Al socaire

Blog personal de Angel Arias. La mayor parte de los contenidos son [email protected], aunque los dibujos, poemas y relatos tienen el [email protected] del autor

  • Inicio
  • Sobre mí

Copyright © 2023

Usted está aquí: Inicio / Archivo de convento

El melón de Toledo

29 octubre, 2015 By amarias Deja un comentario

Toledo desde la Biblioteca

Sobre uno de los bancos de la plaza de Zocodover, alguien (un turista inglés, probablemente), había olvidado las hojas sobre Sevilla que había recortado de una guía sobre España. Cuando repasaba la exultante descripción acerca de Sevilla y sus encantos, -“Sevila doesn´t have ambience, it is ambience”, me preguntaba qué le falta a Toledo.

La pregunta carece de voluntad provocadora, puesto que el bello conjunto de la ciudad enclavada en un entorno de insuperable fuerza paisajística, es permanente motivo de inspiración para pintores y fotógrafos y, a cualquier hora del día y bajo cualquier climatología, sugiere al ánimo más frío de quienes lo contemplen, evocaciones de paz y misterio. La parte antigua de la ciudad imperial posee tales y tantos monumentos, sobrados de empaque e historia, y su solar está tan lustrado por sucesos relevantes de la Historia de España y del mundo, que harían palidecer la hipotética pretensión de primacía de la que alardeara cualquier otra población turística europea.

Sin embargo, Toledo no es una ciudad cómoda, ni para el turista ni para quienes la habitan. La ciudad vieja, en donde se concentran los edificios históricos, con sus pendientes y callejas, padece de problemas propios, pero, también, en gran medida, provocados o consentidos.

Para el turista, su visita a Toledo está enfocada a pasar un par de horas en ella, desde la superficialidad de aquel que visita un museo plagado de reliquias, pero del que solo interesa poder decir “estuve allí”. Hordas de visitantes, guiados normalmente por un especialista en vulgarizar historietas, recorren su calle del Comercio -estrecha calle que conecta siguiendo una línea de nivel, la plaza de Zocodover con la de la catedral-. y, cumplida la ceremonia de tocar con la mano San Juan de los Reyes y comprar unos mazapanes, se vuelven, dichosos, a los autobuses, para pernoctar en Madrid o apurar el ave hacia Sevilla.

Los turistas españoles de visita en la ciudad, en realidad, en su inmensa mayoría autodidactas en la conducción de su ignorancia por las calles de Toledo, no lo hacen muy distinto a los alóctonos, salvo quizá por su especial predilección a atiborrarse de cordero o cochinillo en algún restaurante recomendado, o, si viajan con niños, a cumplir con la ceremonia de tomarse unos menús de hamburguesa en Zocodover o una paella descongelada en cualquier bareto que encuentren en su camino de ida vuelta para pasar un festivo y “conocer Toledo”.

Toledo no es eso, y, además, es mucho más de lo que puede verse en unas horas. Hay que darle la vuelta a la oferta toledana, y emprender la acción con inteligencia, buen gusto, sentido histórico y turístico, y una determinación honesta e implacable. Para empezar, se deben revisar las ofertas comerciales, orientando a los inversores respecto a lo que merece la pena, y, en un mismo sentido, coordinándolas en lo posible. No son los ridículos suvenir, las tiendas de tres al cuarto, los restaurantillos de menú del día a base de carcamusas y pollo rebozado lo que sostiene, de forma consistente, el atractivo no histórico de una ciudad.

Es imprescindible señalar itinerarios sobre la ciudad, alternativas a paseos sobre ella, unos que conduzcan al río Tajo (un excelente paseo ribereño que no está promocionado, por cierto, y que tiene propensión a mostrarse en abandono) y otros que permitan acceder a los monumentos de la ciudad desde distintas curvas de nivel, ángulos y trayectos. Me parece clave revisar qué se cuece tras las paredes de todos y cada uno de los inmensos edificios que actúan a modo de murallones defensivos imponentes, obstaculizando vistas y recubriendo las calles de misterio, silencio y sensación de abandono.

Hay que negociar con las instituciones (en su mayor parte, eclesiásticas, ya que los caserones son propiedad de órdenes monásticas) la apertura de esos espacios, y, en su caso, darles nuevos destinos, complementarios o alternativos. No me he recuperado de aquel momento en que, deseando situar un convento toledano al que pretendía rendir culta visita, abordé a dos monjas en la calle, -una, anciana; la otra, en la flor de su juventud-, preguntándoles por él. “No tenemos ni idea” -fue la desolada respuesta de la más joven. “La madre es la primera vez que sale del convento en muchos años, y lo hace porque vamos al médico. Y yo vengo de Bolivia”.

