Al socaire

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El melón de Toledo

29 octubre, 2015 By amarias Deja un comentario

Toledo desde la Biblioteca

Sobre uno de los bancos de la plaza de Zocodover, alguien (un turista inglés, probablemente), había olvidado las hojas sobre Sevilla que había recortado de una guía sobre España. Cuando repasaba la exultante descripción acerca de Sevilla y sus encantos, -“Sevila doesn´t have ambience, it is ambience”, me preguntaba qué le falta a Toledo.

La pregunta carece de voluntad provocadora, puesto que el bello conjunto de la ciudad enclavada en un entorno de insuperable fuerza paisajística, es permanente motivo de inspiración para pintores y fotógrafos y, a cualquier hora del día y bajo cualquier climatología, sugiere al ánimo más frío de quienes lo contemplen, evocaciones de paz y misterio. La parte antigua de la ciudad imperial posee tales y tantos monumentos, sobrados de empaque e historia, y su solar está tan lustrado por sucesos relevantes de la Historia de España y del mundo, que harían palidecer la hipotética pretensión de primacía de la que alardeara cualquier otra población turística europea.

Sin embargo, Toledo no es una ciudad cómoda, ni para el turista ni para quienes la habitan. La ciudad vieja, en donde se concentran los edificios históricos, con sus pendientes y callejas, padece de problemas propios, pero, también, en gran medida, provocados o consentidos.

Para el turista, su visita a Toledo está enfocada a pasar un par de horas en ella, desde la superficialidad de aquel que visita un museo plagado de reliquias, pero del que solo interesa poder decir “estuve allí”. Hordas de visitantes, guiados normalmente por un especialista en vulgarizar historietas, recorren su calle del Comercio -estrecha calle que conecta siguiendo una línea de nivel, la plaza de Zocodover con la de la catedral-. y, cumplida la ceremonia de tocar con la mano San Juan de los Reyes y comprar unos mazapanes, se vuelven, dichosos, a los autobuses, para pernoctar en Madrid o apurar el ave hacia Sevilla.

Los turistas españoles de visita en la ciudad, en realidad, en su inmensa mayoría autodidactas en la conducción de su ignorancia por las calles de Toledo, no lo hacen muy distinto a los alóctonos, salvo quizá por su especial predilección a atiborrarse de cordero o cochinillo en algún restaurante recomendado, o, si viajan con niños, a cumplir con la ceremonia de tomarse unos menús de hamburguesa en Zocodover o una paella descongelada en cualquier bareto que encuentren en su camino de ida vuelta para pasar un festivo y “conocer Toledo”.

Toledo no es eso, y, además, es mucho más de lo que puede verse en unas horas. Hay que darle la vuelta a la oferta toledana, y emprender la acción con inteligencia, buen gusto, sentido histórico y turístico, y una determinación honesta e implacable. Para empezar, se deben revisar las ofertas comerciales, orientando a los inversores respecto a lo que merece la pena, y, en un mismo sentido, coordinándolas en lo posible. No son los ridículos suvenir, las tiendas de tres al cuarto, los restaurantillos de menú del día a base de carcamusas y pollo rebozado lo que sostiene, de forma consistente, el atractivo no histórico de una ciudad.

Es imprescindible señalar itinerarios sobre la ciudad, alternativas a paseos sobre ella, unos que conduzcan al río Tajo (un excelente paseo ribereño que no está promocionado, por cierto, y que tiene propensión a mostrarse en abandono) y otros que permitan acceder a los monumentos de la ciudad desde distintas curvas de nivel, ángulos y trayectos. Me parece clave revisar qué se cuece tras las paredes de todos y cada uno de los inmensos edificios que actúan a modo de murallones defensivos imponentes, obstaculizando vistas y recubriendo las calles de misterio, silencio y sensación de abandono.

Hay que negociar con las instituciones (en su mayor parte, eclesiásticas, ya que los caserones son propiedad de órdenes monásticas) la apertura de esos espacios, y, en su caso, darles nuevos destinos, complementarios o alternativos. No me he recuperado de aquel momento en que, deseando situar un convento toledano al que pretendía rendir culta visita, abordé a dos monjas en la calle, -una, anciana; la otra, en la flor de su juventud-, preguntándoles por él. “No tenemos ni idea” -fue la desolada respuesta de la más joven. “La madre es la primera vez que sale del convento en muchos años, y lo hace porque vamos al médico. Y yo vengo de Bolivia”.

