hubo un tiempo en que el Olimpo estaba densamente poblado. A estas alturas, no se trata de buscar culpables, aunque, como en todas las cosas, incluso las de los dioses, la situación tenía varios responsables.

El principal, desde luego, era el propio Zeus, que había explotado su capacidad de seducción hasta límites que resultaban inimaginables, protagonizando actos que, si no fuera por su potestad y que, a la postre, era él quien confeccionaba los códigos de conducta y juzgaba las trasgresiones, merecerían las más duras calificaciones éticas y penales.

En un crimen pasional sin precedentes celestiales, había devorado a Metis, que estaba encinta de Atenea, que nació, por eso, dentro del estómago de su padre, y a la que la pobre niña no sabía si llamar papá o mamá; se casó luego con Temis, con la que tuvo las doce Horas, tal para cual; conquistó a Eurínome, que parió las tres Gracias, a cual más hermosa, pero no por ello libres del gen licencioso…Siguieron otras víctimas en su haber rijoso, las pobres Leto y Mnemosina, que, siendo fértiles y sin que les fuera permitido abortar ni utilizar anticonceptivos, le hicieron también padre; la segunda, de las nueve Musas, y la primera, de Apolo y Artemisa.

Sin complejos, Zeus no encontró tabúes para aparearse incluso con su propia hermana, Deméter, y de aquel incesto nació Perséfone. Próximo ya a sus últimos días, vivía con Hera, aunque la hipotética decadencia senil no le impidió, seguramente con estimulación artificial, seducir a Alcmene y engendrar con ella a Hércules, fuerte como Sansón y bastante bien mandado para los recados.

Si a tantos devaneos del primer causante, se suman los de hijos y nietos, derivados de su propia fogosidad, y habida cuenta que todos ellos heredaron la misma afición a gozar de los placeres tanto de carnes como de espíritus, apareándose los de arriba, perdidos los remilgos, tanto entre sí como con los que moraban más abajo, resulta obvio que en el Panteón faltaba sitio, entre hijos legítimos, naturales, adoptados, putativos y adjudicados.

La explosión demográfica de tantos seres, todas con sus bocas que alimentar, con sus moradas propias, con gineceos, vírgenes, y mancebos que sustentar, deseos que satisfacer, objetivos por cumplir, fue tan terrible, que se planteaban de continuo disputas entre ellos, los que, dadas las alcurnias, no se limitaban a un quítame allá esas pajas o nos vamos de veraneo al campo o a la playa. Deseosos de gloria y trascendencia, obsesionados por acumular cuantas más hazañas y méritos, pugnaban por interceder incluso en los menores asuntos de los terrenales súbditos y adoradores, que eran, como es natural, los más necesitados.

La búsqueda de glorias en la Gloria era frenética y el hedor de la concentración de residuos mágicos, insoportable para narices elegidas.

Así fue que tanto griegos como advenedizos, devotos como escépticos, tirios como troyanos,  aqueos junto a dorios, ilustrados lo mismo que paganos, disfrutaban de un bienestar que no les correspondía, pues con solo apelar al auxilio de cualquier divinidad, ya al comienzo mismo de sus rezos y plegarias, aparecían, diligentes, decenas de endiosados, fueran o no convocados por el demandante, a hacer como que solucionaban el problema.

No consta en qué momento exacto, ni por quién en concreto, se suscitó la urgente necesidad de repartir entre los dioses, demiurgos y hasta los seres menos divinizados del atiborrado escalafón celestial, las peticiones de intercesión de los humanos, que, para mayor presión, iban siendo cada vez menos, ya que éstos incorporaban a su acervo cultural, y lo hacían de forma exponencial,  nuevas tecnologías, escepticismos y más dudas. Así que las demandas de auxilio que llegaban a lo alto, eran claramente insuficientes para tener ocupados a todos los habitantes del Olimpo, causándoles una frustración incontinente, y constantes peleas por este devoto es mío, yo lo ví primero.

-Hay que poner orden en el caos, que perjudica a nuestro prestigio, y nos provoca tantos desasosiegos y rencillas. No voy a culpar a nadie, pero pienso que la culpa es de las deidades femeninas y, en general, de todas las hembras procreadoras, Con tanto parir a cada rato nuevos dioses y héroes, somos hoy por hoy demasiados los que tenemos o creemos tener poderes y, en paralelo, cada vez son más escasas, atrabiliarias y raras, las peticiones que nos llegan desde abajo. -expresó Hércules, que tenía gran facilidad de palabra, como todos los atletas-. ¿Qué decir a los que nos piden que hagamos porque gane su campeón local en unas justas, ya sea cojo de solemnidad o borracho empedernido? ¿Cómo habría de juzgarse la incalificable ligereza de los que conceden a un devoto, con solo ver que les han encendido un par de velas u ofrecido el sacrificio de alguna oveja enferma que la hizo incomestible, tener la suerte de verse sanado desde un forúnculo en el ano, a conseguir un puesto en el Gobierno de su polis?