(continuará)

Publicado en: Actualidad, Cultura Etiquetado como: ciudad histórica, cochinillo, convento, cordero, hamburguesa, monja, monumento, San Juan de los Reyes, Sevilla, suvenir, Toledo, turismo, visita, Zocodover

Cuento de primavera: El albacea

8 mayo, 2014 By amarias Deja un comentario

Hace algunos años, en una localidad enclavada en un paraje de tierras áridas, vivían dos hermanos, que se habían quedado huérfanos de sus padres cuando solo tenían cuatro y cinco años, respectivamente. Se llamaban Teodofrosia y Cucusfato, nombres que sus progenitores, devotos del Santoral extravagante, les habían impuesto en la ceremonia del bautismo, con la intención disculpable de dotarles de un nombre singular, ya que sus apellidos eran los de Fernández, González y García, por mucho que se ascendiera hasta la enésima rama de su árbol genealógico.

Al morir los papás en un desgraciado accidente, -fue general la conmoción en la comarca cuando el autobús que los conducía de vuelta al pueblo, tras haber ido a la ciudad por un asunto judicial, se salió de la calzada, encontrando ambos su muerte instantánea-, y con el fin de evitar que fueran entregados en adopción a desconocidos, los niños habían sido encomendados al único familiar que les quedaba, Sor María del Amor Dichoso, monja de clausura en un convento de las Agustinas Adoradoras, en el mismo pueblo de Guadalatejo, obtenida que fue la correspondiente dispensa del Sr. Obispo de la diócesis.

La educación que recibieron en tan singular escuela, fue, por decirlo de forma sencilla, incalificable. A Teodofrosia, se la orientó deliberadamente hacia la vocación religiosa, adquiriendo su alma la convicción de que había venido a este mundo para salvar, con su personal sacrificio, de la condena eterna al mayor número posible de descarriados, a base de apretarse más y más el cilicio, rezar de continuo y flagelarse a ratos en la soledad de su celda con un latiguillo de cuero.

A Cucusfato, hecho de otro pelaje, la continuada presencia entre mujeres, ciertamente de variadas edades entre las que predominaban las muy ancianas, pero en donde no faltaban algunas mozas de buen ver a las que sus variadas circunstancias habían conducido al claustro, la permanencia en el convento le llevó a desequilibrios sexuales y sensoriales, que el adolescente aliviaba como podía, con crecientes exigencias a medida que sus impulsos se concretaban.

Consciente de la situación, como la tensión iba in crescendo, la permanencia del joven Cucusfato en las paredes claustrales, fue valorada por las más añejas de las venerables monjas, como de todo punto insostenible. Y un cierto día, la madre superiora, ante la presencia de Sor María del Amor Dichoso, comunicó al muchacho, que tenía por entonces diecisiete años, que no era grata su presencia allí y que debía ganarse la vida fuera de aquellas paredes sacras.

-Nada podemos darte más de lo que ya recibiste de este lugar de pobreza y oración -le dijo la superiora, en tono adusto-. Es cierto que no pudimos darte un oficio, porque está claro que no tienes vocación al sacerdocio, pues tus impulsos hacia la carne te dominan.

Su tía, que padecía de juanetes y tenía muy mala circulación sanguínea, asentía. La priora, continuó su discurso de despedida:

-Debes irte de aquí, antes que tengamos que lamentar una desgracia. Pero, antes, debes saber algo. Aunque no has cumplido todavía la mayoría de edad legal, aquí está el sobre que el Sr. Notario de la capital del municipio, nos ha dejado para ti, cuando nos fuiste confiado, con la condición de que se te entregara cuando cumplieras los dieciocho años. Es cierto que aún no los tienes, pues te falta  un año aproximadamente. Solo que, no siendo tolerable para la tranquilidad de este convento, en donde más de una novicia  me viene manifestando que tu presencia le perturba su vocación, no es posible que permanezcas con nosotras ni un día más.

Ahorrémonos, pues, las súplicas del joven, lo prolijo de los argumentos de la Sor directora y las concordancias silenciosas con las que las corroboraba su tía, defendiendo ambas lo mismo, y tengamos, como así sucedió, a Cucusfato con aquel sobre abultado en la mano, los pies fríos y la cabeza caliente, abandonado a las puertas del Convento, que se le cerraban para siempre.

Hubo lágrimas, desde luego, propósitos de enmienda, balbuceos. Nada impidió que la hermana portera fuera la encargada de conducirlo hasta el umbral del caserón, advirtiendo que no volviera por allí más que de tarde en tarde, y solo para ver a su hermana y a su tía a través del torno o platicar con ellas breves frases al otro lado de las rejas de clausura.

