Tenemos nuestro futuro en muy malas manos. Nos lo demuestran cada día, por acción o por omisión. Y lo peor, es que están convencidos de que los hemos elegido nosotros y que nos representan. Me refiero a los políticos, es decir, a los que viven de alimentar el engaño de que recogen nuestras inquietudes y nos orientan hacia un futuro mejor.
En la cúspide de los despropósitos a que nos ha llevado la mala suerte con nuestros representantes en la política, se encuentran personajes incalificables con adjetivos elegantes, como Pablo Iglesias Turrión, Irene Montero, Carles Puigdemont o Jordi Pujol. Que los dos primeros, además de pareja sentimental, sean miembros del actual gobierno oportunista y traidor a sus votantes, formado por retales de seudo-demócratas y sumisos, que dirige Pedro Sánchez, no es casual. Que los dos últimos sean los cabezas más visibles de la deriva separatista de la región catalana, tampoco: ambos están fugados de la Justicia, conspicuos delincuentes que utilizaron las esencias elitistas de la burguesía de Cataluña para meterlas en un frasco populachero independentista.
De todos los citados, es el vicepresidente segundo del Gobierno de España el que merece especial reprobación, por su capacidad letal para hundir el país, aupado a una posición mediática que utiliza sin reparos para vendernos su deplorable filosofía destructiva.
Iglesias es capaz de afirmar, sin que se le mueva un ápice de su casposa coleta, que el país, en el que ostenta posiciones de Gobierno relevantes, no es una democracia. No se arredra tampoco para arremeter contra el poder judicial, acusándolo de elitismo y discutiendo la legitimidad de las decisiones del Tribunal Supremo, revisándolas con el baremo de su amiguismo con condenados por separatistas. Desprecia a los empresarios, especialmente a los de mayor facturación y generación de empleo, a los que insulta y recrimina, señalándolos como si fueran bandoleros. A sus opositores políticos, -aunque también, cuando se le llena la boca, a sus mismos socios de gobierno-, no tiene problemas en condenarlos por fascistas. Se diría que no ha superado la etapa infantil, que sigue creyendo ser el centro del mundo, jaleado en su visionaria locura por revolucionarios de pacotilla.
Pero es una afirmación de Iglesias, realizada en el fragor de la campaña catalana, -en la que no tiene empacho en participar, desde su pedestal de capitoste de un Gobierno a la deriva-, la que me llama a la especial atención. Ha venido a decir que hay gentes que, como no se han presentado a unas elecciones, están carentes de representación y, despechados, utilizan otros caminos distintos de la política para manifestar sus opiniones. En su discurso falaz, considera esas opiniones ilegítimas, ya vengan de los medios periodísticos, de los empresarios y sus representaciones, de los analistas de opinión, de los colegios profesionales o de cualquier sector que no esté de acuerdo con su discurso totalitario.
Ya no se en dónde nos encontramos exactamente en la vía del despropósito continuado que nos conducirá, sin remedio, al descalabro total. Guardo, sin embargo, la sensibilidad suficiente para recordarle a Iglesias a quienes han perdido el rumbo de lo que es la sociedad civil, que las vías de representación de los agentes sociales son muy diversas y que, sin duda, el futuro es demasiado importante para dejarlo en manos de los políticos. De estos políticos, en particular.
Afirmaciones como la de Pablo Iglesias nos sumen aún más en el descrédito, espantan inversiones, ridiculizan nuestro sistema de valores, emponzoñan la calma civil, desorientan al más pintado. Nos hacen más difícil la recuperación económica, más grave el deterioro, crispan las entrañas de nuestra convivencia.
Parece que, en su función de aplicadores de pegamento a la espuria coalición de Gobierno, y ante el innominoso silencio de Pedro Sánchez, algunos ministros procedentes de la debacle socialista han recibido instrucciones de repetir que tenemos una “democracia plena”, en tanto que la facción podemista ratifica la estupidez destructiva de su gallo alfa.
Las elecciones catalanas, convocadas anómalamente en plena pandemia, que decidirán mañana la incuestionable verdad de que tenemos un país dividido y una democracia secuestrada, volverán a confirmar que separatistas-oportunistas y constitucionalistas-marginalistas forman dos grupos irreconciliables entre sí y solamente justificados en sus alianzas por el ansia de poder de sus representantes.
Me hace gracia (aún tango ganas de sonrisa) que Vox suba drásticamente en sus expectativas de voto, que Ciudadanos se hunda en sus miserias, que el PP casi desaparezca y que el PSOE de Illa (Isla)-Sánchez afirme sin rodeos, como clave de su obvia campaña, que tiene en Común Podems los aliados naturales. Nada es gratuito. Es la consecuencia del silencio de los corderos. Que se confunde con que, al callar, otorgamos.
El futuro, perdóneseme la repetición, es demasiado importante para dejarlo en manos de los políticos.
¿Qué hubiera votado Felipe González? ¿Suárez? ¿Ramón Tamames?
Del primero, se dispone de declaraciones públicas que nos dan una pista. El segundo ha fallecido hace tiempo (supongo te refieres a Adolfo Suárez, ex presidente en la Transición y por la Transición) y elucubro que no votaría. De Tamames, podría esperarse cualquier decisión de voto.