Al socaire

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La falsa recuperación de la Mezquita de las Tornerías

19 junio, 2021 By amarias 4 comentarios

El centro de Toledo, como es bien sufrido por quienes lo conocemos al margen de una visita de un par de horas dirigida a uña de agencia de viajes, es la imagen fiel de una ciudad abandonada. No existen opciones cómodas para residentes, el comercio carece de calidad (las espaditas toledanas hace tiempo que vienen de China) y, aquellos empresarios que han arriesgado ofrecerla, han fracasado, por falta de ayudas, imagen corporativa e información al visitante.

He escrito en este blog y en otros foros, varias veces sobre Toledo, que tiene muchos encantos, aunque ocultos. Adolece de presentación atractiva de su misterio, sepultado por  un exceso de conventos cerrados a cal y canto y en su mayoría vacíos, y que no ha sido capaz de encontrar la fórmula para atraer y fijar residentes, funcionarios, comerciantes, incluso hacer rentables las visitas efímeras de las hordas de curiosos indocumentados que la patean (ahora hay que decir, con aún más dolor, que la pandemia obliga  emplear el tiempo pasado: pateaban).

La Junta de Castilla La Mancha, llevada, en mi opinión, de una falsa idea de lo que necesita la ciudad imperial para despertar de su abandono, ha decidido, aprovechando el colapso pandémico,  “rehabilitar la Mezquita de las Tornerías”, una enseña poco conocida del pasado multicultural que ha sido sistemáticamente destruido por el abandono, la incuria y el desconocimiento.

Ese edificio histórico está situado en el centro mismo de la ciudad vieja, y tiene su entrada antes de la curiosa rehabilitación, aún en curso, desde la Plaza de Solarejo.

Según eruditos análisis sobre la Mezquita (utilizo fundamentalmente el libro de Clara Delgado, “Toledo islámico”), la edificación tiene un diseño similar al de la mezquita de Valmardón o del Cristo de la Luz, y existen fuentes históricas fidedignas que la mencionan en uso desde el siglo XII. Los mudéjares toledanos la utilizaron durante la Edad Media cristiana, y su importancia queda reflejada en que llegaron a constituir una cofradía propia.

La Mezquita ya fue rehabilitada hace 20 años y hace algunos menos, acogió una Feria de Artesanía. Se trata de uno de los monumentos menos conocidos de Toledo, conservado gracias a su sólida arquitectura y por encontrarse cimentado sobre sillares de época romana. Su patio interior, abierto entre soportales que protegían de las inclemencias del tiempo y daban frescura al ambiente, era un ejemplo virtuoso de la escasa representación del arte y usos mozárabes.

La nueva actuación sobre la Mezquita ha servido para destruir todo ese valor, en la idea -en uso pernicioso desde hace décadas, alimentada por el complejo de culpa por el maltrato destructor y negligente con el que hemos dejado caer edificios valiosos – de recuperar, en el sentido de sacarla a la vista,  a toda ruina, piedra o resto de demolición anterior que se descubra en el subsuelo al removerlo con las palas mecánicas.

El casco histórico de Toledo tiene, desde luego, muchas oportunidades de descubrir restos del pasado en cada agujero que se haga en el terreno: es una ciudad antigua, que ha sufrido múltiples embates guerreros, la superposición de asentamientos de pueblos que despreciaban lo que habian hecho los vencidos o los que se marcharon. La “recuperación del pasado” ha ido poblando los sótanos del casco de restos ruinosos, que se cubren impúdicamente con placas de metacrilato para que los eventuales visitantes puedan contemplar, con mirada distraída, trozos de viejas construcciones superpuestas, sin gracia ni uso, inútiles incluso para comprender la Historia.

Los nuevos asalteadores de recintos históricos han decidido realizar una profunda excavación de más de dos metros en el suelo del edificio singular, a partir del nivel de la Plaza de Solarejo. El placer de estos descubridores de patrimonios sepultos debió haber sido inmenso.