¿Qué podía hacer el muchacho, cuando, se halló deambulando en una calle desierta a cal y canto, en un pueblo del que no conocía más que el trozo de acera que había atisbado desde la ojiva que daba escasa luz a su minúscula celda? ¿Cómo habría de enfrentarse a un mundo con el solo bagaje de lo que había deducido por los cantares monótonos de los jilgueros y mirlos que, de tarde en tarde, venían a posarse en los naranjos del patio del convento en donde habían transcurrido los últimos trece años de su corta vida? ¿Le servirían de algo los relatos, plagados de incongruencias, dogmas y elucubraciones con las que las monjas dejaban transcurrir los escasos momentos en que se les permitía hablar en los recreos?

Lo que hizo, ante todo, fue abrir el sobre. No entendió todo su contenido a la primera, y lo leyó, por tanto, varias veces. Comprendía el involuto varias hojas, todas ellas con membrete de la Notaría, de las que vino a entender que sus padres habían dejado este mundo siendo muy recientes poseedores de una considerable fortuna. Un montante, en dinero y propiedades, que estaba siendo administrado por un albacea, cuyo nombre también figuraba en el escrito, y que le sería entregado al cumplir los dieciocho años.

En el escrito se dejaba expreso, por otra parte, que su hermana mayor, que, por lo dicho, acababa apenas de cumplir los dieciocho, habría sido destinataria de un sobre similar, por el que se la declaraba propietaria de un patrimonio idéntico al que él recibiría, llegado su momento. Teodofrosia, pues, coligió Cucusfato, tenía que haber sido a estas alturas ya conocedora de su riqueza y, a no dudar, habría tomado posesión de la misma.

-¡Ah, la muy taimada! -reflexionó el muchacho, argumentando para su coleto-. Nada me dijo de esos bienes de los que mi hermana habrá tomado posesión. Sospecho, pues, que los ha donado al propio Convento, o, tal vez, los habrá entregado a los pobres, aconsejada por mujeres que no tienen ojos más que para lo que no sea de este mundo.

La tarde se le echaba encima, y no teniendo previsto, claro está, dónde y con qué pasar la noche, consciente de que la ciudad estaba lejos -un indicador de carretera expresaba que había setenta y tres kilómetros hasta ella desde Guadalatejo- se puso a meditar la actuación que correspondía, sentado en un banco del parquecillo local.

-Puedo ir al Notario y, en el supuesto de que aún viva, contarle la situación a él o a su sucesor, y pedirle a ese albacea cuyo nombre figura en el papel, que me adelante algunos dineros a cuenta de lo que me corresponderá cuando cumpla los dieciocho.

Sin embargo, no le parecía del todo pertinente hacer tal descubierta. Con sus perspicaces entendederas, cimentadas a base de leer pasajes bíblicos, concluía: “Lo más seguro es que me digan, obstinados estos funcionarios en cumplir estrictamente con lo que se les tiene mandado, que la condición no está cumplida, y me den largas hasta que tenga los dieciocho”.

-Otra opción es que vuelva al Convento, le pida a mi hermana y a la superiora que reconsideren la situación, por caridad,  y que me dejen estar unos cuantos meses más, comprometiéndome a no mover ni una ceja ni, mucho menos, a volver a levantar faldón alguno, hasta que me venga la mayoría de edad que estos legales documentos quieren para mí.

Con todo, descartaba también esta posibilidad, pues, dado el comportamiento que habían tenido su tía, la madre Superiora, y hasta su propia hermana, con él – a todas las cuales suponía conocedoras de las estipulaciones-, se obsesionó en deducir que le habrían de negar la entrada en el Convento, dándole, de nuevo, con el portón en las narices, y aún con más saña.

Estos y otros pensamientos le embargaban la sesera, con tanto desorden y tal fuerza, que, ya con las primeras oscuridades de la noche, estando en ayunas de la cena, consumido el bocadillo de queso que le habían metido en un hatillo, con la cartilla de nacimiento y un bizcocho de almendras, se quedó dormido.

Allá, amortiguados, pero, siendo para él del todo conocidos, le llegaban los rezos y cánticos de las monjas, ocupadas entonces en las oraciones vespertinas que, excepcionalmente, le sirvieron aquella vez de nana arrulladora.

Despertó al alba, sobresaltado, con el toque a maitines. Tenía los músculos doloridos por la cruel postura, ya que las maderas del banco se le habían encajado en la espalda juvenil. En un acto reflejo, se levantó de un salto, y aún medio dormido, hacía como que se disponía para acompañar al séquito de adoradoras a la capilla, cuando se dio cuenta que no había ya que cumplir con esa obligación de las internas, pues era libre, y potencialmente rico, aunque en futurible.

