Era una vez un loro gris con una habilidad especial: jugar al fútbol. Y lo hacía excepcionalmente bien.
Puede que no fuera el más inteligente de los loros, aunque tampoco dispongo de estadísticas oficiales sobre los coeficientes intelectuales de estos animales -un grupo numerosísimo que abarca desde las cacatúas hasta los guacamayos, pasando por los periquitos, pero puedo asegurar que, además de ser buen futbolista, no era feliz.
La causa de su desasosiego la tenía un catálogo. Estaba escrito en un idioma desconocido, aunque las fotografías eran por sí mismas tan expresivas que, con solo mirarlas, uno podía imaginarse fácilmente de qué iba la cosa.
En aquellas páginas impresas a todo color, que el sagaz logo gris había repasado una y otra vez, moviéndolas adelante y atrás con su pico curvo, había decenas de fotografías de loros y, entre ellas, de muchos loros grises africanos, como él. Todos aparecían en una misma pose, sonrientes, mostrando su cola roja brillante. Parecían estar diciendo o pensando: “aquí estoy yo, dichoso; ¿dónde estás tú, pobre diablo?.”
Al lado de cada una de esas aves de aspecto espléndido, había un balón y un número. Una cifra muy alta y que, sin posible error, correspondería a lo que cada uno de sus congéneres, habilidosos como él en el juego de pelota, afortunados en el reconocimiento de su destreza, estarían cobrando como artistas.
El loro se osesionó por culpa de aquel catálogo. No comía, ni bebía ni dormía. Le amargaba pensar que, mientras él apenas disponía de unas pipas de girasol y unos tímidos aplausos en el barrio, había decenas de loros grises, de papagayos de Papúa o caiques sudamericanos, que se estaban forrando las plumas con lo que ganaban.
Para abreviar la historia, diré que, después de un vuelo agotador, el loro gris llegó hasta una tremenda empalizada, formada con alambre de espino retorcido, que le impedía el paso. Es sabido que los loros, aunque excelentes voladores, no pueden levantar su vuelo por encima de unos metros, así que, por más que lo intentó -y los loros grises africanos son muy testarudos y tienen una capacidad saltarina incluso ligeramente superior a, por ejemplo, los pálidos yacos o las blancas cacatúas-, no consiguió más que herirse las patas.
Desalentado, pero no vencido, volvió unos cuantos cientos de metros sobre sus vuelos, recalando en un bosquete en donde se encontró, para su sorpresa, con centenares de loros grises africanos que, como él, había intentado traspasar aquella frontera de espino y parecían dispuestos a volver intentarlo, una y otra vez.
-¿Por qué estáis aquí? -les preguntó.
-Somos futbolistas y hemos visto en un catálogo que al otro lado pagan muy bien a los que, como nosotros, juegan bien al fútbol -le contestaron.
Un loro de la Patagonia, que estaba haciendo una entrevista para la televisión, se interesó por saber a qué catálogo se referían.
-Este catálogo -le mostraron algunos, pues no eran pocos los que lo guardaban bajo las alas.
-P…pero ese catálogo no tiene que ver con el fútbol. Esos loros no son futbolistas -dijo el de la Patagonia.
-¿Cómo así? ¿No ves estos números, no ves el balón que tienen junto a los pies? -le recriminaron varios de los loros grises, incrédulos.
-Si, si. Pero los números no son los salarios de los loros, sino el precio que alcanzan en el mercado de animales cuando son vendidos como esclavos. Y eso que véis ahí, a sus pies, no es un balón, sino la bola en la que termina la cadena a la que están sujetos, para que no se escapen.
Un profundo silencio recorrió el bosquete.
FIN
FIN
Deja una respuesta