Hace unas semanas, encontrándome en Sanlúcar, escribí este Cuento, que presenté (hoy supe que sin éxito) al Concurso de Relatos que convocaba la empresa Barbadillo. El texto se ajusta (o pretendía ajustar) a las condiciones del Certamen, con referencias a productos de la bodega sanluqueña.
He aquí mi propuesta, que copio para disfrute de los lectores de este blog.
ENCUENTRO CON SANLUCAR
Esther corría a diario 30 minutos, trotando a buen ritmo a lo largo del paseo que va desde Bajo de Guía hasta la avenida de la Duquesa. A aquella temprana hora, mientras el aún frío amanecer de final de invierno se dejaba notar, pocas eran las personas con las que se cruzaba. Envueltos en las neblinas del Guadalquivir, porque la marea iba baja, podía intuir a un grupete de marisqueros; quizá pescadores cavando en busca de gusanos.
La joven conocía a casi todos con quienes se cruzaba. Siendo febrero y día entre semana, la mayoría de los transeúntes eran habituales de la hora y naturales de aquí. No faltaba Juan, paseando su terrier o dejándose guiar por él; allá venía Toñi, andando a paso ligero con la intención de castigar los michelines, antes de incorporarse a su puesto de ayudante de bibliotecaria en el Cabildo…
-Buenos días fríos, que se nota el cuchillito.
Y más tarde, el adelantar a un cofrade de la Hermandad del Rocío:
-Empezando el día con energía, ¿eh, quillo?
Con los pies metidos en el agua, mal calzado para la ocasión, provisto de una cámara sobresaliente, con su teleobjetivo, alguien se entretenía fotografiando las aves que se alimentaban de moluscos y desperdicios en la arena. Era un hombre alto, delgado, insuficientemente protegido con un ligero chubasquero del relente de la mañana.
A las nueve menos cinco, Esther estaba ya en la oficina de la inmobiliaria. Era trabajo cómodo, bien remunerado entre salario fijo e incentivos. Habían florecido negocios de compraventa y alquiler de pisos y la competencia entre inmobiliarias era descarnada. Los sevillanos seguían apeteciendo Sanlúcar como segunda residencia, y la ciudad se había convertido en destino preferente de vacaciones, -incluso para fines de semana, a pesar de las malas comunicaciones crónicas- para madrileños adinerados.
Había traído Esther de casa, como acostumbraba, un termo con café con leche; le gustaba manchaíto. La compañera, Luisa, no había llegado; estaba separada, debía llevar a los niños al colegio y se retrasaba un día sí y otro no.
Puso en el portátil un CD con música suave, generando el fondo relajante que le amortiguaba la sensación de soledad. Apareció luego Luisa; masculló buenos días; se quejó del frío y se acomodó en su sitio, cerca de la ventana que daba a la calle.
Sobre las diez, asomaron los primeros clientes del día. Una pareja que quería vender el piso que el marido había recibido en herencia de su madre viuda, fallecida hacía meses. No tenían una idea precisa del precio que podrían conseguir por la venta, decían.
-Sabemos que, en el mismo edificio, un piso más pequeño se vendió por ochenta mil -argumentaba el hombre.
-Nosotros les orientaremos, no se preocupen; si de veras quieren vender, les diremos dónde está el buen precio del mercado para su propiedad -les tranquilizó Esther.
Ante todo, le interesaba aclarar algunas cuestiones legales.
-Su madre, ¿dejó testamento? ¿Tiene usted más hermanos? ¿Han hecho ya el reparto de los bienes de la herencia y lo registraron ante notario?
El interrogatorio formaba parte de las triquiñuelas del oficio, que conocía muy bien. La pareja admitió que les quedaban varios trámites por cumplir o aclarar. Se fueron.
Luisa metió un CD con música cañera.
-Por favor, por favor, ¿cómo puedes concentrarte con ese estruendo?
