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La Tesorería de la Seguridad Social en su laberinto

15 diciembre, 2016 By amarias Deja un comentario

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Tengo mi teoría acerca de porqué España, a pesar de contar con millones de gentes voluntariosas e imaginativas, es un país colectivamente ineficiente. No voy a comparar, en esta ocasión, con lo que sucede en otros sitios, porque no hace falta salir al campo para reconocer lo que debe mejorarse.

La razón fundamental, en mi opinión, de tantas horas, esfuerzos y capacidades perdidas, es que muchos de los que han llegado a los lugares en donde se deben tomar las decisiones, son incompetentes. No saben, no aprenden, no les importa. La selección natural no opera en demasiados estamentos, y prima la selección artificial, con los resultados que cabría esperar. Hay bolsas ejemplares de eficiencia, pero no son contagiosas.

La falta de idoneidad de muchas cúpulas -incluyo, por supuesto, también a las empresas privadas- no es la única causa. Las dos siguientes, en mi escala particular de dónde se origina la ineficiencia-, son:

a) la incapacidad para definir unas reglas de actuación, y seguirlas, en prácticamente todos los órdenes de la vida social y empresarial. Todos quieren opinar, antes que escuchar y no preocupa el tener algo qué decir, sino ocupar espacio. Constantemente se discute lo hecho por otros, se incumple lo pactado, se regula mal y, sobre todo, ni siquiera existen normas, y cuando las hay (de empresa, de departamento de la Administración pública, de asociación, de agrupación de cualquier género que pretenda reflejar una guía de actuación) se desprecian sistemáticamente, sin que se aplique al infractor sanción alguna (las normas de Tráfico son, quizá, la excepción, por su decidido propósito recaudatorio: en este caso se inventan niveles irrelevantes como infracción para poder imponer una multa al detectado)

b) más recientemente, con la aparición generalizada de la devoción a las nuevas tecnologías, y la ignorancia general acerca de cómo funcionan esas cosas, se han incorporado a la ceremonia de la confusión cientos o miles de jóvenes, pertrechados con su conocimiento de algún metalenguaje informático, pero que, lamentablemente, no tienen mucha idea de para qué servirán los códigos y programas que generan con su sabiduría. Estamos en un mundo tecnológico, sí, pero poblado de zombis.

La combinación de no saber lo qué se quiere y la ejecución de esa ignorancia por un equipo informático que no sabe para qué debe servir la generación de ventanas escritas en lenguajes crípticos, instrucciones, subprogramas ejecutables,  árboles decisionales que asemejan escalas de Jacob, etc. produce monstruos.

Uno de ellos, y muy relevante, por lo que significa, es la web de la tesorería de la Seguridad Social, y su colección de arabescos imaginativos. No está hecha para ser usada, es decir, para pagar cotizaciones. Está hecha para desanimar al más pintado.

Y lo que es peor es que -y ruego que no se impute esta ocurrencia a una persona concreta, sino a la pesantez del sistema en sí mismo- cuando se expone, ante el enésimo funcionario al que se ha acudido para exponer que lo que se desea es “que se me indique cómo pagar sin recargo la cuota correspondiente a un único trabajador a tiempo parcial de una Comunidad de Propietarios de solo cinco viviendas, teniendo los certificados digitales correspondientes”, reciba por enésima menos uno respuesta, “no puedo ayudarle. Es que mi ordenador no tiene el mismo programa informático que descargan los usuarios, y no sé cómo funciona el suyo”.

Jóvenes, tenéis mucho trabajo por delante para ordenar este país, y debéis empezar por una labor aparentemente sencilla: simplificando trámites, eliminando incompetentes, generando normas que sean útiles y sencillas de cumplir, no laberintos en donde se pierden los ánimos particulares, y los dineros de todos.


Los picopicapinos (picatueros les decimos en Asturias) avisan de su presencia con un peculiar chillido, una especie de graznido, destinado, supongo, a advertir a otras aves que están ahí, y que están dispuestos a defender su territorio, aunque también lo lanzan cuando están asustados. Si bien su población es numerosa, no es muy común verlos por la ciudad, y menos, cerca de las viviendas, porque son desconfiados y, por tanto, huidizos.

Este, ya no tan joven -como lo demuestra lo extenso de la coloración roja de su zona anal-,  pájaro carpintero (dendropocos major) ha descubierto una cajita preparada para servir alimento complementario a otras aves, y, despreciando la opción para la que ha sido dotado genéticamente por la madre naturaleza, en lugar de horadar la corteza de viejos árboles y troncos, para poner al descubierto larvas y adultos de insectos litófagos, la ha tomado con la caja.