(continuará)

Publicado en: Actualidad, Cultura Etiquetado como: ciudad histórica, cochinillo, convento, cordero, hamburguesa, monja, monumento, San Juan de los Reyes, Sevilla, suvenir, Toledo, turismo, visita, Zocodover

Mi diccionario desvergonzado: Colutorio, descomposición, examen, folleto, monja, percance, sentencia

21 julio, 2014 By amarias Deja un comentario

(Retomo aquí, aprovechando el tiempo veraniego y el relax intelectual, Mi diccionario desvergonzado, cuya primera edición creo que está agotada en alguna parte)

colutorio.- 1. Agua con sal y algunos edulcorantes que se vende, en los comercios de ultramarinos, como bebida refrescante que no suele ingerirse. 2. Lugar con cabinas desde donde se puede llamar a Lanitoamérica por poco direno.

descomposición. 1. Reacción típica del organismo en período de vacaciones  después de comer moluscos o crustáceos en un chiringuito  playero. 2. Dícese de un procedimiento de elaboración de alimentos cocinados, por el que al producto así maltratado se le llama desestructurado, y para el que se necesitan aparatos de laboratorio. Fue muy utilizado en restaurantes caros -hoy, casi todos, cerrados-, y por este recurso extra culinario se intentaba convencer al comensal de que había merecido la pena pagar tanto dinero por engullir pequeñas cantidades de algo que recordaba vagamente a la cocina tradicional. Véase chiringuito, desestructurar, laboratorio.

monja.- 1. Persona de avanzada edad, vestida a la antigua usanza medieval, que sufre de flebitis, y que va normalmente acompañada de otra mucho más joven, de tez oscura y rostro sonriente, llamada novicia, que lleva similares ropajes y avíos, aunque de color más blanco los primeros y más pesados los segundos. 2. Dícese, por exageración, de la joven que está preparando oposiciones, para indicar que no tiene contacto carnal, más que con los libros que subraya, con los que incluso se acuesta.

percance.- Situación inesperada, de origen y naturaleza muy variadas, considerada de poca entidad salvo que la sufra uno mismo.

examen.- 1. Prueba o evaluación muy difícil de superar, a no ser que se conozcan previamente los resultados. 2. Operación por la que se trata de descubrir los menores defectos de un producto, con el fin de rebajar su precio; si se le añade algún adjetivo, como, por ejemplo, cuidadoso, escrupuloso, ginecológico o rectal, puede llegar a ser muy desagradable.

folleto.- 1. Conjunto de hojas de colorines en donde se pretende explicar, en lenguaje ininteligible, cómo funciona un aparato, al que se acude una vez que se ha estropeado o roto por razón de su erróneo manejo. 2. Presentación escrita de las bondades de una empresa o corporación, a la que conviene no hacer mucho caso, y exigir una prueba fehaciente.

sentencia.- 1. Expresión que quien la emite considera afortunada, y por la que se pone fin aparente a una pendencia. 2. En los foros jurídicos, conclusión a la que llega un magistrado, después de cierto tiempo de tener encima de su mesa, sin haberlo mirado, un montón de papeles. Estos legajos, que crecen de forma desmesurada por poseer vida propia, alimentados por manuales denominados Leyes procesales,  son llamados, sin que se conozca la verdadera razón, autos, ya que en raras ocasiones conducen a quienes los han puesto en circulación al resultado deseado por ellos y, desde luego, correr, lo que se dice correr, no corren.

(continuará)

 

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Cuento de primavera: Las tremolinas

27 mayo, 2014 By amarias Deja un comentario

-Yo he oído hablar de ellas -dijo Juripando- es una cofradía formada exclusivamente por mujeres. Su modelo, según tengo entendido, es Catalina Erauso, la monja alférez, que, por cierto, era hermafrodita.

Peronicia protestó con energía que pareció desproporcionada.

-No, no. Te estás confundiendo con otra agrupación, supongo. Nosotras defendemos la necesidad de insuflar un aire fresco a esta sociedad que ha perdido sus valores. Tremolina significa eso, viento que purifica.

Susiela no pudo contenerse, y, llevada más por la curiosidad que por el afán de enzarzarse en una polémica, comentó:

-¿Cómo podéis pretender cambiar nada de esta sociedad desde la ignorancia? ¿Qué pueden, mujeres vírgenes, aportar al cambio de costumbres, desde una posición trasnochada y retrógrada?. El mundo avanza sin parar. No hay vuelta atrás, y caminamos hacia la libertad total, rompiendo las cadenas.