Además de documentar los cuatro arcos de sillares conocidos, los trabajos arqueológicos permitieron identificar -lo que ya se sabía, por otra parte- los restos un edificio desaparecido que ocuparía un área aproximada de 140 metros cuadrados. Con la capacidad imaginativa que cabe suponer a todo investigador de despacho, los expertos que han intervenido sobre el hallazgo, entienden que pudo haber sido utilizado como cisterna, como lugar de baños, como depósito de letrinas…

Se sabía ya que el edificio era un remake. La mezquita habría sido construida durante la dominación musulmana de Toledo, y habría utilizado materiales de construcciones anteriores, piedras que podrían haber sido talladas en épocas romanas. El acceso  se realizaría en el siglo XII  por una plazoleta frente a la fachada principal, desde la calle de Martín Gamero.

Ahora, la llamada “adecuación integral” pretende ejecutar una labor arqueológica que ponga de relieve las estructuras más antiguas de la edificación. ¿Para qué?, me pregunto. ¿Qué uso puede darse a un conjunto de ruinas?

He tenido ocasión de visitar los trabajos y adquirí la impresión que el edificio romano que se demolió para construir la mezquita podría albergar un depósito para almacenar agua de la que siempre estuvo necesitada la ciudad, con el objetivo de servir para el baño y aseo de los patricios del casco .

La actuación supondrá eliminar elementos incorporados en 1990 y avanzar, se dice, en la interpretación del inmueble, ofreciendo al público visitante una historiografía del monumento, muy del gusto de la actual corriente arqueológica de “poner en valor” los edificios históricos hasta ahora bien conservados, destruyéndolos del todo.  Para más inri, se elevará la altura del edificio en uno o dos pisos para albergar funcionarios de la Junta, cuya función real está por definir.

God save Toledo

 

Publicado en: Actualidad, Cultura, Turismo, Urbanismo Etiquetado como: Clara Delgado, Junta de Castilla la Mancha, mezquita de las Tornerías, Toledo, Toledo islámico, Toledo mudéjar

El melón de Toledo

29 octubre, 2015 By amarias Deja un comentario

Toledo desde la Biblioteca

Sobre uno de los bancos de la plaza de Zocodover, alguien (un turista inglés, probablemente), había olvidado las hojas sobre Sevilla que había recortado de una guía sobre España. Cuando repasaba la exultante descripción acerca de Sevilla y sus encantos, -“Sevila doesn´t have ambience, it is ambience”, me preguntaba qué le falta a Toledo.

La pregunta carece de voluntad provocadora, puesto que el bello conjunto de la ciudad enclavada en un entorno de insuperable fuerza paisajística, es permanente motivo de inspiración para pintores y fotógrafos y, a cualquier hora del día y bajo cualquier climatología, sugiere al ánimo más frío de quienes lo contemplen, evocaciones de paz y misterio. La parte antigua de la ciudad imperial posee tales y tantos monumentos, sobrados de empaque e historia, y su solar está tan lustrado por sucesos relevantes de la Historia de España y del mundo, que harían palidecer la hipotética pretensión de primacía de la que alardeara cualquier otra población turística europea.

Sin embargo, Toledo no es una ciudad cómoda, ni para el turista ni para quienes la habitan. La ciudad vieja, en donde se concentran los edificios históricos, con sus pendientes y callejas, padece de problemas propios, pero, también, en gran medida, provocados o consentidos.

Para el turista, su visita a Toledo está enfocada a pasar un par de horas en ella, desde la superficialidad de aquel que visita un museo plagado de reliquias, pero del que solo interesa poder decir “estuve allí”. Hordas de visitantes, guiados normalmente por un especialista en vulgarizar historietas, recorren su calle del Comercio -estrecha calle que conecta siguiendo una línea de nivel, la plaza de Zocodover con la de la catedral-. y, cumplida la ceremonia de tocar con la mano San Juan de los Reyes y comprar unos mazapanes, se vuelven, dichosos, a los autobuses, para pernoctar en Madrid o apurar el ave hacia Sevilla.