Más o menos siempre a la misma hora, acude a darle picotazos, ahuyentando a cualquier otra ave que ose acercarse mientras él perfora, ya que no duda en utilizar contra él, también, su robusto pico. Se ha convertido en el señor de los gorriones, carboneros, herrerillos, currucas, colirrojos, papamoscas, etc., que compiten, en ordenada secuencia,  por su dosis de sobrealimentación a diario.

Lo más curioso es que el carpintero no come de la caja, sino la caja. Hace ya días que no lo veo por el lugar. Como huella de su obstinada presencia, ha dejado una sarta de agujeros.

Publicado en: Administraciones públicas Etiquetado como: análisis informático, carpintero, fracaso., informáticos, laberinto, nuevas tecnologías, pájaro, programa, seguridad social, tesorería

Salidas

25 junio, 2016 By amarias 6 comentarios

En el metro de Madrid, que es el que mejor conozco, hay una norma no escrita por la que, en las paradas, los que tienen que salir del vagón lo hacen por el centro, y los que quieren entrar, utilizan los laterales, ya sea de la izquierda o de la derecha.

Desde luego, en el predecible como nunca panorama resultante de las reelecciones para formar gobierno en España, del 26 de junio de 2016, los que están en el vagón no quieren salir ni aunque les inviten sus amigos íntimos, y los que están locos por entrar, se han liado a darse empujones y dedicarse algunas bofetadas, para defender su presunto derecho a ocupar los asientos libres, en especial, los reservados.

No entiendo muy bien por qué. Los ciudadanos, después de una campaña en la que dudo que alguien se haya leído los programas electorales -incluso, los resúmenes- y, por tanto, dado que su decisión fue puesta de manifiesto ya en la anterior convocatoria, votarán lo mismo. ¿Por qué habrían de cambiar? ¿Para facilitar un acuerdo que los líderes de los partidos principales no han sido capaces de adoptar? ¡Vaya! Si hacen lo que el cuerpo les pide un día de domingo de junio, se abstendrán.

Los indecisos -se especula que un 30% oculta su intención o anda dándole vueltas a si entregará su (estéril) voto individual a alguno de los opositores a dirigirnos durante cuatro años el soliviantado cotarro-, en nada contribuirán cuando aclaren su incertidumbre personal a mejorar la indefinición colectiva.

Los que predicen, precisan, incluso, que la mayor parte de esos que dejan para el último momento la decisión sobre la papeleta que introducirán en la urna, son mujeres, y, profundizando en la sospechosa misoginia de sus análisis, abundan en que, son aficionadas a otros programas (los de diversión mediática).

Si eso fuera cierto, una parte no despreciable de los votos se decidirá, por tanto, por la aplicación de cualquiera de los métodos de decisión holístico-elucubrante que aplicábamos cuando éramos niños. (Recuerdo para la memoria de los más provectos, algunos torpes ejemplos: “Si me cruzo con alguien con perro, voy a aprobar el examen de Ciencias Naturales”; “Si mi madre ha preparado arroz con leche de postre, me compro una peonza”; etc.)

He dejado de creer en las mal llamadas consultas democráticas desde que me di cuenta que la inmensa mayoría de la gente es muy, pero que muy, manipulable y, como premisa menor, es incapaz de leerse nada escrito.

Si se confía en que las decisiones se tomen por todos los asistentes a una convención, acto o asamblea, por ejemplo, y nadie se ha preocupado por tener preparado de antemano la forma satisfactoria de salida de la reunión, los debates serán interminables, y las voces se tornarán cada vez más encrespadas. En definitiva, siguiendo con la imagen del principio: los que están en el vagón no saldrán (si lo desearan, que no parece sea el caso), ni los de fuera, podrán entrar (aunque lo ansíen).

Nuestra función como espectadores, con nuestra papela de votantes en la mano, es mínima. Podríamos imaginar lo que sería más conveniente (ordenar el flujo de entrada y salida, para facilitar el cumplimiento de los itinerarios), pero el tren está parado en el andén, calentando motores, con riesgo de ripado.

Bloqueo a la vista, y… si el metro avanza, porque alguno de los que estén dentro quiera hacer de maquinista, alto riesgo de que se lleve por delante a unos cuantos de los que pugnan en los andenes.

El ejemplo del Brexit es estupendo para concretar esta metáfora. Ha ganado por los pelos de la casualidad más herrumbrosa, la opción de los que quieren salirse de la Unión Europea, una idea que, como el lema de los anuncios del Banco de Santander, que Goma Espuma ha convertido en genial, representa “algo sencillo, personal y justo”, para los que tienen la intuición de que vale más estar solo que mal acompañado.