-Es que vengo hoy apochá, como si tuviera el cuerpo disgustáo.
-Ya…Como la semana pasada y la anterior, ¿no?
Sin ganas para entrar en polémicas, Luisa tramitaba por teléfono, prácticamente a gritos, el alta de la electricidad y el agua del apartamento que habían vendido hacía un par de días. Esther revisó rutinariamente la carpeta con los inmuebles a la venta.
No había terminado la inspección, cuando se dio cuenta que había quedado sola en la oficina. Luisa había salido a tomar su cafelito de media mañana. Era especialista también en desaparecer un buen rato con la excusa de hacer la ronda para detectar posibles inmuebles a la venta. Esther cambió el CD a la música suave que le parecía más propia de un negocio cara al público.
Un hombre entró en el local. Su imagen era la de un tipo atildado, serio. Muy alto. Saludó cortésmente y fue directamente a lo que le interesaba.
-Querría saber si tienen ustedes en venta algún piso, más bien pequeño, que tenga vistas.
Esther sacó la carpeta con los inmuebles que se encontraban mirando al río.
-Justamente, hace poco que entraron dos excelentes, de una urbanización moderna, en la avenida de las Piletas, que dan directamente sobre el Guadalquivir.
-No, no. Yo me refería a pisos que estén situados en la zona antigua de la ciudad. Me gustaría un apartamento céntrico. Quiero tener contacto con la vida diaria. Ver gente, sentir el pulso de la ciudad.
Tenía un inconfundible acento gallego. Esther se fijó ahora que, a la espalda, llevaba una mochila y le pareció que podría identificar al fotógrafo que había visto a primeras horas de la mañana.
-Puedo enseñarle otro, que está en el mismo centro. Desde la terraza se ve todo Sanlúcar. Para entrar a vivir, prácticamente sin reforma.
– ¿Cuánto cuesta?
-Los propietarios piden cien mil, aunque supongo que se puede negociar alguna rebaja.
Al cliente le pareció aceptable y como decía tener urgencia en tomar una decisión, fueron a verlo de inmediato. Esther puso el cartel de “Volveré pronto” a la puerta.
El piso estaba próximo al hotel Guadalquivir y, en efecto, desde su terraza se podía ver una buena área de la parte antigua de la ciudad. La luz del medio día iluminaba los contornos de las edificaciones, envolviéndolas en un halo de espléndida luminosidad.
– ¡Qué bello paisaje urbano! ¡Y cuántos edificios singulares!… ¿Qué es aquella edificación que sobresale entre las demás? -preguntó el hombre, señalando en la dirección.
-Es el palacio de los duques de Medina Sidonia. Al lado, se ve el Auditorio, que era antes la iglesia y convento de la Merced. Allá, a la izquierda, se distingue la iglesia de Nuestra señora de la O.
Martín pareció descubrir, de pronto, un interés concreto:
-Por cierto, no había oído nunca que existiera una virgen de la O.
Esther le aclaró:
-La virgen la O es la virgen en estado de buena esperanza, de la expectación. Se llama de la O, porque, después del rezo, el Coro se mantenía cantando una ¡oh! de admiración durante mucho tiempo, reflejando la emoción por el nacimiento del niño Dios.
El hombre esbozó una sonrisa, que a Esther le pareció triste. La mujer siguió con sus explicaciones de lo que se veía desde la terraza.
-En el Barrio Alto están las Bodegas más antiguas de la ciudad, en edificios que pasaron a manos privadas con la desamortización, y se fueron ampliando y mejorando, para aprovechar el buen clima y reducir los trasiegos en la elaboración de la manzanilla. Parcialmente, oculto, se encuentra el edificio de las bodegas de Barbadillo, donde está el Museo del vino…
-Mucha historia debe haber en esos edificios. Me avergüenza no conocer nada de esta ciudad. Hoy es mi primer día en Sanlúcar, pero estoy aquí para quedarme. – dijo Martín.