Los turistas españoles de visita en la ciudad, en realidad, en su inmensa mayoría autodidactas en la conducción de su ignorancia por las calles de Toledo, no lo hacen muy distinto a los alóctonos, salvo quizá por su especial predilección a atiborrarse de cordero o cochinillo en algún restaurante recomendado, o, si viajan con niños, a cumplir con la ceremonia de tomarse unos menús de hamburguesa en Zocodover o una paella descongelada en cualquier bareto que encuentren en su camino de ida vuelta para pasar un festivo y “conocer Toledo”.

Toledo no es eso, y, además, es mucho más de lo que puede verse en unas horas. Hay que darle la vuelta a la oferta toledana, y emprender la acción con inteligencia, buen gusto, sentido histórico y turístico, y una determinación honesta e implacable. Para empezar, se deben revisar las ofertas comerciales, orientando a los inversores respecto a lo que merece la pena, y, en un mismo sentido, coordinándolas en lo posible. No son los ridículos suvenir, las tiendas de tres al cuarto, los restaurantillos de menú del día a base de carcamusas y pollo rebozado lo que sostiene, de forma consistente, el atractivo no histórico de una ciudad.

Es imprescindible señalar itinerarios sobre la ciudad, alternativas a paseos sobre ella, unos que conduzcan al río Tajo (un excelente paseo ribereño que no está promocionado, por cierto, y que tiene propensión a mostrarse en abandono) y otros que permitan acceder a los monumentos de la ciudad desde distintas curvas de nivel, ángulos y trayectos. Me parece clave revisar qué se cuece tras las paredes de todos y cada uno de los inmensos edificios que actúan a modo de murallones defensivos imponentes, obstaculizando vistas y recubriendo las calles de misterio, silencio y sensación de abandono.

Hay que negociar con las instituciones (en su mayor parte, eclesiásticas, ya que los caserones son propiedad de órdenes monásticas) la apertura de esos espacios, y, en su caso, darles nuevos destinos, complementarios o alternativos. No me he recuperado de aquel momento en que, deseando situar un convento toledano al que pretendía rendir culta visita, abordé a dos monjas en la calle, -una, anciana; la otra, en la flor de su juventud-, preguntándoles por él. “No tenemos ni idea” -fue la desolada respuesta de la más joven. “La madre es la primera vez que sale del convento en muchos años, y lo hace porque vamos al médico. Y yo vengo de Bolivia”.

(continuará)

Publicado en: Actualidad, Cultura Etiquetado como: ciudad histórica, cochinillo, convento, cordero, hamburguesa, monja, monumento, San Juan de los Reyes, Sevilla, suvenir, Toledo, turismo, visita, Zocodover

Cuento de invierno: La leyenda del estudiante mendaz

28 febrero, 2014 By amarias Deja un comentario

Toledo, como ciudad antigua y mosaico cultural y cosmopolita, alberga múltiples leyendas.

Pasear despreocupadamente por las callejas del casco antiguo, dejarse seducir por los olores de los potajes que se cocinan tras los postigos cerrados, toparse de pronto con adarves y superar codos y recovecos que parecen a primera vista intraspasables, es una aventura a la que todo visitante debería dedicarse, abandonando los caminos trillados por donde guías sin mucho fondo cultural conducen a diario a miles de aborregados turistas de mata en mata, de monumento en tienda de objetos made in China y tiro porque me toca cobrar la comisión.

Lo ideal sería poder penetrar en la quietud misteriosa de los muchos conventos de clausura, en donde cabe  imaginar que, tras los espesos murallares y las rejas de complicada factura, algunas monjas ya muy ancianas cuidadas por jóvenes novicias dejan trascurrir, entre rezos e imágenes que refieren horrores, horas de contemplación en muy profundos misterios, entretejiendo la madeja de su devoción con los hilos de la imaginación que otros, libres y fuera de esas cárceles, les dejaron.