El mismo lema sirve para los que han votado quedarse, solo que éstos perdieron. Los que quieren salirse superaron a los que desearían mantenerse en esa agrupación de “viejos comerciantes con colmillos retorcidos que defienden lo suyo con añagazas legales ” y “torpes ilusos de la intención infantil de lograr algún día una Europa fuerte”. La diferencia entre el 51,8% y el 48,2% conseguida por los ganadores, se puede calificar, por lo menos, muy sutil.

Salen unos, entran otros, el tren cambia de dirección, la vida sigue. Entretenidos quedan unos (pocos) en recomponer destrozos, mientras la mayoría se apuntará con brío a la nueva situación haciéndola viable y -mal que nos pese a los que queríamos que se quedaran-, mejor. El futuro siempre es mejor, por eso, por definición.

En nuestras elecciones del domingo -mañana cuando esto escribo- ganarán los que hayan votado al Partido Popular, que serán una ridícula minoría en relación con el total de votantes, y aún más exigüa si se contabiliza respecto al número de los que podrían haber votado.

Estarán próximos a una mayoría imposible, porque no van a coaligarse, los votantes del decaído PSOE y del emergente avieso combinado Unidos Podemos. Y asistiremos a la caída ligera, pero apreciable, de la opción contemporizadora de Ciudadanos, dirigida por un brillante Albert(o) Ribera, que, al margen de simpatías ideológicas, aprecio como el que más juego dialéctico, y coherencia personal, ha ofrecido de todos los candidatos.

Así, pues, no saldremos del atolladero. Porque lo que interesa no es quien gana la ridícula ventaja de ser el más votado de cuatro opciones, cuyos programas, dejando aparte tendencias del corazón e impulsos ancestrales, son inviables.

Los de unos, porque han surgido de un gabinete de iluminados que desconoce el mundo real (aunque utilicen algunas anécdotas extraídas de él);los de otros, porque se obstinan en defender seguir con lo emprendido sin escuchar a los descontentos (que tienen poderosas razones para estarlo); y, en fin, los otros dos partidos, …uno porque ha olvidado que la socialdemocracia es realismo de progreso, pero concreto, contante y sonante; y el otro, porque tiene un tufo a condimento profesoral londinense que echa para atrás a los que podría atraer, que son los juiciosos posibilistas.

Yo ya voté, o sea que no me voy a dejar influir por lo que pase hoy ni por el tiempo de mañana.

Publicado en: Sin categoría Etiquetado como: elecciones, fracaso., metro, Partido Popular, Podemos, profesor, salidas, tren, votaciones, voto

Tiempo de exposición

10 abril, 2016 By amarias 2 comentarios

Quiero creer que las opacas conversaciones entre partidos políticos para formar gobierno habrán servido, siendo evidente que no han cumplido su objetivo, para facilitar que los ciudadanos independientes lleguemos a alguna conclusión que resulte útil a nuestro país.

Si hay una distinción del carácter que define a un líder es que, cuando el equipo parece aturdido, él propone una solución y saca al grupo del escollo.  Tal vez debo indicar que no me refiero a que el dirigente (o el aspirante a tomar las riendas) tenga “la” solución, sino que sea capaz de ofrecer, lo antes posible, una opción creíble y que movilice a quienes tienen los recursos disponibles, para aliviar a los que estén sufriendo el peso más agotador de la carga. Se consigue, de esa forma y en ese preciso momento, que se salga del bache, y se obtiene la liberación de la tensión, para poder dedicarse, ya con más calma, a mejorar las estructuras y evitar que lo mismo vuelva a suceder.

Puede que todo parezca demasiado teórico, parte de un manual elemental. No niego la menor, pero me acojo a mi derecho intelectual a expresar que las propuestas que provienen de los que alardean tener información y criterios sobre cómo conducirnos a un sitio mejor, carecen de viabilidad.

Los representantes de los cuatro partidos políticos más votados parecen haber confundido el apoyo de sus concretos electores con un mandato para negociar un gobierno de coalición con garantías de estabilidad. No lo veo así, en absoluto. Si no sabemos hacia dónde ir, ¿con qué pertrecharnos? ¿Habrá que atravesar un desierto sin oasis o una selva con serpientes? Puede que, metafóricamente hablando, sean varios y complejos los espacios a atravesar y, en lugar de equiparse para una expedición al polo o con el salacot de excursionista de safari, sea más adecuado pulsar la propia capacidad de resistencia.

La diversidad de opciones presentadas ante los electores-incluso aunque mal o insuficientemente perfiladas- solo han servido para que la ciudadanía exprese su deseo de acabar pronto el período de transición, en el sentido, de momento de desconcierto o desorientación.

Que se nos saque de aquí, vamos, cuanto antes. Porque los períodos de transición, son períodos de exposición. Los que están expuestos, son más vulnerables.