-Le va a encantar. Esta ciudad gusta más a los que vienen de fuera que a los mismos sanluqueños. Como estamos tan acostumbrados a verla, no la valoramos tanto…
Después de haber reconocido el inmueble con detenimiento, Martín se despidió, prometiendo reflexionar sobre la adquisición y emitir una decisión pronto.
-Si le gusta, no lo deje escapar. -dijo Esther, con una coletilla propia de su profesión.
-Le prometo que estudiaré esta opción con el mayor interés.
Ya se despedía cuando realizó una propuesta que a la mujer le sorprendió, dado el tono formal y distante que había mantenido hasta entonces.
– ¿Acepta que la invite a un café? No quisiera monopolizar su tiempo, pero le agradecería su orientación sobre mis primeros pasos en la ciudad. Recomiéndeme algunos sitios.
Esther no dudó. Este interés prometía que la deseada venta del inmueble podría facilitarse.
La cafetería estaba concurrida. Había gente mayor, tomando el café con tostadas -molletes le llaman- o churros. Ocuparon una mesa del interior, luego de pedir en el mostrador dos manchados de máquina.
-El mío que sea descafeinado y muy ligero, que ya voy sabiendo que aquí el café se toma muy cargado. Debo cuidarme la tensión -dijo Martín, disculpándose.
-Es lo mejor. Yo también lo bebo siempre con poca cafeína, para poder dormir.
La conversación transcurría por terrenos anodinos. Aunque Esther le dibujaba en un esquema de las principales calles de la ciudad, aquellos lugares que le parecían más representativos de Sanlúcar -y a fe que se esforzaba en seleccionar unos pocos entre tanta oferta-, Martín aparecía distraído.
Aparentaba unos sesenta años. Tenía las manos cuidadas, los dedos largos, propios de quien se ha dedicado a mover papeles en una oficina. Tal vez fuera abogado, pensó Esther.
– ¿Por qué se ha decidido por venir a vivir a Sanlúcar -curioseó- si no conocía esta ciudad?
Martin contestó en el mismo tono monocolor con el que se había expresado hasta ahora.
–No la conozco, es cierto, pero tengo amigos que me hablaron de esta ciudad como una de las más interesantes de Andalucía. Reúne dos condiciones que me atraen para residir aquí. Soy aficionado a la ornitología y estoy estudiando las características del vuelo de las aves migradoras. Sanlúcar está muy bien situado en ese sentido. Y lo más importante: quiero vivir en una ciudad en donde la gente transmita alegría de vivir. Aquí te saludan por la calle, aunque no te conozcan. Ustedes son trabajadores y, al mismo tiempo, saben divertirse cuando toca.
-Supongo que a su esposa también le gusta la ciudad, aunque tendrá sus propios motivos.
Martin la miró sin expresar emoción.
-Mi esposa falleció hace ya diez años. Estoy viudo y solo tengo un hijo, ya mayor, con el que no me hablo. El tiene su vida organizada.
-Ah, lo siento -se creyó en la necesidad de disculparse Esther.
-Se lo agradezco. Aunque ya pasó mucho tiempo, no hay un día en que no la tenga presente. Perder a tu pareja te confronta con una soledad inenarrable.
Parecía escritor. Seguramente sería periodista. Su forma de expresarse, cuidando las palabras y con vocabulario amplio, manifestaba que utilizaba habitualmente el lenguaje como instrumento de trabajo. Quizá tendría también alguna formación técnica, ¿no?
-Aquí muy cerca de la ciudad hay un parque en donde podrá ver muchas aves. Es la puerta de Doñana. En las Salinas hay una colonia de flamencos de forma permanente. Le puedo dar un mapa para que se haga una idea.
-No se preocupe por eso. Tengo cargado Google Maps en el móvil y con internet se puede llevar cualquier ciudad en el bolsillo.