En uno de esos conventos toledanos -hoy  lamentablemente destruido por la falta de vocaciones, el abandono oficial y, mirando desde más lejos, la desamortización y las guerras civiles-, hace unos cuatrocientos o quinientos años, vivía recluida, entregada por ajena voluntad a la mayor gloria de Dios, una hermosa muchacha, de piadoso nombre Lumersinda del Santo Sepulcro.

Su natural belleza, incluso aunque estaba ayuna de cremas y cualesquiera afeites, no podía enmascararse ni mantenerse oculta por más que se amontonaran sobre sus túrgidas carnes velos o ropajes. Así sucedió que un toledano, estudiante a la sazón de leyes en Salamanca, (hijo bastardo, aunque único, de quien fuera uno especial de entre los muchos caballeros principales de Toledo, alcaide de torre con derecho a pontazgo,  y de una modistilla jacarandosa de los arrabales) , olisqueó la apetitosa presa y, como castellano aficionado a la caza y a salirse con la suya, tomó medidas para hacerla suya, por las buenas, o  con artes y engaños de los malos si erraba en las primeras.

Martín Lope de Buenacasa, que así se llamaba el ya no tan joven muchacho, -pues rondaba la treintena-, portador del ilustre apellido que le diera su padre al reconocerle, incorporando a su rama genealógica el fruto del desliz mundano con la costurera, era amigo de juergas y aventuras.  Herencia también de aquel viejo casquivano que, en su lecho de lecho de muerte, al saber por el ama que lo atendía que se mantendrían sus genes vivos en este valle de lágrimas, llamó llamar a Martín, lo sacó de porquerizo, lo cubrió de besos y lo encaminó a Salamanca para que un tutor de los de paciencia infinita lo hiciese digno de llevar levita. toga o caperuzón frailuno.

Pero no resulta fácil mudar de vicios, y Martín, aunque avanzaba en los estudios a trompicones, siguió siendo de natural voluble y, con dineros, más antojadizo.

Cuando cayó en la cuenta del valor venal de lo que en el convento se guardaba, -por una confidencia de uno de los abaceros que suministraban de vituallas a las reclusas del sagrado recinto, que entonces, floreciente, alcanzaban el mágico número de sesenta y nueve-, fingiéndose menestral, especialista en bacalaos y hasta arreglador de monumentos, -unas veces, con bigote, otras embozado, cuando solo, tal vez con cómplices, en horas muertas como en horas santas, pasó como quien lava todas sus vacaciones de Cuaresma, al otro lado de los muros.

Usó tantas argucias que se hizo habitual y parte misma del paisaje pétreo, sin despertar sospechas porque se arrodillaba o santiguaba. fingiendo devoción, en cada esquina. Y el mismo día de Sábado santo, entre melindres y dulces amenazas, usando las manos al tiempo que los pies, mientras procesionaban las cofradías, sedujo a la infeliz, haciéndola encontrar un barrunto del cielo entre las sábanas.

Sería vano, escaso y torpe el cuento si ahí quedara la cosa. El joven de la Buenacasa era en Salamanca, obvio, de todo conocido menos como buen alumno. No se le echó de menos en la celebérrima ciudad universitaria, porque dejó encargado a un criado de contestar por el al pasar lista. Después de aquella Cuaresma, alegando escusas e invenciones de toda calaña, pasó los días dedicado a Toledo más que a Salamanca -fuera por huelga de órdenes menores o mayores, ya por causa del Corpus o del Animus, ya con el tema de celebrar la expulsión de los judíos, o a cuenta de la mayor gloria por la conquista de Granada, etc- . Descuidó de cabo a rabo los estudios de filosofía y derecho, sacrificándolos por los que entendía de más inmediato provecho, a saber, anatomía y enología, haciendo, de paso, más directo el camino para la condena eterna de la novicia, de los abaceros que le encubrían y de él mismo, por los pecados tan graves que unos ejecutaban, otros favorecían y algunos amparaban.