Sin embargo, este período ha sido interpretado como un tiempo de exhibición, como si los portavoces de las preocupaciones de los agentes socioeconómicos, hubieran creído que nos interesaba conocer más al detalle sus diferencias personales, tomar fiel medida de sus distancias mentales o profundizar hasta el vómito en sus elucubraciones de definición ideológica catecumenal. Por eso, teniendo en cuenta que, como más de treinta y cinco millones de potenciales electores, no he tenido la menor participación en esas negociaciones, me siento facultado para expresar mi decepción.

Las exhibiciones percibidas de las débiles musculaturas, la delicadeza de las carnes ofrecidas, tan descoloridas como pegadas al hueso, necesitadas a gritos de un paseo por mayor ejercicio mental,  fueron lamentables. Sobre todo, porque nos han hecho perder bastante bagaje de lo único seguro que teníamos a disposición: tiempo para reaccionar.

Más de un centenar de días consumidos en misteriosos tejemanejes han dejado un poso de excesos verbales, marcas de intolerancia, crispación supurada y líneas rojas pintarrajeadas con tizas y lápiz de labios, que podrían parecer una preparación infantil para marcar el espacio en el que jugar a la rayuela (1). Si me arriesgara a hacer de lector de las borras resultantes en las tazas de los cafés disfrutados durante tantas jornadas, mi interpretación agorera es que hemos ido hacia atrás. Puede que sepamos más de lo que nos separa, -en gran medida, de lo inútil-, y nada nuevo de lo que nos podría unir -en general, imprescindible.

Qué pérdida de oportunidad. Los momentos de transición son fundamentales para que una colectividad consiga tender redes más sólidas que las precedentes para anclar mejor sus bases en el futuro. Ha sido grave la desilusión propagada por la exhibición, por parte del partido de Gobierno (ahora en funciones), de que no está dispuesto a cambiar el rumbo, sino a seguir conduciendo por la misma singladura, cuando está claro -incluso para ellos- que nos había llevado a una vía muerta, un culo de saco. Grave también resulta la obsesión de un partido emergente, que llenó de ilusiones (en gran parte, productos de la fantasía y la enajenación grupal) a más de cinco millones de desencantados, por querer implantar un cambio imposible, estrictamente revolucionario y contrahistórico, en la gobernabilidad de España.

De los otros dos partidos (PSOE y Ciudadanos), corresponde aplaudir su voluntad de entendimiento, aunque parcialmente contra natura, aunque, al ser, desde el origen, una postura insuficiente, su escenificación formó rápidamente parte del teatro, esto es, de la exhibición. (2)

Tendríamos que entender que, en este momento de nuestra historia política, la situación es de reorganización de efectivos, y no de actuación precipitada. Momento para eliminar muchos de los elementos que juzgamos perniciosos y que se han convertido en los síntomas más claros de lo que es imprescindible cambiar. Con la tranquilidad de poder entender que, en un Estado que dispone de una Constitución y leyes pactadas democráticamente, es posible plantearse ese tránsito, no después de una revolución, no acudiendo a una asonada o a un conflicto armado, sino mediante un acuerdo de partidos para impulsar un gobierno.

Los problemas de esta situación de transición están detectados, aunque no se conozcan las soluciones para todos ellos. Hagamos las modificaciones con cabeza, no con imprudencia, porque no estamos solos en el mundo, y pertenecemos a una sociedad, la occidental, industrializada y, sí, capitalista, que forma parte de nuestra esencia. En ella debemos encontrar las respuestas a los factores de preocupación que, aún siendo tan conocidos, no me resigno a enumerarlos, una vez más: paro (especialmente juvenil), desequilibrio en el sostenimiento del estado de bienestar, corrupción en las administraciones públicas, evasión fiscal y falta de control en las cuentas de los grandes grupos, excesivo endeudamiento de las familias, equivocada orientación de una parte sustancial de la transmisión de la enseñanza (en particular, la técnicamente productiva), pérdida de la consciencia de unidad como medida esencial de progreso, entre otras.

Ningún partido ha demostrado tener la solución, solo propuestas cuya viabilidad sería necesario que se demostrara. En una situación así, yo prefiero, por experiencia, actuar con decisión para salir del momento, pero con máxima prudencia para no sostener la misma postura más tiempo del imprescindible.

—

(1) Escribo Rayuela en homenaje solapado a Julio Cortázar, pero en mi pueblo ese juego -más propio de niñas-, se sigue llamando cascayu; y en España, cascallo, tejo o pericojo, entre otros nombres.

