La Sra. de Orterín tuvo un disgusto cuando los Sres. de los Picos Pardos avisaron, cuando faltaban dos horas para la cita, de que no podrían acudir a la cena a la que habían sido invitados y para la que resultaban imprescindibles.
-Discúlpanos, querida, pero mi marido ha vuelto del golf con un brazo tieso. Estamos esperando que nos atiendan en el Hospital del Divino Remedio.
-¡No te puedo creer!¿Cómo fue? -la voz de la Sra. de Orterín revelaba su angustia-. ¡Sois imprescindibles!
-Al forzar un drive, se le descoyuntó la clavícula. Sabes que Rodolfo está empeñado en mejorar su hándicap. Ahora tiene paralizado todo el lateral -explicaba la Sra. de los Picos.
-Pues qué lata. Me hundís. No puedo desconvocar la cena. ¿ Y cómo voy a encontrar sustitutos, así, a la carrera? -se lamentaba Valeria de Orterín, a quien su notable sentido de la oportunidad le llevó a ofrecer un diagnóstico precoz de lo que acababa de escuchar-. Tu marido, ¿no habrá tenido un ictus? Hay mucho ictus por ahí.
-Llama a Patri. Ella te sacará del apuro. Tiene muchas tablas -fue la sugerencia de la Sra. de los Picos Pardos, que no quiso contestar a la sugerencia y sí ofrecer una posible solución al problema.
Valeria no hubiera podido limitarse a quitar dos platos de la mesa, como hubiera sido normal, porque la ocasión de la convocatoria a la cena era muy singular. Así que llamó a Patri Cachuelas, amiga desde los tiempos del colegio, con la que tenía mucha confianza.
-Yo voy encantada, Valeria, por hacerte ese favor y aún más que me pidieras. Pero, como sabes, en este momento estoy sin pareja y me dices que es una cena de matrimonios -puntualizó, resaltando la desigualdad que no sería posible introducir en la mesa.
-Arréglatelas, por favor, Patri. Sola no puedes venir. Mi marido se lo juega todo en esta cena. Invitó al cónsul de Roversfalia, que trae a un inversor chino interesado en financiarle un invento que tiene patentado. Los de Picos Pardos, que son socios, tenían que hablar de lo bien que les funciona el aparato. Todos traen a sus esposas, porque, al final de la cena, vamos a probarlo.
Valeria se mostró desconcertada.
-Eh, eh, ¿de qué me estás hablando? ¿Una patente? ¿Un producto para parejas? ¿Y tengo que simular que lo conozco y probarlo con…todavía no sé con quién?
-Tienes que ayudarnos y te deberemos una muy grande. -la Sra. de Orterín daba su brazo a torcer con mayor dificultad que el de los Picos Pardos-. Pero no me vengas con que tienes dificultades en encontrar una pareja, que te sobrarán candidatos de tu agenda, picarona.
El tiempo se echaba encima y Valeria explicó con cuatro trazos el propósito de la cena.
-Tenéis que disimular, simplemente, que habéis probado el producto y que os ha ido bien. No tenéis por qué dar detalles. Mi marido habla por los codos y solo tenéis que sonreir mucho y decir sí, no o gracias, como haría cualquier persona educada. Como el chino no habla español, no va a hacer preguntas directamente, y si tiene alguna curiosidad, contestad lo que os parezca, y mi marido hará como que lo traduce al inglés, pero dirá lo que crea pertinente.
La cena estaba resultando un éxito. El Sr. Orterín, en efecto, tenía capacidad de convicción en exceso, y se encontraba en su salsa vendiendo aquel producto de su invención, en un inglés perfecto que ni Patri ni su acompañante entendían. Por eso, a pesar de sus esfuerzos por ponerse a tono con el asunto, no conseguían aclararse de en qué consistía exactamente.
El acompañante circunstancial se había hecho a la idea de que era un estimulante para las relaciones sexuales, una especie de afrodisíaco. Cuando Patri le había hablado de un “producto genial”, había malentendido, por el déficit de cobertura (estaba en aquel momento escuchando a Stravinski), que era algo así como un “producto genital”. Viniendo la propuesta de Patri, no le extrañaba en absoluto.