Hora es ya de decir que tenía este tipo enamoradizo, huérfano de ambos progenitores, fallecidos hacía algún tiempo de una de esas pestes que diezmaban Toledo, por única familia sobrevenida, una tía devotísima, hermana de su señor padre, corta de luces, que bebía los vientos celestiales por amor a una santa reciente, Lucía del Meringuete, con fama de milagrera y, en concreto, con especial solvencia para conseguir con la mano de santa que tenía, ante el que Todo lo puede, prebendas en las cosas académicas para aquellos fieles que estuvieran atascados en sus estudios.

Se decía de esa santa local que, como prueba habida en carne propia que, había aprendido de memoria, en las lenguas arameo, román  paladino y caldeo, la mayor parte del Antiguo Testamento (dejando a salvo el Deutoronomio), temerosa de que, cuando los últimos sarracenos invadieron, de vuelta a sus lugares de origen desde Covadonga y otros lugares del norte peninsular, en donde habían sido convencidos, la encomienda o que por gracia real se había concedido a su padre, quemaran  las Biblias del poblado. No lo llegaron a hacer, pasando de largo en su huída en tropel, pero la joven nunca se recuperó de aquel empacho.

La leyenda cuenta que la tía de Martín, conocedora de las dificultades para avanzar en los estudios del sobrino, e ignorante de lo mucho que tenía avanzado en las artes de Ovidio, prometió a esa Santa Lucía una parte de los dineros que guardaba de lo que su hermano dejara al holgazán rijoso con la condición de que se licenciara. Como quería ella misma entrar en el convento, y el tiempo le apremiaba, ofreció incluso los dineros propios a la Santa, si el estudiante conseguía aprobar en Salamanca la única asignatura que, tras muchos años de penar entre tutores,  le quedaba para graduarse.

-Esta Santa Lucía del Meringuete, que te digo tiene el poder de conseguir los aprobados en las más difíciles disciplinas -explicaba a su protegido- pero es menester que se la ayude en algo, poniendo de tu parte el desgaste de los codos.

-Nada quisiera yo más que liberarte de la penosa administración de los bienes de mi difunto padre, al que no tuve mucha oportunidad de conocer, pero al que dices que tanto me parezco. No dudes, tía, de mi aplicación y entrega, pues no tengo la cabeza dedicada a otra cosa más que para repasar, una y otra vez, hasta la extenuación, la asignatura esa que me quedó atravesada -replicaba el mendaz sobrino-.

-¿Y qué asignatura es ésa, querido Martín, para que pueda recomendarte a Santa Lucía del Meringuete como  corresponde, sin confusión alguna? -se interesó en que le precisara la devota anciana.

-Filosofía del derecho canónico en la ciencia de San Isidoro de Sevilla, San Agustín de Cremona, Santa Teresa de Avila y otros padres y  madres de la Iglesia -le contestó Martín.

-Largo nombre para una asignatura, que no se si será conocida en ese detalle allá en el cielo. La rezaré como Filosofía astronómica y la Santa sabrá a quién aplicar y por dónde mis oraciones -concluía la tía.

-Gracias, tía, -y le besaba las manos- y aún te daré más alegrías si me proporcionas, a crédito, algunos dineros más que de habitual de esos que a buen seguro podré disponer ya desde este mismo verano, por herencia justa. Que estando yo dedicado todo el tiempo a ir de la cama al pupitre y del banco de escolar al catre, y teniendo el cerebro lleno a rebosar de cosas aprendidas, se me están desgastando los trajes, jubones, gorros y calzas necesito reponerlos. Y no dudes que, con mi esfuerzo y la ayuda de esa Santa milagrosa, traeré el aprobado a esta digna casa, y aún matrícula y honores, porque cuento con llegar luego a obispo a poco que la divinidad me empuje con su oportuno soplo.