-Daría cualquier cosa -expresó en voz alta- por tener un año más. Si todos los años de rezos y plegarias me han servido de algo, quisiera pedir a Quien todo lo puede que, si no le es molestia, me ponga encima los más de trescientos días que me faltan.

En aquel momento, se desató una terrible tormenta. Las nubes se vaciaron con ganas sobre el pueblo y, acompañado el aguacero con estrépito de truenos, un rayo cayó justamente en el árbol más alto del parquecillo, partiéndolo en dos como si fuera mantequilla.

-Entiendo que esa es la respuesta que pedí -dijo, cayendo de rodillas, y poniendo los brazos en cruz-. Se me ha concedido lo que pido.

Y así, mojado como estaba hasta los tuétanos, fue directo al autobús que había en la plaza y que, en efecto, tenía por destino la capital del municipio, donde se sentó en uno de los asientos libres.

-Debes sacar el billete, muchacho -le exigió el conductor del vehículo, acercándose a él.

-Perdone, Vd. Pero no tengo dinero. Aunque le advierto: Dios está conmigo y acabo de cumplir los dieciocho años, por su divina intercesión.

-¡Ah! -le espetó el cobrador, que era el mismo que conducía el vehículo, y que era agnóstico- En ese caso, han de ser dos los billetes. Y, por si no lo sabes, solo los niños acompañados de sus padres no pagan billete. Así que, o pagas, o tendrás que bajarte.

El muchacho se le quedó mirando y, aturdido, acertó a explicar:

-Me llamo Cucusfato García, y mis padres eran ambos de este pueblo. Soy huérfano y he estado hasta ahora viviendo en el Convento de clausura, con mi hermana y mi tía.

Fue, en verdad, providencial. El vecino de al lado, un anciano de testa venerable, le tendió la mano, con una sonrisa.

-Yo pago el billete de este joven.

Cucusfato vio cómo su vecino sacaba la cartera y, sorprendido por su gesto, le preguntó, tratando de hilvanar todos los hilos que se acumulaban en su juvenil cabeza:

-¿No será Vd., por casualidad, el albacea de la herencia de mis padres?

El anciano negó con la cabeza.

-¿El albacea? No, no, qué va. Solo que he reconocido, en el traje que llevas, el que yo mismo entregué al convento hace unos meses, que perteneció a mi hijo, que falleció de unas fiebres el verano pasado.

Cucusfato se sonrojó, apretándose mejor, de forma instintiva, la chaqueta con la aparente pretensión de ajustarse los botones, con manos temblorosas y sabiéndose mojado hasta los tuétanos. Estaba todavía convencido de que le había pasado el año en un pispás, si bien lo que sucedió después es mejor contarlo en otro cuento, si nos quedan ganas de continuar con la historia.

FIN

 

 

Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado como: albacea, clausura, convento, cuento, cuento de primavera, heerncia, hermana, mayoría de edad, notario, reparto, tía

Cuento de invierno: La leyenda del estudiante mendaz

28 febrero, 2014 By amarias Deja un comentario

Toledo, como ciudad antigua y mosaico cultural y cosmopolita, alberga múltiples leyendas.

Pasear despreocupadamente por las callejas del casco antiguo, dejarse seducir por los olores de los potajes que se cocinan tras los postigos cerrados, toparse de pronto con adarves y superar codos y recovecos que parecen a primera vista intraspasables, es una aventura a la que todo visitante debería dedicarse, abandonando los caminos trillados por donde guías sin mucho fondo cultural conducen a diario a miles de aborregados turistas de mata en mata, de monumento en tienda de objetos made in China y tiro porque me toca cobrar la comisión.

Lo ideal sería poder penetrar en la quietud misteriosa de los muchos conventos de clausura, en donde cabe  imaginar que, tras los espesos murallares y las rejas de complicada factura, algunas monjas ya muy ancianas cuidadas por jóvenes novicias dejan trascurrir, entre rezos e imágenes que refieren horrores, horas de contemplación en muy profundos misterios, entretejiendo la madeja de su devoción con los hilos de la imaginación que otros, libres y fuera de esas cárceles, les dejaron.

En uno de esos conventos toledanos -hoy  lamentablemente destruido por la falta de vocaciones, el abandono oficial y, mirando desde más lejos, la desamortización y las guerras civiles-, hace unos cuatrocientos o quinientos años, vivía recluida, entregada por ajena voluntad a la mayor gloria de Dios, una hermosa muchacha, de piadoso nombre Lumersinda del Santo Sepulcro.

