Hace tiempo que me planteé escribir un cuento en el que los héroes fueran los perdedores. Un relato de fracasados ilustres, y no precisamente porque lo que habían pretendido hacer les hubiera salido mal, sino precisamente por eso, porque habían tenido éxito y otros se habían apropiado, con desfachatez, del mérito, atribuyéndoselo.
Aunque, mirado desde otra perspectiva, tal vez la culpa de su fracaso estuviera también en buen parte en ellos, en no haber aprovechado los momentos, en haber puesto sus huevos en la cesta equivocada.
Llegué a estar bastante obsesionado con la búsqueda de personajes que, a la manera de Van Gogh, Mozart y tantos otros, no pudieron disfrutar en vida de la cosecha de su talento y murieron pobres e ignorados por sus coetáneos.
Una noche en que había sacado a pasear a mi perro para que pudiera hacer sus necesidades en territorio común y dejarlo, de paso, corretear un rato por los parterres vacíos, me topé con un mendigo que, a despecho del frío que ya se anunciaba en aquel comienzo del invierno, se había echado encima de un banco, cubierto malamente con una chaqueta raída del corte tajante de la intemperie, y parecía dormitar, ajeno a exógenas inclemencias.
-Buen hombre, -le sugerí, tocándole suavemente el brazo- No se quede aquí, que la noche viene fría. Váyase a un albergue, porque puede quedarse helado.
El tipo me miró, como despertando de un profundo sueño.
-Déjeme en paz, que se lo que hago, -fueron sus palabras, mientras me daba la espalda, girando sobre el asiento.
Miré a mi alrededor, para comprobar si alguien más podría hacerse cargo de la necesidad de convencer al pordiosero o llevárselo por la fuerza de allí, pero no atisbé a nadie, y temí que mi perro, que se había extasiado persiguiendo por los suelos la proyección de las luces fluctuantes con que festejaba la Navidad un comercio de electrodomésticos, enloqueciera y se perdiera las fiestas en familia.
No quiero pasarme el día pegando carteles con la foto de mi rotweiler y llamadas con esencia lacrimógena del tipo: “Precioso cachorro extraviado en el barrio, gratificaré a quien lo encuentre, responde por Rouco”.
Así que seguí mi camino, decidiendo pasar página del incidente, pues dí por seguro de que la resistencia física de aquel individuo y las dosis de alcohol que debería tener engullidas, le servirían de pasaporte franco hasta la mañana siguiente.
Cuando al otro día, muy temprano, pasé por el mismo lugar y no vi al mendigo sobre el banco, me tranquilicé definitivamente. Hasta me hice la composición de lugar de que la policía municipal se lo habría llevado a un lugar más caliente en una de sus rondas nocturnas. Con todo, por razones que no sabría explicar, tal vez debido a un tactismo interno de origen sicosomático que es un resto de mi sensibilidad frente al sufrimiento de los demás, me acerqué al borde del banco.
Descubrí que en el suelo había un trozo de papel, del tamaño de un folio que se hubiera doblado con innegable cuidado, en el que se adivinaba algo escrito.
Debía haber pertenecido al mendigo, y se le habría caído. Movido por la curiosidad, lo cogí y lo desplegué ante los ojos. Hay siempre algo que atrae desde un papel abandonado en el que se leen algunas letras.
Lo que había en éste, era una especie de decálogo. Constaba de varias frases escritas en letras mayúsculas, a las que el autor había puesto incluso un nombre colectivo: “El código de los perdedores”.
Recuerdo algunas frases:
“Nunca defiendas lo que es tuyo.
“No des valor a nada de lo que hagas.
“No tengas prisa por llegar a ningún sitio.
“Critica sin piedad lo que hagan mal quienes tengan el poder.
“Confiesa tus intimidades a algún subordinado.
“Ayuda anónimamente a los que lo necesiten.
Me disponía a guardar el papel en el bolsillo, porque no entendía el interés de cuanto parecían destilar aquellos mensajes ácratas, que parecían surgidos del despecho o de una amarga experiencia. Estaba en ello, cuando, viniendo de mi espalda, alguien me arrebató con un brusco ademán el escrito, ejerciendo tanta fuerza en el empellón, que me hizo caer al suelo, al que dí de bruces, rompiéndome la nariz. Es esa cicatriz que, desde entonces, afea mi rostro.
-Vuelve al lugar en donde nadie te llama, para recibir tu merecido, -gritó una voz.
Dolorido por el golpe, sangrando copiosamente, me levanté como pude y, como en una pesadilla, vi una sombra que se desvanecía entre la niebla con el papel. Juraría que era la del mendigo de la noche anterior, que había superado el riesgo de congelación de forma evidente.
Cuando estaba escribiendo este relato, recordé otra de las frases del Código. “Cuenta tus desgracias a quien no te aprecie lo más mínimo”. Y lo que es más curioso, la forma de andar, arrastrando los pies, me trajo de pronto a la memoria a Corsino de la Peróndola, el tipo odioso que sacaba matrícula en todas las asignaturas en el bachillerato y al que no había visto desde hacía la tira de tiempo.
FIN