Ante esa impetuosa reacción, la explicación de Peronicia sonó a cristales que se rompen.

-Tengo voto de castidad, es cierto. Pero no soy virgen. En verdad, y espero no escandalizar a nadie, he trabajado en un burdel. Incluso, aunque no voy a dar nombres, he tenido como clientes a alguno de vosotros.

Urgiondo enrojeció. Su azoramiento le impidió ver que no era el único que se había sentido incomodado por aquella revelación. Balisondo que, sin duda, contaba con más claves de las que había expuesto hasta entonces, pretendió hacer un resumen de lo que llevaban expuesto.

-Vaya, vaya. Nuestra posición respecto al amor, al retirarse algunos velos de nuestra modestia, están dejando al descubierto ciertas contradicciones. Tenemos aquí presentes, el amor maduro, construido en la complicidad recíproca, que representan Jurispando y Welory. Está también el impulso pasional, juvenil a pesar de la diferencia de edad, que veo encarnados en Sacarindo y Susiela. Urgiondo y Carminolina -y espero que no os sintáis ofendidos- me parecéis, por lo que conozco del estado de vuestra relación, prisioneros de un vínculo roto. Peronicia acaba de exhibir una experiencia previa que le conduce, y ella sabrá por qué, hacia el misticismo. Nos falta…

Carminolina le interrumpió.

-No entiendo por qué tienes que encasillarnos. A nosotros, especialmente. ¿Qué representáis, por cierto, Maicosenda y tú? ¿Os consideráis por encima de todos nosotros? ¿Vais de dioses, o qué?

Si la pregunta iba dirigida a Balisondio, Maicosenda recogió el testigo, encontrando, quizá, las frases más largas y contundentes que había pronunciado en mucho tiempo.

-No te enfades, Carminolina. Estamos entre amigos, y tenemos una edad…casi todos -puntualizó- en que los secretos duelen más si no se comparten. ¿Sabes cómo me llama Balisondio cuando hacemos eso que se llama el amor?…

Todos la miraron.

-Me llama Carminolina…

Las miradas se concentraron, alternativamente, en las dos mujeres. Urgiondo, situado en medio de ellas, se levantó a recoger algo de la mesa. Pero no tenía hambre, y confuso, tropezó ligeramente con el camarero que, como una estatua de yeso, participaba, con su silencio, en el debate.

-Bueno, pues ya estamos todos al descubierto -sentenció, sin expresar emoción, Balisondio-. Nos falta solamente quién pueda representar el amor homosexual, para estar completos. Aunque, en mi observación de la naturaleza humana, soy de la opinión de que todos tenemos un componente homosexual, más o menos reprimido…

El camarero abrió la boca por primera vez, para decir algo que no tenía que ver ni con las bebidas ni con los canapés.

-No falta, si es que me admiten a la conversación. Yo soy homosexual, como tal vez hayan advertido algunos de ustedes.

Desde la cocina llegó un olor a quemado.

-¡Se están quemando las croquetas! -gritó Maicosenda, que se precipitó, abandonando su silla, hacia el lugar de donde provenía el tufo a aceite hirviendo.

(continuará?)

 

Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado como: amor, banquete, cuento, cuento de primavera, homosexual, lésbico, merienda, monja, Platón, tremolina

Cuento de primavera: Algo de picante

26 mayo, 2014 By amarias Deja un comentario

-Me gustaría romper el hielo. Como creo que soy la más joven, admito que tengo menos experiencia -comenzó la hermosa Susiela, enrojeciendo a medida que advertía la intensidad de las miradas puestas sobre ella-. Estoy segura de que cada uno de nosotros tendrá una idea del amor diferente. Deberíamos ponernos de acuerdo previamente sobre qué es el amor. Yo…creo que es… algo muy bonito.

La joven se dio cuenta de que había dilapidado la atención con su final edulcorado. Notó las mejillas ardientes y se calló, bebiendo el último contenido de su copa de espumoso.

-Podemos ir caminando de pregunta en pregunta, o de definición en definición, hasta la ignorancia absoluta -intervino, terca, Covelanta, con su voz templada de soprano-.  A veces es preferible delimitar lo que algo no es, lo que nos devuelve al contrarecíproco. El amor, para mí, es lo que nos perdemos cuando no amamos a nadie. No está en la soledad, sino en la compañía. No se encuentra en lo que disfrutamos a solas, sino en lo que compartimos.