(2) No incluyo a Izquierda Unida como quinto partido en la disputa por el poder, porque no lo está siendo. Con un sólido argumentario del que no se ha movido -ni falta que le hacía: es el catecismo de siempre, el de la izquierda conscientemente marginal- ha aprovechado la oportunidad para pasearse luciendo músculo por los escenarios mediáticos. La proximidad a Podemos permitió ver las diferencias entre el modelo y su caricatura, dejando claro que hoy tiene cinco veces más público el docudrama circense que un buen guión.

 

Publicado en: Sin categoría Etiquetado como: elecciones, fracaso., negociación, partidos, programa, tiempo

Cuento de primavera: The discouraging Behaviours

2 abril, 2014 By amarias Deja un comentario

Como en los Certámenes oficiales en los que se exponen los cuadros admitidos a la exposición, y los rechazados o contestatarios, organizan una exhibición alternativa en los aledaños, la importante concentración de optimistas que convocó la capital de Valgamediós en su Convocatoria anual bajo el título The Encouraging Behaviors (Los comportamientos estimulantes) contó con una réplica.

En un tendejón improvisado, situado a pocos metros del Centro de Convenciones en donde se celebraba el Congreso organizado por la Administración de Valgamediós,  en el que fueron ponentes -además de tres ministros relacionados con la Promoción de Actividades Lucrativas, destacados emprendedores y responsables de organismos públicos y privados, tenia lugar el encuentro The Discouraging Behaviours, en la que exponían sus experiencias, oscuros fracasados del país  y algunos ivitados foráneos. (1)

Como la reunión oficial ha contado con divulgación suficiente, creemos conveniente en este medio (que, por supuesto, no goza de ninguna subvención), recoger lo fundamental de la charla de uno de los intervinientes en The Discouraging Behaviours, Demorte Convetiel, Ingeniero en Mecánica de Confluidos y con un quasi Master obtenido en el IET, que tuvo que abandonar al perder la beca. Su título fue: “El ADN de los emprendedores fracasados”.

Expuso Convetiel los hallazgos de la Universidad Alternativa Popular, ubicada en Calcedonia, en donde es actualmente profesor en la cátedra La Globalización como Alibi, acerca de las características que, según parece, deben reunir los emprendedores para perder su dinero en un mundo global, comparado con las de los que han tenido éxito notorio.

Para el profesor Convetiel, es fundamental para fracasar en una empresa tener un importante bagaje intelectual. El ADN de los que pierden todo su dinero, coincide en haber asimilado a la perfección lo que se les ha enseñado en las Escuelas de Negocio y Universidades oficiales, y pretender ponerlo en práctica en Valgamediós. Las verdaderas oportunidades surgen fuera del mundo académico.

En segundo lugar, opina Conventiel (con base en su trabajo de campo) que, si para tener éxito hay que tener una ética lasa y amigos influyentes, para carecer de él, hay que estar convencido del valor deontológico y confiar en que quienes están necesitados como tú podrán ayudarte en el negocio. La experiencia viene a demostrar lo pernicioso de este tipo de ADN, pues las personas que emplees haciéndoles un favor, harán lo posible por hundirlo, sin que se conozca, hasta el momento, las concretas razones.

Un aspecto igualmente interesante del estudio de la Cátedra de la Globalización como Alibi es la conclusión de que los términos Responsabilidad Social Corporativa, Respeto Medioambiental y Ayuda al Desarrollo, no figuran en el ADN de los emprendedores de éxito y sí, en cambio, de los fracasados convulsivos (término que pretende recoger la idea de que los ilusos no suelen contentarse con un único fracaso).

La conferencia de Conventiel no pudo difundirse en las redes sociales, porque su hashtag #worstexperiencesinbusiness fue boicoteado por un hacker desconocido, que sustituyó la emisión prevista por Canciones Populares, como Soy feliz porque el mundo me ha hecho así, Creo en el más allá, y Tómate las cosas como vienen.

FIN

—

(1) Desconocemos la razón por la que el título del Congreso -digamos, oficial- figuraba en inglés americano, en tanto que el Congreso alternativo se convocaba en inglés universal (N.B. Behavior vs. behaviour, véase Diccionarios ad hoc)

 

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Cuento de invierno: Aprendiendo a no competir

11 febrero, 2014 By amarias Deja un comentario

coctelimposibleDibujo AngelArias

Todas las escuelas de negocios pretenden enseñar a sus alumnos a ganar. En la convicción  de que nos encontramos en un mundo competitivo, se asume que para tener éxito hay que disponer de determinadas habilidades no naturales que, cuando las aprendemos, nos sitúan en el camino de los triunfadores.