Su natural belleza, incluso aunque estaba ayuna de cremas y cualesquiera afeites, no podía enmascararse ni mantenerse oculta por más que se amontonaran sobre sus túrgidas carnes velos o ropajes. Así sucedió que un toledano, estudiante a la sazón de leyes en Salamanca, (hijo bastardo, aunque único, de quien fuera uno especial de entre los muchos caballeros principales de Toledo, alcaide de torre con derecho a pontazgo,  y de una modistilla jacarandosa de los arrabales) , olisqueó la apetitosa presa y, como castellano aficionado a la caza y a salirse con la suya, tomó medidas para hacerla suya, por las buenas, o  con artes y engaños de los malos si erraba en las primeras.

Martín Lope de Buenacasa, que así se llamaba el ya no tan joven muchacho, -pues rondaba la treintena-, portador del ilustre apellido que le diera su padre al reconocerle, incorporando a su rama genealógica el fruto del desliz mundano con la costurera, era amigo de juergas y aventuras.  Herencia también de aquel viejo casquivano que, en su lecho de lecho de muerte, al saber por el ama que lo atendía que se mantendrían sus genes vivos en este valle de lágrimas, llamó llamar a Martín, lo sacó de porquerizo, lo cubrió de besos y lo encaminó a Salamanca para que un tutor de los de paciencia infinita lo hiciese digno de llevar levita. toga o caperuzón frailuno.

Pero no resulta fácil mudar de vicios, y Martín, aunque avanzaba en los estudios a trompicones, siguió siendo de natural voluble y, con dineros, más antojadizo.

Cuando cayó en la cuenta del valor venal de lo que en el convento se guardaba, -por una confidencia de uno de los abaceros que suministraban de vituallas a las reclusas del sagrado recinto, que entonces, floreciente, alcanzaban el mágico número de sesenta y nueve-, fingiéndose menestral, especialista en bacalaos y hasta arreglador de monumentos, -unas veces, con bigote, otras embozado, cuando solo, tal vez con cómplices, en horas muertas como en horas santas, pasó como quien lava todas sus vacaciones de Cuaresma, al otro lado de los muros.

Usó tantas argucias que se hizo habitual y parte misma del paisaje pétreo, sin despertar sospechas porque se arrodillaba o santiguaba. fingiendo devoción, en cada esquina. Y el mismo día de Sábado santo, entre melindres y dulces amenazas, usando las manos al tiempo que los pies, mientras procesionaban las cofradías, sedujo a la infeliz, haciéndola encontrar un barrunto del cielo entre las sábanas.

Sería vano, escaso y torpe el cuento si ahí quedara la cosa. El joven de la Buenacasa era en Salamanca, obvio, de todo conocido menos como buen alumno. No se le echó de menos en la celebérrima ciudad universitaria, porque dejó encargado a un criado de contestar por el al pasar lista. Después de aquella Cuaresma, alegando escusas e invenciones de toda calaña, pasó los días dedicado a Toledo más que a Salamanca -fuera por huelga de órdenes menores o mayores, ya por causa del Corpus o del Animus, ya con el tema de celebrar la expulsión de los judíos, o a cuenta de la mayor gloria por la conquista de Granada, etc- . Descuidó de cabo a rabo los estudios de filosofía y derecho, sacrificándolos por los que entendía de más inmediato provecho, a saber, anatomía y enología, haciendo, de paso, más directo el camino para la condena eterna de la novicia, de los abaceros que le encubrían y de él mismo, por los pecados tan graves que unos ejecutaban, otros favorecían y algunos amparaban.

Hora es ya de decir que tenía este tipo enamoradizo, huérfano de ambos progenitores, fallecidos hacía algún tiempo de una de esas pestes que diezmaban Toledo, por única familia sobrevenida, una tía devotísima, hermana de su señor padre, corta de luces, que bebía los vientos celestiales por amor a una santa reciente, Lucía del Meringuete, con fama de milagrera y, en concreto, con especial solvencia para conseguir con la mano de santa que tenía, ante el que Todo lo puede, prebendas en las cosas académicas para aquellos fieles que estuvieran atascados en sus estudios.

Se decía de esa santa local que, como prueba habida en carne propia que, había aprendido de memoria, en las lenguas arameo, román  paladino y caldeo, la mayor parte del Antiguo Testamento (dejando a salvo el Deutoronomio), temerosa de que, cuando los últimos sarracenos invadieron, de vuelta a sus lugares de origen desde Covadonga y otros lugares del norte peninsular, en donde habían sido convencidos, la encomienda o que por gracia real se había concedido a su padre, quemaran  las Biblias del poblado. No lo llegaron a hacer, pasando de largo en su huída en tropel, pero la joven nunca se recuperó de aquel empacho.