De pronto, Esther descubrió que el hombre tenía una mirada serena y que los rasgos de su rostro eran delineados y elegantes. Le recordaba a su padre. Incluso a ese novio que se descolgó diciendo que tenía vocación para el sacerdocio, aunque ella siempre pensó que no le gustaban las mujeres. En ocho años de noviazgo no se habrían cruzado más de tres o cuatro besos, desprovistos de toda pasión.
Se despidieron, como suele suceder, con un “lo pensaré y le aviso” y un” anímese pronto, que el piso tiene muchos interesados y se le puede escapar; es una oportunidad de las que se presentan solo una o dos veces en la vida.”
Después del curro, Esther se acercó a la plaza del Cabildo, lo que no tenía por costumbre Encontró un grupo de antiguos colegas de comercio, que celebraban algo entre vinos de manzanilla, con tapeo de albondiguillas de choco y tortitas de camarones. Había uno que era muy bullita y andaba algo por ella, y le pedía: “siéntate con nosotros, Esthercita, que te hacemos sitio, que estamos preparando la guasa del Carnaval”. Iba a incorporarse con ellos, cuando, apoyado en la barra, lo vio y, guiada por su olfato comercial, se le acercó.
-Supongo que todavía no se habrá decidido. Pero veo que de algo le han servido mis indicaciones acerca de los lugares con ambiente tradicional en Sanlúcar.
-Bueno… -se disculpó el- en realidad, me limité a seguir la corriente. Parece que en esta zona se concentra toda la ciudad con ganas de socializar.
Y luego, sin apenas transición:
– ¿Ha quedado con alguien? ¿Me acepta que la invite a compartir mi bebida? Había pedido una caña, pensando en tomarme una cerveza. Me pusieron un vaso de manzanilla. (Esther sr rio, encontrando la gracia: “Aquí una caña es un vasito de manzanilla”).
Martín se había aprendido la lección:
-El que me sirvieron primero era de “manzanilla fina”, según me explicaron, que es más ligera en alcohol que la “manzanilla pasada”, envejecida. Y como tengo que ir a compás de mi edad, aquí tengo la recomendación que me hizo ese mushasho. (Señaló al camarero, que limpiaba el mostrador con soltura, imitando el tono andaluz con el que aquí se pronuncian las chs)
Ella miró la media botella que estaba sobre el mostrador. Era una manzanilla de la casa Barbadillo. En la etiqueta se podía leer Manzanilla Pasada Pastora. Martín había pedido para acompañar una media ración de galeras y las estaba disfrutando. Esther se tomó la invitación como obligación del oficio, aunque no podía ocultar que le estaba creciendo una curiosidad personal.
-Tomaré una copita con Vd. Eso sí, preferiría algo más ligero, si me permite. Un vino blanco Castillo de San Diego, que es afrutado, de uva palomino. Me encanta.
-Caramba, creo que aquí en Sanlúcar todo el mundo entiende mucho de vinos.
-Es que esta zona es muy especial; aquí se combina el aroma de mar, el sol y la tierra fértil y la tradición de elaborar buenos caldos. Desde los romanos se venía buscando la fórmula ideal, y un antepasado de los Barbadillo la encontró hace casi doscientos años.
-Veo que Vd. es una mujer a la que le gusta saber de todo.
-No me dejo engañar por el halago. Seguro que Vd. entiende mucho más de vinos, de varias zonas. Intuyo que es hombre de mundo, como se suele decir.
No sabría explicar por qué razón había dicho eso. El hombre la miró y, por primera vez desde que se conocían, esbozó una sonrisa franca.
-Mi mundo es limitado. Además, como persona del norte, eduqué el paladar en el dilema entre Rioja o Ribera de Duero. Me gusta el Ribera de Duero, pero es una cuestión de maridaje. En el norte, las comidas son contundentes. Aquí prefieren el pescado, el marisco, las hortalizas…
-Creo que la manzanilla va con todo. Hay muchos tipos. Y aquí se fabrican vinos ligeros y otros con más cuerpo. Todo consiste en acostumbrarse.
