En 1977, el gobierno de Adolfo Suárez convocó las elecciones generales que supusieron la reapertura del melón (o de la calabaza) de los comicios libres en España, cuyo resultado propició que un año más tarde se redactaría la Constitución aún hoy vigente. Con el estado de ánimo de aquel momento (supongo que sería verano, por el asunto), pinté un cuadro al óleo, de pequeñas dimensiones, que titulé “El progre en la playa”.
Afinando la vista se puede ver, en el centro de la escena, a un bañista que porta una bandera roja entre los cuerpos de una playa abarrotada, ante un oleaje que, por su encrespamiento, parece no invitar precisamente a darse un chapuzón.
Al contemplar hoy el cuadro (dejando al margen su valor pictórico, que no me atrevo a juzgar), no puedo evitar una sonrisa, desde la edad, al preguntarme bajo qué supuestos me sentía identificado con el abanderado. Treintañero, casado y con un hijo (mi esposa embarazada del segundo), si me veía de paseo altanero por una playa llena de gentes entregadas al descanso, la exhibición de mi progresía, reflejo en efecto de mi comportamiento en la vida real, no dejaba de ser un ejercicio perjudicial para mis posibilidades profesionales.
He cumplido con bastante exactitud mi programa vital de aquellos años, y, desde luego, puedo afirmar con orgullo que nunca me han faltado enemigos, ni zancadillas, ni empujones para hacerme trastabillar. Sigo enarbolando la misma bandera -tal vez, algo ajada y con ciertos desgarros-, y, como prueba de que no se trataba de conseguir adeptos, sino de exhibir mi independencia, me puedo jactar de que no he pertenecido jamás a ningún grupo político.
Paseos por la playa no dejé de dar. Por eso, en estos últimos cuarenta años he visto sucederse regímenes políticos con opciones teóricamente distantes, caer estrepitosamente a ídolos encumbrados al quemarse sus alas de cera, ascender a otros por los que nadie apostaría un duro y, en mi batiburrillo vital, por fortuna, conocí a mucha gente interesante (casi siempre, anónima).
Mi tarjetero tiene unas pocas tarjetas de visita de personajes de los considerados importantes. Las personas de mi entorno escolar y académico que llegaron a ser ministros, o presidentes y ejecutivos de primer nivel de grandes empresas fueron escasos, y de ellas, no necesité acumular tarjetas. Por mis diversas trayectorias profesionales, sin embargo, he venido recogiendo tarjetas y tarjetones de quienes, cuando se cruzaron conmigo, se creían en el camino para llegar a serlo y unos pocos, ya habían llegado a su cima.
Parodiando a Emilio Botín, que lo expresó en otro contexto y con diferente intención, “gente excepcional, realmente excepcional, me crucé con muy pocos”.
No se si vendrá a cuento para el lector amigo, pero me apetece conectar esta reflexión con otra, muy actual. Los media españoles se ocupan profusamente hoy, 8 de noviembre de 2016, de las elecciones presidenciales en Estados Unidos. Existe, al parecer, incertidumbre respecto al triunfo de la candidatura de Hilary Clinton, propuesta por el partido demócrata. Las encuestas reflejan obstinadamente la cercanía del candidato republicano Donald Trump.
Si nos atenemos a la presentación escueta que se nos hace de ambos candidatos, con regularidad apabullante, el ciudadano español puede imaginar que la tesitura a la que se confronta al votante americano es la de elegir entre un magnate enajenado y una rica elitista.
Vista desde la distancia, la situación no parece sino una representación más, adobada con un fuerte impulso crematístico (más de mil millones de dólares ha empleado en la campaña la representante de la saga de los Clinton, y casi ochocientos millones el xenófobo más histriónico de la Historia) de lo que llama Bauman “exarcebación del miedo al extraño”, esto es, a lo desconocido (entrevista de Gonzalo Suárez, El Mundo, primer domingo de este noviembre).