En realidad, era su calenturienta imaginación la que habían forjado la tergiversación de la ocurrente invención, pues Valeria había explicado claramente que el producto que había desarrollado su esposo era una batidora ultracentrífuga que permitía poner las claras de huevo a punto de nieve sin necesidad de separar previamente las yemas. Un descubrimiento genial, en efecto, muy adecuado para cualquier restaurante.
Patri había conseguido convencer en el último instante a Salvador Perezuelas, un ferviente admirador, que era brigada retirado del arma de artillería, para que la acompañara. Perezuelas no había conseguido, hasta entonces, conducir a la coyunda a la bella Patri, y esperaba que aquella invitación tuviera el final feliz que tanto deseaba.
El chino, y en eso no se había equivocado Valeria, no hablaba ni papa de español y tampoco se podía afirmar que fuera un prodigio en el manejo del inglés. Se llamaba Linmí (“Mi, Grano del bosque” explicó, con risa forzada, exponiendo así todo su vocabulario) y era propietario de una cadena de restaurantes, la segunda de China, especializados en cocina cantonesa. Rechazó, en principio, la sopa de caracoles y espárragos, porque manifestó, muy serio, que era alérgico a la tortuga, y le convencieron, después de dibujar en un papel algo parecido a un caracol, de que se trataba de un molusco seguramente inofensivo para su problema.
-Ah, no snake, snail -reía.
Lo que no sabían los de Orterín, ni siquiera el cónsul de Roversfalia, con anterioridad, era que su pareja de cena, una inglesa nacida por pura casualidad en las islas Seychelles, hablaba perfectamente español. Dicharachera, jovial, hermosa y sensual, contaba chistes y gracias, lo que elevaba el nivel de interés del invitado circunstancial.
-Linmí me ha explicado todo -dijo, en español-. Estoy deseando que llegue la sobremesa, porque quiero probar yo misma cómo funciona, tanto con los huevos grandes, como con los pequeños, ¿verdad, Linmí?
Linmí asentía, con el rostro bastante coloradote por el eritema, resultado combinado del efecto, tal vez, de los caracoles navegando en su estómago por el vino de color amarillo paja que había ya ingerido en demasía.
Salvador Perezuelas estaba encantado, y dispuesto a ofrecerse como voluntario, si llegaba el caso.
Se estaban sirviendo del bacalao a las hierbas finas con sus callos y perendengues con acompañamiento patatas paja y puntas de alcachofa, cuando la esposa del cónsul de Roversfalia, dirigiéndose manifiestamente a Perezuelas, hizo una pregunta inocente, y no exenta de lógica, en su exquisito inglés:
Orterín se disponía a echar un capote sobre Salvador Perezuelas, pero, en el propósito de aclararse la gargante, tomó un trago del Gewurtztraminer sin advertir que contenía un trozo de corcho, atragantándose. Pero la inglesa de la Seychelles quiso aliviarle de la traducción:
-Salvador…lo que quiere saber la señora cónsul es lo que sintió cuando probaron el aparato. Y quiere que lo exprese libremente, en confianza.
No hubo mucho tiempo para rectificar y, queriendo ser útil, el brigada, en su mejor castellano, expresó lo que creyó venía a cuento:
-Algo inenarrable. Fue uno de mis mejores orgasmos, aunque estoy completamente seguro que hoy podremos mejorarlo.
Aunque la inglesa no estaba segura de haber entendido bien, siguiendo con su papel improvisado de traductora, emitió la versión al español que correspondía, dejando al chino cortado y a los de Roversfalia, corridos, mientras el Sr. de Orterín se iba corriendo a por el aparato que puso, con ostentación, encima de la mesa, junto a la bandeja con el bacalao.
-Los mejores montajes se consiguen con huevos de pueblo de esos que en Asturias llaman de caleya, que tienen la yema más pesada -dijo, en español, olvidándose, por un momento, que el empresario chino no le entendía, y que la inglesa seguía traduciendo.
El inventor tuvo que emplearse a fondo para deshacer el entuerto, achacando, por fin, la salida del tiesto del militar a su elevado sentido del humor, capaz de sacarle punta al momento más soseras. Pero, aunque la demostración resultó, finalmente, un éxito, ni Patri ni Salvador volvieron a pronunciar palabra.
FIN