-Dale con el contrarecíproco. ¿No podíamos ser más normales?. Porque esto no es un examen, supongo. Hemos venido a un cumpleaños, no a un interrogatorio -dijo Urgiondo, con la boca ocupada por un canapé demasiado grande, que acababa de coger de la bandeja que le ofrecía el camarero. “No debería haber hablado con la boca llena”, pensó primero; y luego: “Tal vez no debería haberme mostrado desagradable con Covelanta”.

Urgiondo sospechaba que Carminolina estaba detrás de la insólita propuesta de Balisondo. Sacarindo creía que Maicosenda había invitado a Covelanta -de lo que no le había avisado- para ridiculizar su relación con Susiela, a la que, con un gesto que confiaba no habría sido visto, creyéndola dispuesta a volver a intervenir, recomendó calma; situado entre Welory y Peronicia, acostumbrado a lidiar en ruedos difíciles, sabía que había que esperar a que la bestia cuadrase antes de entrar a matar.

Pero, ¿por qué se le había ocurrido tal cosa?

Consciente de que los asistentes no estaban aún dispuestos para disquisiciones elaboradas, Balisondo quiso aportar nueva munición, utilizando lo que creía su autoridad dentro del grupo. En su cumpleaños, mantener la dinámica de forma pacífica era su responsabilidad.

-Estoy muy de acuerdo con lo que indica Susiela de que evolucionamos a medida que nos hacemos mayores. Pero estoy convencido de que eso no tiene que ver con el amor, sino con el instinto de supervivencia. Y por ello, no es ni feo ni bonito, sino imprescindible. Necesitamos la protección de los otros, y ese escudo puede ser más o menos numeroso según el tipo de peligro que nos acecha. El grupo, la manada, la secta, nos sirve en la mayoría de las ocasiones, siempre que evitemos los laterales. Pero en las cuestiones trascendentes, preferimos seleccionar la compañía, intimar con ella.

Todos le escuchaban atentamente, pues concedían a Balisondo una capacidad de análisis especial, no exenta de un cierto dogmatismo. El camarero volvió a pasar entre los asistentes, llenando las copas con la bebida que habían elegido antes. “No, gracias, yo no beberé más”, rechazó Peronicia, cuyo rostro era de una palidez marmórea. Urgiondo se quedó mirándola, absorto. Le recordaba a alguien.

Balisondo guardó silencio mientras el camarero cumplía con su trabajo, por lo que la continuación de su exposición apareció aún más enfática (“No te enrolles, maestro”, se oyó decir a Sacarindo):

-El sexo cumple una función importante de catalizador momentáneo del interés por el otro, aunque no tiene nada, o muy poco, que ver con el amor. Cuando somos  jóvenes, dejamos que predomine la pasión, ya que no concedemos importancia a nuestra temporalidad. Incluso solemos confundir el “nosotros” de la lujuria, con el “yo” del egoísmo, que es el verdadero y único destinatario de la búsqueda de satisfacción. En esa época, al menos los hombres, antes que compartir lo que sentimos con una sola persona, buscamos la protección genérica del grupo, diluyendo nuestra individualidad en él. Es la consciencia de nuestro envejecimiento, y, en especial, de la realidad de la muerte,  de la muerte concreta, que es la nuestra, nos empuja a apoyarnos en un “otro” concreto. Nos preguntamos entonces, qué es lo que puede aportarnos esa relación.

Como casi siempre que Balisondo exponía una idea, pocos de sus amigos la entendían a la primera, pero tenía la virtud de que los motivaba para hablar.

Juripando y Welory, que habían permanecido en silencio, abrieron la boca para intervenir al mismo tiempo. Welory era extranjera, pero hablaba perfectamente nuestro idioma, gracias no solo a Juripando, sino a otras parejas anteriores, que la habían introducido en los modismos de esta complicada lengua. No estaban casados, ni se lo planteaban. Hacía más de quince años que vivían juntos. Era curioso: se habían conocido en el funeral de la esposa de Juripando, fallecida de un cáncer.

-Teng…había dicho Welory, que se calló para dejar la palabra a Juripando. Este, que era ingeniero nuclear, sonrió, y se levantó del asiento, siguiendo un impulso.

