Sobre uno de los bancos de la plaza de Zocodover, alguien (un turista inglés, probablemente), había olvidado las hojas sobre Sevilla que había recortado de una guía sobre España. Cuando repasaba la exultante descripción acerca de Sevilla y sus encantos, -“Sevila doesn´t have ambience, it is ambience”, me preguntaba qué le falta a Toledo.
La pregunta carece de voluntad provocadora, puesto que el bello conjunto de la ciudad enclavada en un entorno de insuperable fuerza paisajística, es permanente motivo de inspiración para pintores y fotógrafos y, a cualquier hora del día y bajo cualquier climatología, sugiere al ánimo más frío de quienes lo contemplen, evocaciones de paz y misterio. La parte antigua de la ciudad imperial posee tales y tantos monumentos, sobrados de empaque e historia, y su solar está tan lustrado por sucesos relevantes de la Historia de España y del mundo, que harían palidecer la hipotética pretensión de primacía de la que alardeara cualquier otra población turística europea.
Sin embargo, Toledo no es una ciudad cómoda, ni para el turista ni para quienes la habitan. La ciudad vieja, en donde se concentran los edificios históricos, con sus pendientes y callejas, padece de problemas propios, pero, también, en gran medida, provocados o consentidos.
Para el turista, su visita a Toledo está enfocada a pasar un par de horas en ella, desde la superficialidad de aquel que visita un museo plagado de reliquias, pero del que solo interesa poder decir “estuve allí”. Hordas de visitantes, guiados normalmente por un especialista en vulgarizar historietas, recorren su calle del Comercio -estrecha calle que conecta siguiendo una línea de nivel, la plaza de Zocodover con la de la catedral-. y, cumplida la ceremonia de tocar con la mano San Juan de los Reyes y comprar unos mazapanes, se vuelven, dichosos, a los autobuses, para pernoctar en Madrid o apurar el ave hacia Sevilla.
Los turistas españoles de visita en la ciudad, en realidad, en su inmensa mayoría autodidactas en la conducción de su ignorancia por las calles de Toledo, no lo hacen muy distinto a los alóctonos, salvo quizá por su especial predilección a atiborrarse de cordero o cochinillo en algún restaurante recomendado, o, si viajan con niños, a cumplir con la ceremonia de tomarse unos menús de hamburguesa en Zocodover o una paella descongelada en cualquier bareto que encuentren en su camino de ida vuelta para pasar un festivo y “conocer Toledo”.
Toledo no es eso, y, además, es mucho más de lo que puede verse en unas horas. Hay que darle la vuelta a la oferta toledana, y emprender la acción con inteligencia, buen gusto, sentido histórico y turístico, y una determinación honesta e implacable. Para empezar, se deben revisar las ofertas comerciales, orientando a los inversores respecto a lo que merece la pena, y, en un mismo sentido, coordinándolas en lo posible. No son los ridículos suvenir, las tiendas de tres al cuarto, los restaurantillos de menú del día a base de carcamusas y pollo rebozado lo que sostiene, de forma consistente, el atractivo no histórico de una ciudad.
Es imprescindible señalar itinerarios sobre la ciudad, alternativas a paseos sobre ella, unos que conduzcan al río Tajo (un excelente paseo ribereño que no está promocionado, por cierto, y que tiene propensión a mostrarse en abandono) y otros que permitan acceder a los monumentos de la ciudad desde distintas curvas de nivel, ángulos y trayectos. Me parece clave revisar qué se cuece tras las paredes de todos y cada uno de los inmensos edificios que actúan a modo de murallones defensivos imponentes, obstaculizando vistas y recubriendo las calles de misterio, silencio y sensación de abandono.
Hay que negociar con las instituciones (en su mayor parte, eclesiásticas, ya que los caserones son propiedad de órdenes monásticas) la apertura de esos espacios, y, en su caso, darles nuevos destinos, complementarios o alternativos. No me he recuperado de aquel momento en que, deseando situar un convento toledano al que pretendía rendir culta visita, abordé a dos monjas en la calle, -una, anciana; la otra, en la flor de su juventud-, preguntándoles por él. “No tenemos ni idea” -fue la desolada respuesta de la más joven. “La madre es la primera vez que sale del convento en muchos años, y lo hace porque vamos al médico. Y yo vengo de Bolivia”.
(continuará)
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