La leyenda cuenta que la tía de Martín, conocedora de las dificultades para avanzar en los estudios del sobrino, e ignorante de lo mucho que tenía avanzado en las artes de Ovidio, prometió a esa Santa Lucía una parte de los dineros que guardaba de lo que su hermano dejara al holgazán rijoso con la condición de que se licenciara. Como quería ella misma entrar en el convento, y el tiempo le apremiaba, ofreció incluso los dineros propios a la Santa, si el estudiante conseguía aprobar en Salamanca la única asignatura que, tras muchos años de penar entre tutores,  le quedaba para graduarse.

-Esta Santa Lucía del Meringuete, que te digo tiene el poder de conseguir los aprobados en las más difíciles disciplinas -explicaba a su protegido- pero es menester que se la ayude en algo, poniendo de tu parte el desgaste de los codos.

-Nada quisiera yo más que liberarte de la penosa administración de los bienes de mi difunto padre, al que no tuve mucha oportunidad de conocer, pero al que dices que tanto me parezco. No dudes, tía, de mi aplicación y entrega, pues no tengo la cabeza dedicada a otra cosa más que para repasar, una y otra vez, hasta la extenuación, la asignatura esa que me quedó atravesada -replicaba el mendaz sobrino-.

-¿Y qué asignatura es ésa, querido Martín, para que pueda recomendarte a Santa Lucía del Meringuete como  corresponde, sin confusión alguna? -se interesó en que le precisara la devota anciana.

-Filosofía del derecho canónico en la ciencia de San Isidoro de Sevilla, San Agustín de Cremona, Santa Teresa de Avila y otros padres y  madres de la Iglesia -le contestó Martín.

-Largo nombre para una asignatura, que no se si será conocida en ese detalle allá en el cielo. La rezaré como Filosofía astronómica y la Santa sabrá a quién aplicar y por dónde mis oraciones -concluía la tía.

-Gracias, tía, -y le besaba las manos- y aún te daré más alegrías si me proporcionas, a crédito, algunos dineros más que de habitual de esos que a buen seguro podré disponer ya desde este mismo verano, por herencia justa. Que estando yo dedicado todo el tiempo a ir de la cama al pupitre y del banco de escolar al catre, y teniendo el cerebro lleno a rebosar de cosas aprendidas, se me están desgastando los trajes, jubones, gorros y calzas necesito reponerlos. Y no dudes que, con mi esfuerzo y la ayuda de esa Santa milagrosa, traeré el aprobado a esta digna casa, y aún matrícula y honores, porque cuento con llegar luego a obispo a poco que la divinidad me empuje con su oportuno soplo.

No puso, como es de suponer, nada de su parte el tuno. Juergas, infames borracheras, peleas por el juego y lances de amor, idas y venidas a Toledo, a Esquivias, a Illescas, a patios y almazaras -a veces confesadas, otras ocultas, unas entrando por las puertas, otras escalando muros o violentando rejas, bien con futuras monjas, con doncellas, con casadas, que todas fueron las aportaciones personales que hizo por pasar su tiempo.

Llegado el día de los exámenes, Martín  se sentó en el pupitre con tal resaca que fue incapaz de recordar lo que le habían preguntado y lo que había puesto como respuesta destinada. Así que dio por normal el suspenso, y preparó su escusa para la tía crédula y estaba haciendo los aperos para un viaje a Toledo y al convento para seguir con la aventura aquel verano

La tía devota rezó y rezaba, pidiendo por el aprobado del desgraciado, esperando alguna noticia salmantina.

Cuando recibió la nota de la prueba, Martín Lope de la Buenacasa, que no hubiera apostado por haber obtenido ni un dos sobre los diez,  se sorprendió con ver la papeleta de aprobado y, por ende, poder considerarse flamante licenciado.

Consciente de que nada había puesto de su parte, incapaz de darle otra explicación al suceso, lo atribuyó al poder de Santa Lucía del Meringuete para cambiar el rumbo de las cosas, a un milagro verdadero que le hiciera caer del caballo desbocado al que estaba subido, y, poniéndose de rodillas, temblando de emoción, temeroso de ser sometido a un castigo de rayo celestial o flamígero portento, prometió cambiar, hizo pintar su Víctor en la fachada con sangre propia, y se hizo fiel devoto de la Santa para el resto de sus días, agenciándose de un artista imaginario varias estampas de aquella bienaventurada que, a saber, bien le había cambiado el examen o guiado la mano por los caireles de una sabiduría que no tenía.