Los centros comerciales disponen en la sección de librerías de un pedestal especial en el que, bajo la advocación mágica de “Libros de empresa”, sabios en el arte de convencer ofrecen consejos para liderar, mandar, y obviar el fracaso -o, por lo menos, aprender de él-. La fórmula consiste, en suma, en expresar con ejemplos sencillos, extraídos de la imaginación y de los animalarios, como mantras, que existe una estrategia para el éxito y que, si se dispone de ella, el mercado nos brindará sus oportunidades, como una sandía abierta por la mitad.

Torquibando Loguarde, diplomado por la escuela de negocios NOSSABE, es el autor de un manual singular, en el que ha pergeñado una estrategia para perdedores. Publicado en enero de este año, su libro, que gozó de una subvención de la ONG Lostintheway, mereció críticas  feroces de algunos gurús del mercado que lo acusaron de terrorismo empresarial, siendo retirado a los pocos días de los estantes.

La idea de Torquibando, según reconoció en una entrevista que no llegó a ser publicada, a un redactor del Semanario The Economissing, le sobrevino cuando estaba buscando desesperadamente un lugar en donde solucionar una repentina apretura de vientre (había desayunado mermelada de grosellas), y se encontró con que todos las cafeterías, bares, restaurantes y comercios que hallaba, esgrimían el letrero de “Aseos solo para uso de nuestros clientes”. Apremiado por la necesidad, tuvo que comprar una pirinola en un hipermercado (que, según confiesa, no necesitaba para nada) y, para colmo, tampoco le sirvió para lo que precisaba pues, en el colmo de la mala suerte, se fue por los pantalones antes de llegar al lugar de servicio.

He conseguido el  texto de aquella entrevista de publicación frustrada, gracias a la amistad con un miembro del Consejo Editorial de The Economissing. En las propias palabras de Torquibando, su propuesta consistía en lo siguiente:

“Se trata de aprender a no competir, dejando a un lado la tendencia natural a ser considerado como perteneciente a la élite de nuestras complejas y desquiciadas tribus. Enfrentarse en peleas con el resto de nuestros coetáneos para destacar sobre ellos y así poder gestionar una parcela mayor de poder y ganar, por esta razón, más dinero y más poder, no mejora la productividad general. Al contrario, la reduce, porque en combatir a los que creemos más capaces que nosotros, se pierden, inútilmente energías, se desanima a muchos que no cuentan con apoyos y se incrementa la corrupción de las estructuras”.

Torquibando no estaba, según aclaró, en realidad, apoyando el abandono de la batalla por la supervivencia. Más bien, apoyaba “reservar las fuerzas para utilizarlas en el momento adecuado, pues es imposible luchar contra los corruptos”. Al igual que en el dominó, en el que el jugador que dispone de muchas fichas de un mismo palo, debe saber conservarlas para ponerlas sobre la mesa en el momento más tardío del juego, cerrando así la posibilidad de acceso a la pareja contraria, quien disponga de habilidades o virtudes o esté dotado de una inteligencia especial, y no quiera que sus naves queden destruidas por el fuego granado de quienes defienden sus posiciones de privilegio, debe aparentar ser imbécil.

En su libro, del que tengo un ejemplar dedicado, indica que “la estrategia de perdedor ha de mantenerse en tanto sea posible, adornándola con equivocaciones y errores controlados que harán pensar a quienes nos rodeen que se encuentran ante alguien al que no han de temer en absoluto, despertando el sentimiento de lástima hacia nosotros, que, como es sabido, es vecino al de aprovechamiento de la debilidad del prójimo.”

Torquibando fue contrario a las estrategias encaminadas simplemente a ganar, y que se basan en aprovechar las oportunidades en las que poder desarrollar nuestras teóricas habilidades o ventajas comparativas. Al no encontrarnos en un mercado perfecto, en el que lo que más falta es la honestidad, creyó un error entrar en competencia con nuestros congéneres, ya que todos los que se consideren iguales tendrán, exactamente el mismo deseo y, lo que es peor, constataremos, si somos sinceros, que habrá muchos superiores a nosotros, a los que nos enfrentaríamos sin tener ninguna opción, salvo que faltáramos a la ética, lo que Torquibando descarta.

“Si en el año 1750 después de Cristo, cuando la Humanidad contaba con menos de 800 millones de personas, ya se habían generado miles de cerebros superdotados que causan nuestro asombro, podemos imaginar, sin réplica, que hoy en día, con más de 6.000 millones de habitantes, la Tierra tendrá 16 o más  Leonardos de Vinci,  otros tantos Maquiavelo,  diez Laplace, una decena y media de Poincaré, siete Huanchu Doaren, etc., etc. ”

Si no competimos,  podremos dedicar nuestro tiempo a realizar las tareas sencillas que se nos encomendarán por quienes se crean superiores a nosotros, reservando la energía para colaborar, fuera de mercado, en hacer que la sociedad funcione algo mejor.