-Perdonad que trate de poner algo de orden al debate, para no perdernos. El amor puede que no exista, pero da sentido a la vida. Puede que sea un espejismo, pero nos concede esperanza. Puede que esté -¡o no!- contaminado con el sexo, pero es placentero en sí mismo.  No necesitamos inventarlo,  advertimos su presencia, como un estímulo especial del resto de los sentidos -la vista, el oído, el tacto, el gusto, el olfato,…-, cuando nos encontramos al lado de muy concretas personas.

Maicosenda no tenía el don de la palabra, por lo que prefería servir de enlace a otras intervenciones:

-Tal vez Sacarindo pueda ilustrarnos sobre esa sutil diferencia entre el amor y el sexo… -sugirió, sabiendo que el interpelado no lo tomaría como algo ofensivo.

-Perdón, estaba distraído -disimuló Sacarindo, que estaba sintiéndose incómodo, sin comprender la razón-. ¿De qué va el tema? ¿De sexo, de amor?…Si este selecto auditorio pretende que cuente mis experiencias, necesitaré más vino. Al fin y al cabo, esto era una cena, no un estriptís.

Y se levantó para coger de la bandeja que sostenía el camarero, de pie, con cara de póker, una copa de vino.

Urgiondo había creído detectar un fondo de simpatía en Peronicia y estaba preparado para prospectar la profundidad de aquella insinuación. Con un tono que fue consolidándose mientras hablaba, trató de desplegar, como acostumbraba cuando se encontraba ante una mujer interesante, su capacidad de seducción.

-Confirmo que las relaciones que se construyen en la madurez son más sólidas que las que se empiezan en la adolescencia. El proyecto común es fundamental. Pero lo paradójico es que los hijos vienen, al menos -se corrigió- así era en mi época, cuando aún no se está preparado para una relación duradera. Los hijos se convierten en la trampa de la naturaleza para ligarnos a una relación cuya viabilidad está por comprobar. Deberíamos hacer como los leones, que dejan la educación de sus crías en manos de las hembras. Verdad, ¿Peronicia?

No sabría explicar por qué interpeló a Peronicia, que se sobresaltó. Cuando terminó de hablar, dudando aún de haber sido lo brillante que hubiera deseado, sintió el pellizco doloroso de Carminolina, que estaba a su lado. “Se te ha visto el plumero”, le comentó al oído, lo que, pronunciado en aquel preciso momento, le intrigó.

Peronicia, dejó su copa en el suelo y se dispuso a hablar. No había sido presentada a todos los asistentes por Covelanta, por lo que se creyó en la necesidad de hacer una pequeña introducción de sí misma.

-Yo no tengo hijos -explicó-. Ni pienso tenerlos. Tengo voto de castidad. Soy monja tremolina. Lo cual…no quiere decir que no entienda lo que es la sexualidad. Pero, sobre todo, me parece que puedo expresar lo que, para mí, es el amor. No es lo que se comparte, sino que está en lo que se da. Hay un amor grande, que es el amor a Dios, y otro más pequeño, que se tiene a uno mismo. La religión nos dice que hay que amar a los demás como a uno mismo, porque hay que darles tanto como nos damos a nosotros. El amor es sacrificio, y en el mismo sacrificio encontrará el que lo da, su mejor recompensa. En este mundo, pero, sobre todo, allí donde está puesta nuestra esperanza, en el otro, en el Paraíso. Un amor sin sacrificio no es amor, sino interés. En el Paraíso solo habrá Amor, y ya no será necesario el sacrificio, porque en ese Amor estará la recompensa eterna.

Posiblemente fue Urgiondo el que convirtió en especialmente espeso, casi impenetrable, el silencio que siguió a estas palabras. Por fortuna, fue Welory la que encontró la forma de seguir adelante, con una curiosidad:

-¿Monjas tremolinas? Nunca había oído hablar de esa orden.

(continuará)

Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado como: amor, banquete, castidad, cuento, cuento de primavera, discusión, merienda, monja, Platón, sexo

Cuento de invierno: La leyenda del estudiante mendaz

28 febrero, 2014 By amarias Deja un comentario

Toledo, como ciudad antigua y mosaico cultural y cosmopolita, alberga múltiples leyendas.

Pasear despreocupadamente por las callejas del casco antiguo, dejarse seducir por los olores de los potajes que se cocinan tras los postigos cerrados, toparse de pronto con adarves y superar codos y recovecos que parecen a primera vista intraspasables, es una aventura a la que todo visitante debería dedicarse, abandonando los caminos trillados por donde guías sin mucho fondo cultural conducen a diario a miles de aborregados turistas de mata en mata, de monumento en tienda de objetos made in China y tiro porque me toca cobrar la comisión.