Huelga decir, para quienes están al tanto de cómo suceden esas cosas, que una vez que el holgazán monjillero se encontró con el diploma y vio el camino expedito al obispado, dejó de vérselas con la doncella enclaustrada, tomó negros hábitos y pasó a mantener un tono discretísimo en todo, fuera de lo que se atuviera a los oficios.

No pudo enterarse así que la joven fue sacada de su convento toledano, mudada desde las clarisas a las franciscanas o teresianas (o al revés), todo por orden expresa de su padre, y llevada a otro lugar, a una tierra indígena que hoy es llamada Misiones, en Santa Cruz de la Sierra, casi en la frontera entre Bolivia y Brasil.

No le interesaron ya las sábanas crespas del convento, aunque estuvieran enmollecidas con carnes frescas, sino los linos episcopales, que alcanzó rápido, por su seriedad, devoción y respeto y lo encendido de sus discursos y pláticas.

¿Qué había pasado? Aquí viene lo bueno.

Cuenta la leyenda que, en realidad, el no tan joven estudiante, borracho y resacoso como estaba el día del examen, no acertó a dar pie con bola, pero llenó una y hasta varias hojas con lo primero que se le iba viniendo a la cabeza. Como la tenía muy ocupada, en los resquicios que le dejaba el alcohol, con su torpeza y vehemencia sexual, contó, entre majaderías ininteligibles, la aventura concreta que mantenía con una novicia, con detalles bastantes que el corrector de la prueba, que era su  padre, el doctor Furgensido Rodríguez Calvo, descubrió que la seducida era su hija, a quien había destinado a las cuatro paredes para que le sirviera de perdón a sus propìos pecados juveniles.

Por eso, aunque estaba claro que el estudiante merecía un suspenso y aún que le cortaran lo sano con estilete, siendo el doctor Rodríguez hombre sosegado, pero de decisiones solemnes, aprobó al estudiante para perdérselo de vista y sacó a su hija de aquel convento que tan mal la guardaba para embarcarla al otro lado del océano, lo que hizo, por cierto, siguiendo la misma ruta que la que tomó Cristóbal Colón en una de sus últimas expediciones a las Américas.

Esta es la leyenda o tal vez historia verdadera que oí a un canónigo comentar mientras estaba buscando la salida de una calle en lo que fue judería de Toledo y, como tengo por costumbre, sabiendo que lo mejor para superar un embrollo es ir detrás de alguien que parezca conocer el camino, fui siguiendo a un grupo, en el que el que hablaba, que parecía tonsurado, contaba, más o menos, lo que dejo escrito.

Fue el caso, sin embargo, que no me condujeron, como había confiado, fuera de la judería, sino que me encontré plantado, ante un portón abierto en sillarejo toledano, que se abrió par dejar pasar a la comitiva que me precedía y a mi me dejó con un palmo en las narices.

Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado como: convento, cuento, cuento de invierno, Esquivias, leyenda, Misiones, monja, novicia, pecado, rijoso, Toledo, tonsurado

Entradas recientes

  • Cuentos para Preadolescentes (12)
  • Cuentos para preadolescentes (11)
  • Cuentos para preadolescentes (10)
  • Cuentos para Preadolescentes (9)
  • Cuentos para preadolescentes (7 y 8)
  • Por unos cuidados más justos
  • Quincuagésima Segunda (y última) Crónica desde Gaigé
  • Quincuagésima primera Crónica desde el País de Gaigé
  • Cuentos para Preadolescentes (6)
  • Cuentos para preadolescentes (5)
  • Cuentos para preadolescentes (4)
  • Cuentos para Preadolescentes (3)
  • Quincuagésima Crónica desde el País de Gaigé
  • Cuentos para preadolescentes (2)
  • Cuentos para preadolescentes

Categorías

  • Actualidad
  • Administraciones públcias
  • Administraciones públicas
  • Ambiente
  • Arte
  • Asturias
  • Aves
  • Cáncer
  • Cartas filípicas
  • Cataluña
  • China
  • Cuentos y otras creaciones literarias
  • Cultura
  • Defensa
  • Deporte
  • Derecho
  • Dibujos y pinturas
  • Diccionario desvergonzado
  • Economía
  • Educación
  • Ejército
  • Empleo
  • Empresa
  • Energía
  • España
  • Europa
  • Filosofía
  • Fisica
  • Geología
  • Guerra en Ucrania
  • Industria
  • Ingeniería
  • Internacional
  • Investigación
  • Linkweak
  • Literatura
  • Madrid
  • Medicina
  • mineria
  • Monarquía
  • Mujer
  • País de Gaigé
  • Personal
  • Poesía
  • Política
  • Religión
  • Restauración
  • Rusia
  • Sanidad
  • Seguridad
  • Sin categoría
  • Sindicatos
  • Sociedad
  • Tecnologías
  • Transporte
  • Turismo
  • Ucrania
  • Uncategorized
  • Universidad
  • Urbanismo
  • Venezuela