Reconozco que, si los escritos de Zygmunt Bauman ya me habían abierto algunas esperanzas de que la Humanidad abandonase la lucha biológica por la supervivencia y se dedicara a cooperar por el bienestar del conjunto , las ideas de Torquibando me emocionaron.

Enterarme de que había fallecido, víctima de un ataque de caspa, fue una dura sorpresa, de la que me cuesta reponerme. No estuvimos muchos en su sepelio; apenas la familia -estaba divorciado, no tenía hijos, y vivía solo, con la única compañía animal de una pareja de periquitos machos-, su casero,  unos cuantos amigos que, según me pareció, no se conocían entre sí y un desconocido de todos, que era yo, deambulando perdidos por la sala del tanatorio en donde su cadáver era exhibido como en una pecera.

Había ordenado que su cuerpo fuera incinerado, junto al manuscrito y los ejemplares de su libro que habían sido retirados por la censura y que alguien trajo en una furgoneta, deseo específico que fue aceptado a regañadientes por el tipo del crematorio.

Volví a casa y me agarré al ejemplar de “Aprendiendo a no competir”, como a un tesoro.

FIN

 

 

 

 

 

 

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Cuento de invierno: El código de los perdedores

22 diciembre, 2013 By amarias2013 Deja un comentario

Hace tiempo que me planteé escribir un cuento en el que los héroes fueran los perdedores. Un relato de fracasados ilustres, y no precisamente porque lo que habían pretendido hacer les hubiera salido mal, sino precisamente por eso, porque habían tenido éxito y otros se habían apropiado, con desfachatez, del mérito, atribuyéndoselo.

Aunque, mirado desde otra perspectiva, tal vez la culpa de su fracaso estuviera también en buen parte en ellos, en no haber aprovechado los momentos, en haber puesto sus huevos en la cesta equivocada.

Llegué a estar bastante obsesionado con la búsqueda de personajes que, a la manera de Van Gogh, Mozart y tantos otros, no pudieron disfrutar en vida de la cosecha de su talento y murieron pobres e ignorados por sus coetáneos.

Una noche en que había sacado a pasear a mi perro para que pudiera hacer sus necesidades en territorio común y dejarlo, de paso, corretear un rato por los parterres vacíos, me topé con un mendigo que, a despecho del frío que ya se anunciaba en aquel comienzo del invierno, se había echado encima de un banco, cubierto malamente con una chaqueta raída del corte tajante de la intemperie, y parecía dormitar, ajeno a exógenas inclemencias.

-Buen hombre, -le sugerí, tocándole suavemente el brazo- No se quede aquí, que la noche viene fría. Váyase a un albergue, porque puede quedarse helado.

El tipo me miró, como despertando de un profundo sueño.

-Déjeme en paz, que se lo que hago, -fueron sus palabras, mientras me daba la espalda, girando sobre el asiento.

Miré a mi alrededor, para comprobar si alguien más podría hacerse cargo de la necesidad de convencer al pordiosero o llevárselo por la fuerza de allí, pero no atisbé a nadie, y temí que mi perro, que se había extasiado persiguiendo por los suelos la proyección de las luces fluctuantes con que festejaba la Navidad un comercio de electrodomésticos, enloqueciera y se perdiera las fiestas en familia.

No quiero pasarme el día pegando carteles con la foto de mi rotweiler y llamadas con esencia lacrimógena del tipo: “Precioso cachorro extraviado en el barrio, gratificaré a quien lo encuentre, responde por Rouco”.

Así que seguí mi camino, decidiendo pasar página del incidente, pues dí por seguro de que la resistencia física de aquel individuo y las dosis de alcohol que debería tener engullidas, le servirían de pasaporte franco hasta la mañana siguiente.

Cuando al otro día, muy temprano, pasé por el mismo lugar y no vi al mendigo sobre el banco, me tranquilicé definitivamente. Hasta me hice la composición de lugar de que la policía municipal se lo habría llevado a un lugar más caliente en una de sus rondas nocturnas. Con todo, por razones que no sabría explicar, tal vez debido a un tactismo interno de origen sicosomático que es un resto de mi sensibilidad frente al sufrimiento de los demás, me acerqué al borde del banco.

Descubrí que en el suelo había un trozo de papel, del tamaño de un folio que se hubiera doblado con innegable cuidado, en el que se adivinaba algo escrito.

Debía haber pertenecido al mendigo, y se le habría caído. Movido por la curiosidad, lo cogí y lo desplegué ante los ojos. Hay siempre algo que atrae desde un papel abandonado en el que se leen algunas letras.

