Ese laureado disidente con irresistibles deseos de incorporarse a la trena junto a otros colegas de traición, el poco honorable president de la Generalitat, Quim Torra, ha elegido cuidadosamente la vía que le conducirá a él mismo a un duro proceso penal y a sus seducidos seguidores a una mayor frustración. Esa vía hacia el túnel se llama la “vía eslovena”, que es la referencia a la guerra de diez días entre la región de la antigua Yugoslavia y su matriz y que, apoyada por más del 90% de la región, provocó el reconocimiento de la separación de Eslovenia.
Más o menos por las mismas fechas, el domingo, 9 de diciembre de 2018, los equipos bonaerenses Boca Junior y River Plate han protagonizado, ante los ojos asombrados de los espectadores que llenaban el Estadio de fútbol Santiago Bernabéu en Madrid, la final de la llamada Copa Libertadores (quizá a partir de ahora, con la denominación cambiada a Copa Conquistadores). Si el fútbol es espectáculo, fue decepcionante. Faltos de forma, ayunos de suficiente preparación e ideas, la mayoría de los que saltaron al campo fueron incapaces de hilvanar más allá de un par de jugadas de mérito.
Los dos sucesos que he pretendido ligar en este Comentario, tienen, en mi discreta opinión, múltiples puntos en común, aunque debo poner de manifiesto la mayor gravedad de la deriva catalana, por proximidad y por la entidad del riesgo.
Ante todo, reúnen la característica de ocupar espacio importante en los medios desinformativos, siendo presentados como acontecimientos relevantes y ocupando tanto más espacio del que sería preciso, si se acomodara el énfasis a la entidad propia. En la realidad, comprobamos que no son más que una ficción, una construcción arreglada para mover ilusiones y dineros. Su magnificación corresponde a una recreación con objetivos confusos; puede ser que, por tanto, parcialmente inconfesables.
Los dos equipos de la lejana ciudad de Buenos Aires hicieron demostración harto penosa de su deficiencia de gimnasio, lastrados y anquilosados por la responsabilidad extradeportiva que les cargaba la mochila. Iluminados por la luz de la verdad, a miles de kilómetros de distancia de sus hinchadas, observados bajo los focos de un recinto deportivo en el que había concentración de gentes acostumbradas a presenciar buen fútbol (y penosas debacles), su entidad como atletas de gran mérito, quedaba empequeñecida. Tanta fanfarria de acompañamiento, resultaba ridícula y desmerecía su indudable esfuerzo, no por jugar bien, sino por no perder.
Los seguidores de ambas formaciones deportivas, esos miles de tipos anónimos, dispuestos algunos a pegarse y a insultar al de enfrente y hasta matar y dejarse matar, convencidos de que sus ídolos de barro son dioses venerables, aparecieron con su verdadero tamaño a los ojos del mundo, como todo fanático, descolocados, vulnerables, … tiernos.
Quienes, olvidando que están ante un espectáculo y que lo que se juega es solo un triunfo efímero, se convierten en exaltados sin control, están ciegos: ven solo lo que quieren ver, sienten como les apetece percibir, y, en suma, actúan como drogados mentalmente, y lo hacen, porque quieren estar así, en su confusión, porque no tienen nada mejor en lo que creer. Pretenden realizarse, sin advertir que su limitación de miras, los empequeñece.
Los miles de catalanes que aplauden a Torra y Puigdemont y a quienes siguen sus elucubraciones sobre la pretendida singularidad de la región y ahora aplauden su apelación temeraria, gravísima, a la posibilidad de un conflicto armado entre Cataluña y España, son también, a su modo, hinchas de una ilusión, forofos de la invención, víctimas del espejismo provocado por sus deseos de querer ser distintos y mejores, sin siquiera parecer otra cosa que exaltados maniáticos, provocadores sin razones.
Ambos espectáculos, cada uno a su nivel, como lo demuestra la historia, tienen riesgo, y las satisfacciones que provoca a sus fieles la preparación del choque entre la ficción y la realidad, no tienen compensación con la decepción de la derrota, ni siquiera son superadas, en su caso, por el gozo de haber ganado una batalla dentro de la guerra total del progreso.
Por eso, ambos grupos de fieles de esa religión de fantasías, que es tanto el fanatismo del fútbol convertido en confrontación entre hinchadas siendo en concepto un juego para diversión, como el peligroso nacionalismo de salones dorados que puede conducir a derramamientos de sangre, están condenados, por desviación de la naturaleza de lo que es respecto a lo que creen, a ser continuamente infelices.
Quieren siempre más, son frustrados permanentes y están asumiendo riesgos que no conducirán a nada, porque están situados en otra dimensión, en la irrealidad. Vistos desde fuera, aparecen claras sus debilidades, sus incongruencias, lo fútil de su exaltación. Son gente normal, incluso vulgares, resultan aburridos, torpes.
Ha sido, a la larga, una decisión magnífica sacar la final de la Copa Conquistadores de su contexto geográfico. Los organizadores de ese exilio momentáneo habrán sacado su buen dinero, pero los demás, argentinos incluidos, hemos podido contemplar la verdadera dimensión del reto. Una disputa local, un juego que, a escala mundial, resulta equiparable a un campeonato de fútbol de colegio.
Puede vaticinarse, en fin, que los prometidos espectáculos sin parangón, las glorias de alto copete, las Grandes Chingadas (en el sentido, que reconocer la RAE, de competiciones, peleas), acaban siendo, mal que pese a sus seguidores, ocasión para chingarla, para producir una gran decepción (acepción del verbo en Argentina y que en México y en otros modos de expresión coloquial, incluso en España, se entiende como fracasar con estrépito, cagarla).
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Dos aves limícolas de diferente tamaño, comparten espacio a la orilla del Atlántico, en una fotografía que tomé en una playa onubense a finales de noviembre de 2018. La mayor, de pico comparativamente corto y grueso, es un chorlito gris, ave de paso, que invernará en Africa. En plumaje de invierno, como es el caso, tiene el plumaje dorsal claramente barrado y con algunas muescas de color ocre amarillento. Su comportamiento es tranquilo y permiten acercarse bastante a ellas sin manifestar inquietud.
La pequeña, de pico recto más largo (relativamente, aunque no de la dimensión de agujas y zarapitos, por ejemplo), es un andarríos chico. Con longitud de solo 18 a 20 cm -frente a los casi 29 cm que puede alcanzar el chorlito gris-, tiene la cola larga y las patas relativamente cortas. Es identificativa la separación blanca, como una media luna hendida entre el plumaje blanco del pecho y el pardo de la espalda. Aunque, obviamente, no se puede apreciar en la foto, lo distingue también su forma de andar, pues suele bascular el cuerpo hacia delante, como hacen algunos juguetes de cuerda que representan pollitos comiendo grano.