Archivos

  • marzo 2023 (1)
  • febrero 2023 (5)
  • enero 2023 (12)
  • diciembre 2022 (6)
  • noviembre 2022 (8)
  • octubre 2022 (8)
  • septiembre 2022 (6)
  • agosto 2022 (7)
  • julio 2022 (10)
  • junio 2022 (14)
  • mayo 2022 (10)
  • abril 2022 (15)
  • marzo 2022 (27)
  • febrero 2022 (15)
  • enero 2022 (7)
  • diciembre 2021 (13)
  • noviembre 2021 (12)
  • octubre 2021 (5)
  • septiembre 2021 (4)
  • agosto 2021 (6)
  • julio 2021 (7)
  • junio 2021 (6)
  • mayo 2021 (13)
  • abril 2021 (8)
  • marzo 2021 (11)
  • febrero 2021 (6)
  • enero 2021 (6)
  • diciembre 2020 (17)
  • noviembre 2020 (9)
  • octubre 2020 (5)
  • septiembre 2020 (5)
  • agosto 2020 (6)
  • julio 2020 (8)
  • junio 2020 (15)
  • mayo 2020 (26)
  • abril 2020 (35)
  • marzo 2020 (31)
  • febrero 2020 (9)
  • enero 2020 (3)
  • diciembre 2019 (11)
  • noviembre 2019 (8)
  • octubre 2019 (7)
  • septiembre 2019 (8)
  • agosto 2019 (4)
  • julio 2019 (9)
  • junio 2019 (6)
  • mayo 2019 (9)
  • abril 2019 (8)
  • marzo 2019 (11)
  • febrero 2019 (8)
  • enero 2019 (7)
  • diciembre 2018 (8)
  • noviembre 2018 (6)
  • octubre 2018 (5)
  • septiembre 2018 (2)
  • agosto 2018 (3)
  • julio 2018 (5)
  • junio 2018 (9)
  • mayo 2018 (4)
  • abril 2018 (2)
  • marzo 2018 (8)
  • febrero 2018 (5)
  • enero 2018 (10)
  • diciembre 2017 (14)
  • noviembre 2017 (4)
  • octubre 2017 (12)
  • septiembre 2017 (10)
  • agosto 2017 (5)
  • julio 2017 (7)
  • junio 2017 (8)
  • mayo 2017 (11)
  • abril 2017 (3)
  • marzo 2017 (12)
  • febrero 2017 (13)
  • enero 2017 (12)
  • diciembre 2016 (14)
  • noviembre 2016 (8)
  • octubre 2016 (11)
  • septiembre 2016 (3)
  • agosto 2016 (5)
  • julio 2016 (5)
  • junio 2016 (10)
  • mayo 2016 (7)
  • abril 2016 (13)
  • marzo 2016 (25)
  • febrero 2016 (13)
  • enero 2016 (12)
  • diciembre 2015 (15)
  • noviembre 2015 (5)
  • octubre 2015 (5)
  • septiembre 2015 (12)
  • agosto 2015 (1)
  • julio 2015 (6)
  • junio 2015 (9)
  • mayo 2015 (16)
  • abril 2015 (14)
  • marzo 2015 (16)
  • febrero 2015 (10)
  • enero 2015 (16)
  • diciembre 2014 (24)
  • noviembre 2014 (6)
  • octubre 2014 (14)
  • septiembre 2014 (15)
  • agosto 2014 (7)
  • julio 2014 (28)
  • junio 2014 (23)
  • mayo 2014 (27)
  • abril 2014 (28)
  • marzo 2014 (21)
  • febrero 2014 (20)
  • enero 2014 (22)
  • diciembre 2013 (20)
  • noviembre 2013 (24)
  • octubre 2013 (29)
  • septiembre 2013 (28)
  • agosto 2013 (3)
  • julio 2013 (36)
  • junio 2013 (35)
  • mayo 2013 (28)
  • abril 2013 (32)
  • marzo 2013 (30)
  • febrero 2013 (28)
  • enero 2013 (35)
  • diciembre 2012 (3)
abril 2023
L M X J V S D
 12
3456789
10111213141516
17181920212223
24252627282930
« Mar