Lo que había en éste, era una especie de decálogo. Constaba de varias frases escritas en letras mayúsculas, a las que el autor había puesto incluso un nombre colectivo: “El código de los perdedores”.

Recuerdo algunas frases:

“Nunca defiendas lo que es tuyo.
“No des valor a nada de lo que hagas.
“No tengas prisa por llegar a ningún sitio.
“Critica sin piedad lo que hagan mal quienes tengan el poder.
“Confiesa tus intimidades a algún subordinado.
“Ayuda anónimamente a los que lo necesiten.

Me disponía a guardar el papel en el bolsillo, porque no entendía el interés de cuanto parecían destilar aquellos mensajes ácratas, que parecían surgidos del despecho o de una amarga experiencia. Estaba en ello, cuando, viniendo de mi espalda, alguien me arrebató con un brusco ademán el escrito, ejerciendo tanta fuerza en el empellón, que me hizo caer al suelo, al que dí de bruces, rompiéndome la nariz. Es esa cicatriz que, desde entonces, afea mi rostro.

-Vuelve al lugar en donde nadie te llama, para recibir tu merecido, -gritó una voz.

Dolorido por el golpe, sangrando copiosamente, me levanté como pude y, como en una pesadilla, vi una sombra que se desvanecía entre la niebla con el papel. Juraría que era la del mendigo de la noche anterior, que había superado el riesgo de congelación de forma evidente.

Cuando estaba escribiendo este relato, recordé otra de las frases del Código. “Cuenta tus desgracias a quien no te aprecie lo más mínimo”. Y lo que es más curioso, la forma de andar, arrastrando los pies, me trajo de pronto a la memoria a Corsino de la Peróndola, el tipo odioso que sacaba matrícula en todas las asignaturas en el bachillerato y al que no había visto desde hacía la tira de tiempo.

FIN

Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado como: código, congelación, fracaso., mendigo, Navidad, odioso, parque, perdedores, rotweiler

Las ideologías adaptadas

9 noviembre, 2013 By amarias2013 Deja un comentario

Creo que es un buen momento para reflexionar sobre el fracaso de las ideologías rígidas, sean de izquierda como de derechas -y no digamos, de centro, que es como decir que se está dispuesto a chiflar con el que más mande-.

Afirmar con rotundidad que no existe -ni podrá existir, siendo maximalista- ninguna ideología que pretenda su implantación práctica por la aplicación inflexible de sus principios dogmáticos, tiene el aval de una amplia experiencia histórica de casi un millón de años y, por supuesto, cuenta con la referencia próxima de lo que estamos conociendo ahora.

En las democracias parlamentarias, los partidos políticos basan sus programas en presentar una serie de aspiraciones ideológicas junto con unas cuantas concreciones, destinadas a captar la atención de los votantes, sobre todo, de los que no se encuentran “ideológicamente comprometidos”.

Es una banalidad, por no decir, una tontería que se ha venido admitiendo como verdad en los países más avanzados en esa entelequia que se ha convenido en llamar democracia, que existen dos corrientes generales de actuación política.

Desde una, se supone que la manera de mejorar la situación de los más débiles y desfavorecidos, es presionando sobre los que más tienen, distribuyendo mejor los excedentes desde el Estado.

Desde la otra, se acepta que todos pueden mejorar en una sociedad si se deja el campo libre a la iniciativa privada, verdadero motor del desarrollo.

Jamás se ha conseguido hacerlo así (al menos, de forma permanente), porque los intereses personales de quienes se han constituído como dirigentes, consiguen de forma inevitable corromper cualquier sistema. Solo funcionarían las ideologías adaptativas, pragmáticas, aquellas que, conociendo la realidad presente, se enfoquen a mejorarlo en el corto plazo.

No creo en los largos plazos en política, y no creo en ellos porque los Estados -en especial, los Estados intermedios y pequeños- no tienen capacidad de actuación en el mundo global, que es movido por los intereses, egoístas, pragmáticos, de los más poderosos.

Por eso, si un partido quiere convencer de su capacidad, más que presentar un programa con una panoplia de deseos irrealizables, debería decirnos cómo entiende que podrá resolver, de forma lo más inmediata posible, los problemas acuciantes de esta sociedad. Y si no sabe cuáles son (y, por tanto, cómo resolverlos) o si lo que se le ocurre son, simplemente, credos ideológicos, que se retire.

Publicado en: Política, Sociedad Etiquetado como: adaptación, aspiraciones, atención, banalidad., centra, compromiso, corto plazo, derecha, fracaso., ideología, ìmplantación práctica, partido, PP, programa, PSOE, socialismo, UPyD, votante, votantes

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