Las galeras, ovadas y con su sabroso coral, estaban deliciosas. De pronto, la curiosidad venció la prudencia de Esther:
– ¿De dónde viene Vd.? Su acento me recuerda a Galicia, pero no estoy segura.
-Soy asturiano. De Gijón. ¿Conoce esa ciudad?
-Asturias es una de las pocas regiones que me queda por visitar, reconoció Esther.
Al cabo de media hora de agradable conversación, cuando se habían agotado la media botella de Pasada Pastora, las galeras y las dos copas de Castillo de San Diego, Martín, de pronto, se disculpó.
-Lo siento, se me ha hecho tarde. Ha sido una suerte que hayamos coincidido, Esther. Es Vd. una mujer muy interesante. Nos veremos mañana. Puede estar segura de que pasaré por su oficina y tendré la decisión ya madura.
Se despidieron. Martin volvió al piso turístico en donde tenía alquilada una habitación, en la misma calle Ancha. En la habitación cómoda, limpia y suficientemente espaciosa, abrió el maletín que reposaba sobre la silla, y sacó tres cajitas de las que seleccionó, de cada una, dos pastillas. Después, tomando agua de una botella que reposaba sobre el lavabo, las ingirió en grupos de tres y se tumbó sobre la cama.
-Jodido cáncer, – musitó.
Repasó la información de los pisos que había visitado aquella mañana y tarde. Tenía las notas escritas con letra cuidadosa, recta, de profesional que está acostumbrado a escribir a mano para que se le entienda.
Había visitado un piso en la Avenida Quinto Centenario, con terraza, pero el actual inquilino le advirtió que resultaba frío en las noches, por la orientación al oeste. Otro, en el Barrio Alto, necesitaba reformas importantes.
Desde luego, el que mejor le encajaba se lo había enseñado Esther. Volvería a la mañana siguiente y le pediría verlo otra vez, y también se interesaría por conocer los gastos de comunidad, y si había posibilidad de un garaje en la zona.
Sacó luego del maletín un cuaderno en donde tenía dibujadas, con mano diestra, decenas de siluetas de aves y comparó los diseños con las fotografías que había tomado en la mañana, ampliando y corrigiendo algunos puntos.
También repasó los cálculos de sostenibilidad y potencia, en relación con la envergadura alar. La aguja colinegra, en efecto, tenía una potencia de arranque fabulosa para su tamaño y sus aleteos eran cortos y vibrantes. Las gaviotas reidoras, siempre más confiadas, ahorraban energía hasta el último momento; los menudos correlimos volaban frenéticamente cuando se alarmaban, con gran despilfarro energético.
El diagnóstico de metástasis ósea le había complicado brutalmente sus perspectivas. Le habían pronosticado cinco años de esperanza de vida asintomática, antes de que el deterioro se hiciera notar. Tenía que aprovechar el tiempo que le quedaba.
Se había aficionado a escribir sonetos y encontraba las rimas con facilidad. En la libreta de apuntes, garrapateó, sin grandes vacilaciones:
A quien llegue a Sanlúcar, siendo viejo
al que ya amor ni muerte quitan sueño
sugiero que acepte seguir este consejo;
cambiar el verso triste a sanluqueño.
Paseando por la arena, vi el reflejo
del sol cayendo al río y ese empeño
señaló el camino en que me dejo
guiar por blanca mano a lo risueño.
Con buena manzanilla pena alejo
y convierto mi talante en hogareño
llenando de alegría el patio anejo.
Vino y luz, forman lienzo velazqueño,
que, con mirarse el hombre en ese espejo,
de su propio destino se ve dueño.
Entonces, sintiéndose relajado, Martín se quedó dormido hasta el día siguiente.
@angelmanuelarias
Me ha gustado.
Veo q conoces bien la zona.