Los votantes de Trump deben sentirse atraídos por la defensa y, en su caso, el alzamiento de las murallas que preserven su actual bienestar, sus negocios y sus empleos, aunque para una minoría cualificada sea simplemente un trabajo miserable. Lo extraño, para ellos, sería la entrada de más emigrantes, la polarización hacia la incipiente recuperación económica de una horda de pobres del mundo, excesiva para la capacidad de absorción que suponen tiene la economía americana.
Los votantes de Clinton -¡ay!- desean que las cosas sigan como están, y que se mantengan las murallas invisibles que preservan su actual bienestar, sus negocios y sus empleos, aunque para una minoría cualificada sea simplemente un trabajo miserable.
Ambos tipos de votantes ignoran cómo se mueve la economía y, si algo entienden de ella, es que hay que defenderse del enemigo, teniendo armas en casa (por si acaso) y potenciando la industria de armamento (y si el enemigo no existe, habrá que crearlo).
Nada habrá, pues, de cambiar en lo sustancial, y las campañas no son más que una parte del espectáculo, con su coreografía y tal, siendo lo importante no lo que se dice, sino cómo se dice.
En relación a lo que pueda afectarnos a nosotros, los españoles, es tan seguro que Donal Trump no ganará -perderá por poco, y se enredará en reclamaciones en varios Estados que harán los setenta últimos días de Obama más divertidos- como que nada cambiará para España. La constante del comportamiento norteamericano con nuestro pequeño país es ignorarnos, salvo para venir de vacaciones y comprar espadas y disfraces de torero que serán útiles en Carnaval.
No creo que Estados Unidos de Norteamérica sea ejemplo de democracia ni de sensibilidad mundial, pero, teniendo reciente el resultado de las elecciones en España y viviendo aún la calentura mental que provoca la debilidad del ejecutivo para conseguir sacar las cuestiones principales adelante, se me ocurre plantear esta pregunta:
¿Hace falta alguna cualificación, apoyo económico especial o toque de varita milagrosa para ser presidente o ministro de gobierno en España?
Supongo que la respuesta ha de ser que sí, pero lo ignoro. No se siquiera la influencia que hayan podido tener los millones defraudados al fisco por los partidos (a la cabeza el Partido Popular) para compensar por la vía de la apropiación indebida la escasez de subvenciones a las agrupaciones políticas.
Desde 1977 hemos tenido en España 190 ministros, y la probabilidad de que, elegido al azar, un español alcance tal categoría, es casi infinitesimal. Tampoco mejora mucho el ratio si tomamos como base muestral el número de titulados superiores; el 40% de los jóvenes entre 25 y 35 años tiene un título universitario: el mayor porcentaje de Europa.
El simpático embajador norteamericano James Costos, que desplegó en España mayores empatías que todos sus antecesores, por su carácter abierto y hasta festivalero, parece sentirse capaz de arriesgarse a entender nuestra idiosincrasia con un par de pinceladas (Condé Nast TRAVELER, Pilar Guzmán, 3 nov 2016): “los españoles son orgullosos y testarudos, lo que es, a un tiempo, una bendición y una maldición”. (1)
Como ejemplo de testarudez, cuenta, cuando preguntó si podían hacer una capa española más corta y con menos volumen de la que le ofrecía la prestigiosa firma Capas Seseña, le contestaron. “No, no las hacemos”. Esta y otras virtudes de lo español le han hecho entendernos y querernos, dice.
Yo no voy de capa, pero sigo dando vueltas con mi bandera. Y si me encuentro a Mr. Costos en mi paseo, llevando él la capa (y puede que hasta una espada), lo saludaré, sin evitar que me asalte este extraño pensamiento: ¡Vaya! ¿Se tratará de un progre en la playa?.
La calificación que los españoles merecemos de James Costos (“proud and stubborn”) es muy de agradecer. Mejora incluso, en mi opinión, la nota colectiva que merecimos de Martin A.S. Hume en 1901 (“The spanish people: their origin, growth and influence”) en la que, por nuestro origen afrosemítico, nos atribuye una “overwhelming individuality”, que nos hace ofrecer una “obstinada resistencia a obedecer a otro, a menos que hablara en nombre de una entidad sobrenatural” (citado por Miguel de Unamuno en “El individualismo español”, dic. 1902)