“Estamos en lo que nos faltamos”, escribió Juan Gelman (Mundar, Visor Poesía, 2008) en uno de esos poemas casi ininteligibles que solo se despliegan cuando se leen una y otra vez, hasta sacarles brillo con la imaginación.
No es posible saber en qué momento quedó la puerta abierta y si nosotros fuimos los descuidados.
Pero se escapó el amor. Cuando fuimos a darle de comer, como habíamos hecho los días anteriores, poniendo el chorrito de esperanza en el cuenco de beber y un buen montón del compost de ilusión -que tanto le gustaba-, en el comedero, y cambiamos la cama de sepiolita y pequeñas frustraciones para que todo lo encontrara limpio y a su gusto, lo llamamos luego con el suave ronroneo que lo imitaba, pronunciando su nombre.
-¡Amor! -porque no habíamos creído conveniente ponerle otro nombre. ¿Cuál mejor?
Recorrimos toda la casa, mirando debajo de las sillas, moviendo piezas en el cuarto de los trastos, manoteando detrás de las cortinas del baño. No estaba a los pies de la cama revuelta, ni junto a la bañera en donde acostumbraba a sentarse para contemplar nuestro desnudo, ni se había acercado aquella noche a la mesa de la cocina para compartir con nosotros la cena que preparamos con los guisos que tanto había alabado.
Ya era muy tarde cuando comprendimos que no estaba. Nos ha dejado su ausencia, su vacío, así, como al descuido. Y aquí estamos, esperando que vuelva, acurrucados en lo que nos faltamos, aferrados a esa fantasía.
FIN
(Ayer, 17 de abril de 2014, falleció Gabriel García Márquez. Yo lo conocí cuando tenía diecisiete o dieciocho años, de casualidad, y me enseñó el calor de las palabras; luego, nos vimos muchas otras veces, en Cien años de soledad -¡tantos!-, encontrándonos sin preaviso o citándonos en mis sitios preferidos, bajo páginas abiertas que yo releía siempre con deleite, incluso en voz alta, sin importarme que él, desde la distancia inalcanzable, no me escuchara.
No me avergüenza reconocer que yo imitaba sus pasos, sus giros y retruécanos, buscando el calor de sus frases, la sensualidad de sus párrafos calientes. Lo seguía a riesgo de convertirme en una caricatura suya, pintarrajeado con tintes y betunes que eran de otra galaxia y, por tanto, no me correspondían.
García Márquez (yo nunca me atreví a llamarlo Gabo) siempre guardaba sorpresas, y también me engañaba, como hacía -supongo- con todos los que le amábamos. Cuando me habló, por ejemplo, de aquel coronel que no tenía quién le escribía, me tuvo buscando toda una tarde a ese hijo perdido con la obsesión de un poseso, habiéndome animado antes a elucubrar que yo -infeliz- lo encontraría. En los Funerales de la mamá grande, allí me tuvo, de pie, toda una tarde, esperando ni sé que cosa, y estuve a punto de suspender Cristalografía.
Ahora me dicen que ha muerto, pero no me lo creo. En la imaginación no se muere jamás, como tampoco el amor. Perviven en lo que nos falta)
(P.S. Y hoy, 18 de abril de 2014, se nos ha muerto el tío Alfonso, un hombre tenaz; también de esa misma generación de titanes, premios nobel y cupletistas a la que perteneció Gabriel, también un luchador muy bien vivido, que desarrolló, en este su caso, la andadura entre aventuras de machos de caballerías y sobremesas en ventas gallegas, capitán de una abadía de foros redimidos que pertenecieron a quién sabe qué iglesias, amado como el que más entre sus paisanos, ágil entre los atletas, a pesar del ataque de una polio sin respeto infantil que debió haberle dejado baldado para siempre , y que no consiguió -qué va- doblegarle ni la sonrisa.
El fue principal culpable, de que a mí, advenedizo, me gustara el sabor del campo más rudo, y asturiano de los Oviedines del alma, procedente de cepas variadas, de su mano, se me abrieran de par en par las puertas de las casas de Pontenova, de Meira, o Vegadeo, y llegara a entender el gallego que hablan los lucenses, y aprendiera, de una vez, que los que son sencillos no tienen nada de simples, y que quienes viven sus soledades con parsimonia, -deshojando maíces bajo los cabozos, contando pacientes los inviernos- aman a quien les haga buena compañía.
Descanse en su paz; como el decía: “Con la edad, el cuerpo va buscando nicho”, y se dormía)
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