Lo ideal sería poder penetrar en la quietud misteriosa de los muchos conventos de clausura, en donde cabe  imaginar que, tras los espesos murallares y las rejas de complicada factura, algunas monjas ya muy ancianas cuidadas por jóvenes novicias dejan trascurrir, entre rezos e imágenes que refieren horrores, horas de contemplación en muy profundos misterios, entretejiendo la madeja de su devoción con los hilos de la imaginación que otros, libres y fuera de esas cárceles, les dejaron.

En uno de esos conventos toledanos -hoy  lamentablemente destruido por la falta de vocaciones, el abandono oficial y, mirando desde más lejos, la desamortización y las guerras civiles-, hace unos cuatrocientos o quinientos años, vivía recluida, entregada por ajena voluntad a la mayor gloria de Dios, una hermosa muchacha, de piadoso nombre Lumersinda del Santo Sepulcro.

Su natural belleza, incluso aunque estaba ayuna de cremas y cualesquiera afeites, no podía enmascararse ni mantenerse oculta por más que se amontonaran sobre sus túrgidas carnes velos o ropajes. Así sucedió que un toledano, estudiante a la sazón de leyes en Salamanca, (hijo bastardo, aunque único, de quien fuera uno especial de entre los muchos caballeros principales de Toledo, alcaide de torre con derecho a pontazgo,  y de una modistilla jacarandosa de los arrabales) , olisqueó la apetitosa presa y, como castellano aficionado a la caza y a salirse con la suya, tomó medidas para hacerla suya, por las buenas, o  con artes y engaños de los malos si erraba en las primeras.

Martín Lope de Buenacasa, que así se llamaba el ya no tan joven muchacho, -pues rondaba la treintena-, portador del ilustre apellido que le diera su padre al reconocerle, incorporando a su rama genealógica el fruto del desliz mundano con la costurera, era amigo de juergas y aventuras.  Herencia también de aquel viejo casquivano que, en su lecho de lecho de muerte, al saber por el ama que lo atendía que se mantendrían sus genes vivos en este valle de lágrimas, llamó llamar a Martín, lo sacó de porquerizo, lo cubrió de besos y lo encaminó a Salamanca para que un tutor de los de paciencia infinita lo hiciese digno de llevar levita. toga o caperuzón frailuno.

Pero no resulta fácil mudar de vicios, y Martín, aunque avanzaba en los estudios a trompicones, siguió siendo de natural voluble y, con dineros, más antojadizo.

Cuando cayó en la cuenta del valor venal de lo que en el convento se guardaba, -por una confidencia de uno de los abaceros que suministraban de vituallas a las reclusas del sagrado recinto, que entonces, floreciente, alcanzaban el mágico número de sesenta y nueve-, fingiéndose menestral, especialista en bacalaos y hasta arreglador de monumentos, -unas veces, con bigote, otras embozado, cuando solo, tal vez con cómplices, en horas muertas como en horas santas, pasó como quien lava todas sus vacaciones de Cuaresma, al otro lado de los muros.

Usó tantas argucias que se hizo habitual y parte misma del paisaje pétreo, sin despertar sospechas porque se arrodillaba o santiguaba. fingiendo devoción, en cada esquina. Y el mismo día de Sábado santo, entre melindres y dulces amenazas, usando las manos al tiempo que los pies, mientras procesionaban las cofradías, sedujo a la infeliz, haciéndola encontrar un barrunto del cielo entre las sábanas.

Sería vano, escaso y torpe el cuento si ahí quedara la cosa. El joven de la Buenacasa era en Salamanca, obvio, de todo conocido menos como buen alumno. No se le echó de menos en la celebérrima ciudad universitaria, porque dejó encargado a un criado de contestar por el al pasar lista. Después de aquella Cuaresma, alegando escusas e invenciones de toda calaña, pasó los días dedicado a Toledo más que a Salamanca -fuera por huelga de órdenes menores o mayores, ya por causa del Corpus o del Animus, ya con el tema de celebrar la expulsión de los judíos, o a cuenta de la mayor gloria por la conquista de Granada, etc- . Descuidó de cabo a rabo los estudios de filosofía y derecho, sacrificándolos por los que entendía de más inmediato provecho, a saber, anatomía y enología, haciendo, de paso, más directo el camino para la condena eterna de la novicia, de los abaceros que le encubrían y de él mismo, por los pecados tan graves que unos ejecutaban, otros favorecían y algunos amparaban.