No puso, como es de suponer, nada de su parte el tuno. Juergas, infames borracheras, peleas por el juego y lances de amor, idas y venidas a Toledo, a Esquivias, a Illescas, a patios y almazaras -a veces confesadas, otras ocultas, unas entrando por las puertas, otras escalando muros o violentando rejas, bien con futuras monjas, con doncellas, con casadas, que todas fueron las aportaciones personales que hizo por pasar su tiempo.

Llegado el día de los exámenes, Martín  se sentó en el pupitre con tal resaca que fue incapaz de recordar lo que le habían preguntado y lo que había puesto como respuesta destinada. Así que dio por normal el suspenso, y preparó su escusa para la tía crédula y estaba haciendo los aperos para un viaje a Toledo y al convento para seguir con la aventura aquel verano

La tía devota rezó y rezaba, pidiendo por el aprobado del desgraciado, esperando alguna noticia salmantina.

Cuando recibió la nota de la prueba, Martín Lope de la Buenacasa, que no hubiera apostado por haber obtenido ni un dos sobre los diez,  se sorprendió con ver la papeleta de aprobado y, por ende, poder considerarse flamante licenciado.

Consciente de que nada había puesto de su parte, incapaz de darle otra explicación al suceso, lo atribuyó al poder de Santa Lucía del Meringuete para cambiar el rumbo de las cosas, a un milagro verdadero que le hiciera caer del caballo desbocado al que estaba subido, y, poniéndose de rodillas, temblando de emoción, temeroso de ser sometido a un castigo de rayo celestial o flamígero portento, prometió cambiar, hizo pintar su Víctor en la fachada con sangre propia, y se hizo fiel devoto de la Santa para el resto de sus días, agenciándose de un artista imaginario varias estampas de aquella bienaventurada que, a saber, bien le había cambiado el examen o guiado la mano por los caireles de una sabiduría que no tenía.

Huelga decir, para quienes están al tanto de cómo suceden esas cosas, que una vez que el holgazán monjillero se encontró con el diploma y vio el camino expedito al obispado, dejó de vérselas con la doncella enclaustrada, tomó negros hábitos y pasó a mantener un tono discretísimo en todo, fuera de lo que se atuviera a los oficios.

No pudo enterarse así que la joven fue sacada de su convento toledano, mudada desde las clarisas a las franciscanas o teresianas (o al revés), todo por orden expresa de su padre, y llevada a otro lugar, a una tierra indígena que hoy es llamada Misiones, en Santa Cruz de la Sierra, casi en la frontera entre Bolivia y Brasil.

No le interesaron ya las sábanas crespas del convento, aunque estuvieran enmollecidas con carnes frescas, sino los linos episcopales, que alcanzó rápido, por su seriedad, devoción y respeto y lo encendido de sus discursos y pláticas.

¿Qué había pasado? Aquí viene lo bueno.

Cuenta la leyenda que, en realidad, el no tan joven estudiante, borracho y resacoso como estaba el día del examen, no acertó a dar pie con bola, pero llenó una y hasta varias hojas con lo primero que se le iba viniendo a la cabeza. Como la tenía muy ocupada, en los resquicios que le dejaba el alcohol, con su torpeza y vehemencia sexual, contó, entre majaderías ininteligibles, la aventura concreta que mantenía con una novicia, con detalles bastantes que el corrector de la prueba, que era su  padre, el doctor Furgensido Rodríguez Calvo, descubrió que la seducida era su hija, a quien había destinado a las cuatro paredes para que le sirviera de perdón a sus propìos pecados juveniles.

Por eso, aunque estaba claro que el estudiante merecía un suspenso y aún que le cortaran lo sano con estilete, siendo el doctor Rodríguez hombre sosegado, pero de decisiones solemnes, aprobó al estudiante para perdérselo de vista y sacó a su hija de aquel convento que tan mal la guardaba para embarcarla al otro lado del océano, lo que hizo, por cierto, siguiendo la misma ruta que la que tomó Cristóbal Colón en una de sus últimas expediciones a las Américas.

