La excepcional afición de Diodoro por desentrañar los misterios de la naturaleza, que se manifestara desde la temprana niñez en tantas facetas, se concretó relativamente pronto en la micología.
Todo micólogo que se precie debe ser también un micófago aceptable, pues se puede decir que, en este arte como en todos, la satisfacción ha de compartirse entre la totalidad de los sentidos.
Diodoro no era, en el campo de las setas, una excepción. Seccionado o desprendido el carpóforo, con el cuidado que es de suponer, de sus hifas o micorrizas, escudriñaba entre las láminas y capelos, confirmando escotaduras, decurrencias, situaciones glabras, vulvosas o pilosas.
Si así le aparecía necesario, reforzaba la investigación con un cristal de aumento o unos frascos con sustancias colorantes que llevaba en un pequeño maletín, colgado de un cinto, para que no le estorbase el fácil acceso al cesto de mimbre en el que acababa depositando, en dos montones, separados convenientemente, los hongos comestibles de los que no lo eran.
Era tanta la ciencia de Diodoro, tanta la información que, con el transcurso de los años había asimilado sobre hongos, que raras veces faltaba a ese proceso identificatorio, la satisfacción intelectual de poner un nombre exacto a la seta recolectada. Cinco nombres, para ser más precisos: el vulgar, en cada una de las cuatro lenguas vernáculas y el que correspondía a la clasificación de Linneo que, como es sabido, admite incluso variantes y, a su vez, se compone de dos y hasta tres palabras.
La intelectual era rematada con la satisfacción de la ingesta del hongo. Cierto que, a base de primaveras y otoños, Diodoro no sentía ya el mismo placer de comerse sus múltiples raciones de setas, preparadas de las más variadas maneras, salteadas, asadas, rellenas, crudas o cocidas al vapor; solas o acompañando guisos; en bechamel o en rodajitas.
No era ya así. La ingesta se había convertido más bien en una obligación, un deber. Incluso alguna de las variedades que figuraban como comestibles en los múltiples manuales que abarrotaban su biblioteca monocromática, le llegó a provocar diarreas y hasta vómitos, seguramente por incómoda saturación del estómago o del intestino por constituyentes potencialmente indigestos.
Por supuesto, con las que aparecían como dudosas en los manuales o como venenosas o peligrosas para la salud, incluso las que podían resultar alucinógenas, no entraban en el cuerpo de Diodoro, que se limitaba a fotografiarlas, si era el caso, y las dejaba, llamándolas por su nombre, en el lugar en donde las había hallado, respetuoso como era de los misterios de la madre naturaleza.
La historia hubiera sido simple y sin interés, sino fuera porque el tal Diodoro, un otoño, paseando con su cesta y abalorios por parajes de la sierra de Aizkorri, se encontró con un corro de setas, de notable porte, que habían crecido aparentemente en campo abierto, aunque a cierta distancia de un alerce.
Tenían el sombrero parcialmente umbelonado, pero no eran cabezas de fraile, porque aún se veían, en los ejemplares más jóvenes, restos de lo que debía haber sido vulva o volva, aunque, al desenterrarlas, no encontró vestigios. En la parte baja del sombrero, no había láminas, sino unos como tubos, pero que más bien se aproximaban a púas, aunque, por la época y lugar, no podrían ser hydnum repandum, sino, más bien, ¿de la subespecie pantherina?.
¿Y qué decir del pie, ventrudo, adelgazado en la base, con unas manchas ferruginosas, no imputables a la esporada, casi blanca, sino, tal vez, al roce con el mero aire?
Diodoro seleccionó los ejemplares que le parecieron mejores, por más representativos y, abandonando la búsqueda de más boletos, hongos o carpóforos, estuvo escaso de tiempo en volver a su casa, y sumergir la testa entre las decenas de libros en las que creyó encontrar ayuda para identificar su hallazgo.
Pasó la noche, y nada avanzó. Cuando le parecía que tenía ya puesta al descubierto la identidad de aquellas setas, una observación más pertinaz, daba un vuelco a la hipótesis. La esporada a veces see le antojaba blaco ocrácea y otras, rojo pardusca, la carne era por momentos consistente y por situaciones, cedente a la presión digital. El olor, a rábano, pero, bien mirado (es decir, olido) podría ser también a almendras o incluso a membrillos revenidos.
Fuera como fuese, sin aguantar ya más la incertidumbre, y aún manteniendo el misterio de la identidad de aquellas setas, el alba encontró a Diodoro preparándose un guiso con ellas. Hizo, en fin, lo que tantas veces el mismo había desaconsejado hacer.
Era aquella la que se apoderó de él, como hubiera reconocido más tarde, de haber tenido ocasión, una tentación irresistible, el deseo de penetrar gustativamente en el misterio del ser y no ser de aquella muestra rebelde de la naturaleza, que se defendía de ser catalogada. Al menos, para él, Diosdoro, tocado en su orgullo fibroso de micólogo.
Tenía que probarla.
Como no quería enmascarar el sabor, apenas si puso una base de aceite en la sartén, añadió una pizca de sal, y, sentándose a la mesa, probó un poco. Excelente. La carne era sólida, el sabor fúngico con un regusto a asado de cordero, el olor que se desprendía al masticar, propio de un manjar solemne.
Comió todo el contenido de la sartén, sintiéndose feliz. Muy feliz.
Cuando, a mediodía, como acostumbraba, la chica de la limpieza, que disponía de una llave, entró para arreglar el apartamento de Diodoro, lo descubrió volcado sobre la mesa del comedor, con un lápiz agarrado en la mano, junto a una hoja de papel, en la que había escrito, con letras gigantescas:
“NO COMER. ESPECIE VENENOSA.”
Pero no había logrado identificarla, parece.
FIN