Hora es ya de decir que tenía este tipo enamoradizo, huérfano de ambos progenitores, fallecidos hacía algún tiempo de una de esas pestes que diezmaban Toledo, por única familia sobrevenida, una tía devotísima, hermana de su señor padre, corta de luces, que bebía los vientos celestiales por amor a una santa reciente, Lucía del Meringuete, con fama de milagrera y, en concreto, con especial solvencia para conseguir con la mano de santa que tenía, ante el que Todo lo puede, prebendas en las cosas académicas para aquellos fieles que estuvieran atascados en sus estudios.

Se decía de esa santa local que, como prueba habida en carne propia que, había aprendido de memoria, en las lenguas arameo, román  paladino y caldeo, la mayor parte del Antiguo Testamento (dejando a salvo el Deutoronomio), temerosa de que, cuando los últimos sarracenos invadieron, de vuelta a sus lugares de origen desde Covadonga y otros lugares del norte peninsular, en donde habían sido convencidos, la encomienda o que por gracia real se había concedido a su padre, quemaran  las Biblias del poblado. No lo llegaron a hacer, pasando de largo en su huída en tropel, pero la joven nunca se recuperó de aquel empacho.

La leyenda cuenta que la tía de Martín, conocedora de las dificultades para avanzar en los estudios del sobrino, e ignorante de lo mucho que tenía avanzado en las artes de Ovidio, prometió a esa Santa Lucía una parte de los dineros que guardaba de lo que su hermano dejara al holgazán rijoso con la condición de que se licenciara. Como quería ella misma entrar en el convento, y el tiempo le apremiaba, ofreció incluso los dineros propios a la Santa, si el estudiante conseguía aprobar en Salamanca la única asignatura que, tras muchos años de penar entre tutores,  le quedaba para graduarse.

-Esta Santa Lucía del Meringuete, que te digo tiene el poder de conseguir los aprobados en las más difíciles disciplinas -explicaba a su protegido- pero es menester que se la ayude en algo, poniendo de tu parte el desgaste de los codos.

-Nada quisiera yo más que liberarte de la penosa administración de los bienes de mi difunto padre, al que no tuve mucha oportunidad de conocer, pero al que dices que tanto me parezco. No dudes, tía, de mi aplicación y entrega, pues no tengo la cabeza dedicada a otra cosa más que para repasar, una y otra vez, hasta la extenuación, la asignatura esa que me quedó atravesada -replicaba el mendaz sobrino-.

-¿Y qué asignatura es ésa, querido Martín, para que pueda recomendarte a Santa Lucía del Meringuete como  corresponde, sin confusión alguna? -se interesó en que le precisara la devota anciana.

-Filosofía del derecho canónico en la ciencia de San Isidoro de Sevilla, San Agustín de Cremona, Santa Teresa de Avila y otros padres y  madres de la Iglesia -le contestó Martín.

-Largo nombre para una asignatura, que no se si será conocida en ese detalle allá en el cielo. La rezaré como Filosofía astronómica y la Santa sabrá a quién aplicar y por dónde mis oraciones -concluía la tía.

-Gracias, tía, -y le besaba las manos- y aún te daré más alegrías si me proporcionas, a crédito, algunos dineros más que de habitual de esos que a buen seguro podré disponer ya desde este mismo verano, por herencia justa. Que estando yo dedicado todo el tiempo a ir de la cama al pupitre y del banco de escolar al catre, y teniendo el cerebro lleno a rebosar de cosas aprendidas, se me están desgastando los trajes, jubones, gorros y calzas necesito reponerlos. Y no dudes que, con mi esfuerzo y la ayuda de esa Santa milagrosa, traeré el aprobado a esta digna casa, y aún matrícula y honores, porque cuento con llegar luego a obispo a poco que la divinidad me empuje con su oportuno soplo.

No puso, como es de suponer, nada de su parte el tuno. Juergas, infames borracheras, peleas por el juego y lances de amor, idas y venidas a Toledo, a Esquivias, a Illescas, a patios y almazaras -a veces confesadas, otras ocultas, unas entrando por las puertas, otras escalando muros o violentando rejas, bien con futuras monjas, con doncellas, con casadas, que todas fueron las aportaciones personales que hizo por pasar su tiempo.

