No tiene gracia. La posición de credibilidad internacional de nuestro país -una democracia seria y consolidada- va perdiendo enteros a velocidad que resulta insoportable. El conflicto generado por una facción secesionista catalana, utilizando las estructuras institucionales contra el Estado central, y que ha levantado en pie de guerra formal a una parte importante de la ciudadanía de esa región contra el resto de la población -regional y nacional- es, sin duda, un elemento coadyuvante para alimentar esa sensación de descontrol.
Es penoso el espectáculo del desentendimiento entre los responsables del gobierno central y el autonómico, pero la situación alcanzó ribetes de mala ópera bufa, gracias al afán protagonista de algunos personajes, a sus aficiones histriónicas, a su descaro irresponsable, saltándose el respeto que merecen las instituciones -las que representan y las que critican-, la ciudadanía -a la que dicen defender y la que ofenden-, las empresas interesadas en hacer las cosas bien -y las que apoyan la imposición revolucionaria, creyendo tal vez que el mar revuelto les puede beneficiar-, y el orden jurídico, al que apelan con desfachatez, para destrozarlo con desenvoltura.
Que un Tribunal alemán regional intermedio se atreva a enmendar la plana a un magistrado del Tribunal Supremo español (que ha actuado siempre refrendado por la Sala de apelaciones) es increíble. Que una ministra de ese país de la Unión Europea se atreva a interferir, con su opinión, en la vida política de otro Estado miembro, es inaceptable. Que se aireen discrepancias en la interpretación de los Tratados de extradición dentro de la Europa común, es increíble. Que existan graves diferencias en los Códigos penales de países que mantienen libre circulación de personas y bienes -en los tipos delictivos y en las sanciones previstas-, cuestión de la que quienes tenemos en el ejercicio de derecho nuestra profesión ya habíamos advertido, es intolerable.
El asunto del máster conseguido, presuntamente, por la cara, de la presidenta de la Comunidad de Madrid ha subido, por su parte, muchos enteros, la escalada de los despropósitos por el que algunos, desde distintos ángulos de la versión política, nos empujan para convertir la imagen del país en objeto de risión. Se sabe ahora, además, que ese título universitario no era un adorno más en el currículo de la empecinada política, sino que resultaba la consecuencia de un contubernio entre amigos del partido para otorgarle una titulación que le sería imprescindible para poder ejercer la docencia, a la que parecía vocacionalmente destinada, cuando dejase de dirigir los destinos colectivos de la región madrileña.
Este máster maldito está emponzoñando, de refilón, la credibilidad de otra institución necesitada de consolidar su prestigio, la Universidad española, perjudicando la trayectoria profesional y curricular de quienes han obtenido sus títulos con trabajo y dedicación, y no como resultado de contubernios de despachos.
Podía poner, lamentablemente, otros ejemplos del descalabro en el que se encuentra nuestra vida socio-política. La pareja dominante del partido que estaba autoproclamado para hacer una revolución salutífera, el clan Iglesias Montero, no da ejemplo precisamente de democracia, conocimiento de mundo real y serenidad pragmática. Las pullas desde el decaído partido de gobierno contra un eternamente bisoño, pero tenaz, Alberto Ribera, no mueven tampoco a la devoción política. Y el partido en el que vegeta Pedro Sánchez y una vieja guardia decaída, más bien parece guardián del cementerio antes que alternativa creíble,
Me detengo aquí. Da asco el panorama. Y lo que más me duele es que esa falta de originalidad, de decencia política, de objetivos y programas de gobierno o alternativa, nos esté perjudicando a todos, dando mecha a una posición antiespañola, despreciativa, de la Europa centralista, clasista, hispanófoba por vocación, que gusta de utilizar nuestro descontrol para ocultar sus graves lacras. Nuestra guerra incivil les sigue pareciendo mucho más grave a algunos europeos de mentirijillas, que una guerra mundial posterior en la que mataron sin piedad a quienes fijaron como objetivo de su rapiña y sin apelar a la defensa ni del orden institucional ni de los intereses de clase.