No quedaba ahí, para Hércules, la cosa:

-Nos atropellamos para ejecutar cualquier trabajo, y hay dioses de primera fila que incluso asumen labores que corresponderían claramente a otros de calidades inferiores, y lo hacen solo por mantenerse ocupados, para no aburrirse. Nos quitamos trabajo unos a otros. A nosotros mismos, los héroes, se nos encomiendan nimiedades por las que no merece la pena ni agacharse. Tomo mi propio ejemplo, sin que esto signifique crítica ante tamaña aberración: ¿qué sentido tiene que yo tenga que encargarme de robar manzanas del jardín de las Hespérides? ¿No sería labor más propia de un centauro?

Zeus, que empezaba a sufrir ataques de Alzheimer (que, como se sabe, no era héroe ni personaje de esa constelación, pues aún no había nacido), pidió consejo a Hera, que, sentada en su regazo, se estaba haciendo la manicura con unas tijeras de podar flores del maná, abundantes en la época (aproximadamente año 4.000 previo a nuestra era cristiana):

-Tiene  razón el muchacho -habló Hera, la taimada deidad, que había sido elevada recientemente a la categoría de reina del Olimpo por el vetusto Zeus,  y que se consideraba, gracias a sus afeites y conjuros,  más bella incluso que Afrodita, a la que algunas versiones modernas se refieren como Blanca Nieves, por utilizar un dentífrico de marca-. La idea es buena. Habría que matar a todas las hembras en edad de parir, empezando por Alcmene y Afrodita. Eso solucionará el núcleo del problema, y aquí paz y después, gloria.

Pero, como siempre que se organizaba un intercambio de pareceres, y estando minada la autoridad del que antes había dirigido, surgieron muchas otras opiniones, abierta la caja de Pandora:

-Oye, Zeus, el Olimpo está en lucha. Reconoce que tu tiempo ha llegado al final, a salvo de lo que Cronos opine, que en este concreto asunto tiene más autoridad -dijo Plutón, surgiendo, tridente en mano, de las cavernas profundas de las pelágicas aguas-.  Manda al destierro o al infierno a los héroes. Cede poder a los que tenemos más futuro. Confíame sin tapujos a los dioses menores, que los confinaré en un Panteón especial en los avernos, a donde no se pueda llegar sino en barca de remos y allí los retendré hasta que se mueran por aburrimiento e inacción.

-Querrás decir, colega, de inanición, aunque algunos dioses, ya sabes, son de poco comer -le puntualizó Dédalo, que era muy quisquilloso, lo que no le impedía ser prolijo en sus argumentos. Pero antes de que iniciara sus laberínticos razonamientos, se oyó una voz muy  femenina, aunque tonante.

-¿Qué insensatez es ésa? Pongamos a cada cual en su sitio, como siempre debió ser. Que los centauros retornen a su naturaleza animal, que nunca debieron abandonar. Que los dioses menores se encarguen del servicio celestial, que está muy descuidado, y que se contenten con nuestra contemplación. Y que los héroes vayan a la Tierra, como simples humanos, desprovistos de toda capacidad,  y que se apañen con lo que yo les dé.-dijo Gea, que aprovechó un tic convulsivo que le producía hablar en público para tirarle los tejos a Urano, aunque de momento éste no le hacía puñetero caso.

El debate se prolongaba, por lo que Cronos se adelantó unos pasos, y sentenció de esta manera:

-Por alusiones de Plutón, pero también porque me da la real gana. Yo tengo la clave de todo y, en resumidas cuentas, de lo que discutimos, es ésta: que cada poco tiempo, se retrasen los relojes de los humanos, volviéndolas a un punto anterior. Así, se encontrarán haciendo, sin saberlo, una y otra vez lo mismo. Sísifo se encargará, y lo hará de buen grado, ya que tiene experiencia, de repartirles los inútiles trabajos, de manera que nada den jamás por terminado. Que haya guerras, corrupción, nepotismo, acumulación de despropósitos, mercados…

-Calla, calla…Me gusta esa idea -dijo la Poesía-. Que haya incluso compasión, inocencia y que Amor los visite de vez en cuando. Pero, ¿qué pasará con nosotros, los de arriba?

-No tenemos por qué preocuparnos -replicó Cronos, que se había dado cuenta de que a Zeus le había vencido el sueño, y roncaba profundamente-. Yo me ocuparé de sacar del Olimpo a todos los dioses. Os guiaré a un sitio recogido que conozco, en el que nada tendréis que hacer en adelante, más que ocuparos de vosotros mismos.

Todos estuvieron de acuerdo, por aclamación, aunque, por un momento, la Música pidió el voto a mano alzada.

Y de inmediato, Cronos, cumpliendo su palabra, los condujo a todos al Olvido, de donde no volvieron.

En cuanto a los humanos, la leyenda dice que algunos consiguen escaparse del control de Sísifo y se resguardan en el oasis de Fantasía, cuyos propietarios son Eros y Tanatos (Amor y Muerte).

FIN

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