Llegado el día de los exámenes, Martín  se sentó en el pupitre con tal resaca que fue incapaz de recordar lo que le habían preguntado y lo que había puesto como respuesta destinada. Así que dio por normal el suspenso, y preparó su escusa para la tía crédula y estaba haciendo los aperos para un viaje a Toledo y al convento para seguir con la aventura aquel verano

La tía devota rezó y rezaba, pidiendo por el aprobado del desgraciado, esperando alguna noticia salmantina.

Cuando recibió la nota de la prueba, Martín Lope de la Buenacasa, que no hubiera apostado por haber obtenido ni un dos sobre los diez,  se sorprendió con ver la papeleta de aprobado y, por ende, poder considerarse flamante licenciado.

Consciente de que nada había puesto de su parte, incapaz de darle otra explicación al suceso, lo atribuyó al poder de Santa Lucía del Meringuete para cambiar el rumbo de las cosas, a un milagro verdadero que le hiciera caer del caballo desbocado al que estaba subido, y, poniéndose de rodillas, temblando de emoción, temeroso de ser sometido a un castigo de rayo celestial o flamígero portento, prometió cambiar, hizo pintar su Víctor en la fachada con sangre propia, y se hizo fiel devoto de la Santa para el resto de sus días, agenciándose de un artista imaginario varias estampas de aquella bienaventurada que, a saber, bien le había cambiado el examen o guiado la mano por los caireles de una sabiduría que no tenía.

Huelga decir, para quienes están al tanto de cómo suceden esas cosas, que una vez que el holgazán monjillero se encontró con el diploma y vio el camino expedito al obispado, dejó de vérselas con la doncella enclaustrada, tomó negros hábitos y pasó a mantener un tono discretísimo en todo, fuera de lo que se atuviera a los oficios.

No pudo enterarse así que la joven fue sacada de su convento toledano, mudada desde las clarisas a las franciscanas o teresianas (o al revés), todo por orden expresa de su padre, y llevada a otro lugar, a una tierra indígena que hoy es llamada Misiones, en Santa Cruz de la Sierra, casi en la frontera entre Bolivia y Brasil.

No le interesaron ya las sábanas crespas del convento, aunque estuvieran enmollecidas con carnes frescas, sino los linos episcopales, que alcanzó rápido, por su seriedad, devoción y respeto y lo encendido de sus discursos y pláticas.

¿Qué había pasado? Aquí viene lo bueno.

Cuenta la leyenda que, en realidad, el no tan joven estudiante, borracho y resacoso como estaba el día del examen, no acertó a dar pie con bola, pero llenó una y hasta varias hojas con lo primero que se le iba viniendo a la cabeza. Como la tenía muy ocupada, en los resquicios que le dejaba el alcohol, con su torpeza y vehemencia sexual, contó, entre majaderías ininteligibles, la aventura concreta que mantenía con una novicia, con detalles bastantes que el corrector de la prueba, que era su  padre, el doctor Furgensido Rodríguez Calvo, descubrió que la seducida era su hija, a quien había destinado a las cuatro paredes para que le sirviera de perdón a sus propìos pecados juveniles.

Por eso, aunque estaba claro que el estudiante merecía un suspenso y aún que le cortaran lo sano con estilete, siendo el doctor Rodríguez hombre sosegado, pero de decisiones solemnes, aprobó al estudiante para perdérselo de vista y sacó a su hija de aquel convento que tan mal la guardaba para embarcarla al otro lado del océano, lo que hizo, por cierto, siguiendo la misma ruta que la que tomó Cristóbal Colón en una de sus últimas expediciones a las Américas.

Esta es la leyenda o tal vez historia verdadera que oí a un canónigo comentar mientras estaba buscando la salida de una calle en lo que fue judería de Toledo y, como tengo por costumbre, sabiendo que lo mejor para superar un embrollo es ir detrás de alguien que parezca conocer el camino, fui siguiendo a un grupo, en el que el que hablaba, que parecía tonsurado, contaba, más o menos, lo que dejo escrito.

Fue el caso, sin embargo, que no me condujeron, como había confiado, fuera de la judería, sino que me encontré plantado, ante un portón abierto en sillarejo toledano, que se abrió par dejar pasar a la comitiva que me precedía y a mi me dejó con un palmo en las narices.

Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado como: convento, cuento, cuento de invierno, Esquivias, leyenda, Misiones, monja, novicia, pecado, rijoso, Toledo, tonsurado

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