Esta es la leyenda o tal vez historia verdadera que oí a un canónigo comentar mientras estaba buscando la salida de una calle en lo que fue judería de Toledo y, como tengo por costumbre, sabiendo que lo mejor para superar un embrollo es ir detrás de alguien que parezca conocer el camino, fui siguiendo a un grupo, en el que el que hablaba, que parecía tonsurado, contaba, más o menos, lo que dejo escrito.

Fue el caso, sin embargo, que no me condujeron, como había confiado, fuera de la judería, sino que me encontré plantado, ante un portón abierto en sillarejo toledano, que se abrió par dejar pasar a la comitiva que me precedía y a mi me dejó con un palmo en las narices.

Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado como: convento, cuento, cuento de invierno, Esquivias, leyenda, Misiones, monja, novicia, pecado, rijoso, Toledo, tonsurado

Enjambres, bandadas y jolgorios

16 marzo, 2013 By amarias2013 Deja un comentario

La primavera la sangre de los animales jóvenes altera. Es época de cortejos, romances, apareamientos, anidamientos, partos o puestas, para las especies con diferenciación de sexos (1).

Estas operaciones biológicas se realizan -con pocas excepciones- en pareja, aunque la organización anterior y posterior al acto principal -que no es propiamente la coyunda, sino, por este medio, la procreación y, por tanto, la continuidad de la especie-, puede involucrar la agrupación de miles de individuos.

Se sentirán así, nos cuenta la etología, más protegidos durante las labores de cría, prodrán elegir pareja entre más candidatos y, por supuesto, se beneficiarán de las condiciones climáticas o de procura de alimento más propicias, pues los lugares adecuados son transmitidos´, con el ejemplo modeladore del instinto, de generación en generación.

El 15 de marzo de 2013 más de 20.000 jóvenes españoles se reunieron en Granada, en la Fiesta de la Primavera. El día anterior, unos cuantos centenares de estudiantes (todos los adolescentes lo son) lo hicieron en Toledo (inolvidable la explicación de su alcalde, García-Page, de que no había que oponerse a los movimientos juveniles, sino observarlos para cuidar que no se conviertan en desmadre).

Seguro que, en muchas otras localidades, de este país y de los otros, las hormonas cumplieron con lo suyo.

Justamente en Toledo, en donde me encontraba ese día, pude contemplar cómo miles de pájarillos, de vuelta de su migración anual, al atardecer aún frío, ocupaban algunos de los árboles de las orillas del Tajo y hasta del centro de la ciudad, alborotando el ambiente con sus píos y jolgorios. No dejé de asociar a ambas comunidades embandadas, faltas tanto la una como la otra de su reina o guía, pero fieles al mismo impulso o ardor sanguíneo.

Un joven entrevistado de entre los que se arracimaban en Granada, botella de calimocho en mano, explicaba con tranquila desfachatez su razón para participar de aquel su enjambre: “No venimos a beber y a emborracharnos, sino por el ambiente, aquí se puede conocer a mucha gente”. Y aclaraba, para mayor precisión, que habían sido convocados por internet.

En parte, se equivocaba el palomo. Porque hay cosas que no se pueden lograr (¿aún?) por internet. Se pueden tener muchos amigos en facebook o en tuenti, pero las feromonas son las feromonas, y hay que darles la importancia que corresponde, distinguiendo entre razón e impulsos naturales.

—

(1) No es mi intención entrar en mayores profundidades en este Comentario, aunque no está de más recoger que los comportamientos sexuales  de muchos animales – incluída la especie humana-, al menos, en lo formal, no están necesariamene vinculados a que la pareja sea del otro sexo.

Publicado en: Actualidad, Sociedad Etiquetado como: apareamiento, calimocho, emjambres, feromonas, Granda, jolgorio, migración, nidada, nidadas, pajarillo, sexo, Toledo

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